8 de diciembre de 2023

Siete poemas de Lars Gustafsson

 

La anguila y el pozo

 

Antiguamente tenían en Escania una costumbre:

arrojaban las pequeñas anguilas del mar

a las negras profundidades de los pozos.

Estas anguilas luego quedaban de por vida

atrapadas en los pozos oscuros y profundos.

Mantienen muy limpia el agua, cristalina.

Cuando en ocasiones la anguila del pozo surge,

blanca, espantosamente grande, atrapada en el balde,

ciega, enroscándose y desenroscándose

en torno a los enigmas de su cuerpo, inconsciente,

todo el mundo se apresura a sumergirla de nuevo.

A menudo me siento como si estuviera

no solo en el lugar de la anguila del pozo

sino en el del pozo y la anguila al mismo tiempo.

Encerrado en mí mismo, pero este yo mismo

es ya otra cosa. Ahí es donde existo.

Y lo dejo muy limpio con mi serpenteante,

fangosa presencia de vientre blanco en la oscuridad.

 

CITYWIDE GARAGE SALE, 
AUSTIN (TEXAS) 1998

 

Monedas y billetes antiguos

incluso uno de un dólar de 1810

expedido por el Mechanical Bank de Saint Louis

una simpática jarra de cerveza de nariz roja

una medalla del cuerpo voluntario de bomberos de Lubbock

al mérito destacado
una cartilla de trabajo, expedida por el Tercer Reich

a Werner Hoffmann a sus 16 años

aprendiz de imprenta

un ejemplar plastificado de la revista Look

con Marilyn Monroe en portada

dos cepillos de carpintero muy antiguos

de factura claramente casera,

marrones y algo desgastados

con olor a tantos largos días

pasados en terrenos de cabras y matorrales.

 

Me pregunto: ¿cómo moriría Werner Hoffmann?

 

LA NIÑA

 

Un día la vida decide

sonreírte amable como una niña

de repente en la otra orilla del arroyo

y preguntarte

(con actitud desafiante)

 

¿pero cómo has ido a parar Tú ahí?



GYMNASIUM

 

No fueron más que cuatro cortos inviernos.

Con Thomas Mann y Hesse,

y la gramática griega.

Y el cine Skandia.

Ahora pasan volando igual que antes.

Pero por entonces

todo era tan grande, duraba tanto,

que parecía media vida.

 

Se oxidaban los candados de las bicis.

El interior de esos candados oxidados:

uno de esos lugares

que no examinamos

con suficiente atención.

 

 

LA SALA DE DIBUJO

 

La habitación en sí tenía un olor a tiza

y a madera pesada, seca.

Generaciones enteras habían cincelado las mesas

de forma que los sistemas de letras

se cruzaban unos con otros

como en alguna pieza sumeria

o por qué no babilónica

de arqueología.

Dioses olvidados con orejas de perro

y adustos rostros de madera

brotaban espontáneamente de las vetas.

Sobre el papel, sin embargo, solo las precisas

figuras y ángulos del dibujo lineal,

tan finas que podrías cortarte con ellas.

 

Y este habría de ser el lugar donde habitara el arte.


LOS DIOSES MENORES

 

Los dioses mayores, un Baal, un El,

vencen a las Fuerzas del Caos en heroica batalla

 

(o eso creen)

y después con cuidado erigen su castillo

 

en la cima más alta que logran encontrar.

Y luego muy satisfechos toman allí asiento

 

y miran cómo sube el humo, más o menos recto,

desde fraguas, crematorios y cafeteras.

 

Los dioses menores, la gente pequeña,

lares, gnomos y sabios de piel gris,

 

escarban bajo las raíces otoñales de la vieja ceniza

y envían extrañísimos hongos

 

hacia la luz del día. Son dioses perezosos y lánguidos.

 

Pero algo también habrían querido decir.

 

EL SILENCIO DEL MUNDO ANTERIOR A BACH

 

Debió de existir un mundo anterior

a la Sonata a trío en Re, un mundo anterior a la Partita en La menor

¿pero cómo habrá sido ese mundo?

Una Europa de amplios espacios en blanco y sin ecos

colmada de inadvertidos instrumentos

en donde La ofrenda musical y El clave bien temperado

nunca se han deslizado por las teclas.

Iglesias aisladas

donde la voz soprano de la Pasión nunca

se ha enroscado con el corazón indefenso

en torno a los dulces movimientos de la flauta,

amplios y cálidos paisajes

donde solo se oyen las hachas de viejos leñadores,

el fresco ladrido de los robustos perros en invierno

y –como una campana– los patines que muerden el hielo transparente;

las golondrinas que trinan en el aire estival

la caracola que susurra al oído del niño

y sin rastro de Bach, sin rastro de Bach

solo un silencio de patines en el mundo anterior a Bach

 

(Traducción, Neila García y Andrés Catalán)

 


 



26 de noviembre de 2023

'Intestino grueso', de Anna Świrszczyńska

 

Intestino grueso

 

 

Mira el espejo. Mirémoslo ambos.

Ahí tienes mi cuerpo desnudo.

Al parecer te gusta,

yo no tengo motivos para hacerlo.

¿Quién nos ha atado, a mí y a mi cuerpo?

¿Por qué tengo que morir

al mismo tiempo que él?

Tengo derecho a saber donde está trazada

la frontera entre nosotros.

Dónde estoy yo, yo sola, yo misma.

 

¿En el vientre, estoy en el vientre? ¿En los intestinos?

¿En el hueco del sexo? ¿En un dedo del pie?

Al parecer en el cerebro. Yo no lo veo.

Saca el cerebro de mi cráneo. Tengo derecho

a verme a mí misma. No te rías.

Qué cosa más macabra, dices.

 

No soy yo quien hizo

mi cuerpo.

Llevo puestos los harapos usados de mi familia,

un cerebro extraño, fruto del azar, el pelo

de mi abuela, la nariz

combinada de unas pocas narices muertas.

¿Qué tengo en común con todo eso?

¿Qué tengo en común contigo, a quien le gusta

mi rodilla? ¿Qué tengo que ver con mi rodilla?

 

Sin duda

yo habría elegido un modelo diferente.

 

Os dejaré a los dos aquí,

a mi rodilla y a ti.

No frunzas el ceño, te dejaré mi cuerpo entero

para que juegues con él.

Y yo me iré.

No hay lugar para mí aquí,

en esta ciega oscuridad, a la espera

de la podredumbre.

Saldré corriendo, me alejaré

corriendo de mí misma.

Me buscaré

corriendo

como loca

hasta mi último aliento.

 

Uno debe apresurarse

antes de que llegue la muerte. Porque entonces

como un perro al que tiran de la correa

tendré que regresar

a este cuerpo que sufre con estridencia.

Que soportar la última

y más estridente ceremonia del cuerpo.

 

Derrotada por el cuerpo,

lentamente aniquilada por culpa del cuerpo

 

me convertiré en un fallo renal

o en el cáncer del intestino grueso.

Y expiraré avergonzada.

 

Y el universo expirará conmigo,

reducido tal como está

a un fallo renal

o al cáncer del intestino grueso.

 

 

(Traducción de Andrés Catalán, desde la versión inglesa de Czeslaw Milosz).

 




11 de octubre de 2023

Bajo el bosque lácteo, de Dylan Thomas (fragmento)

 

[Silencio]

 

PRIMERA VOZ (muy bajito):

 

             Por comenzar por el comienzo:

            Es una noche de primavera y sin luna en la aldea, sin estrellas, negra como una biblia, silenciosa como las calles empedradas y el encorvado bosque de cortejantes y conejos que desciende renqueando invisiblemente hasta el endrinegro y lento mar, hasta el negro, cuervinegro, barcocabeceante mar.  Las casas están ciegas como topos (aunque los topos ven perfectamente esta noche en las hociqueantes espesuras de terciopelo) o ciegas como el Capitán Gato allí en el embozado centro, junto a la bomba de agua y el reloj municipal, las tiendas enjergadas y el enlutado salón social. Y todos los habitantes del pueblo arrullado y atónito duermen.

            Silencio, los pequeños duermen, los campesinos, los pescadores, los comerciantes y los jubilados, el remendón, el maestro, el cartero y el tabernero, el enterrador y la querida, el borracho, la modista, el predicador, el policía, las palmípedas mariscadoras y las hacendosas esposas. Jóvenes muchachas yacen acostadas blandamente o se deslizan en sus sueños, con anillos y ajuares, acompañadas por un cortejo de luciérnagas camino del altar bajo un bosque que toca el órgano. Los muchachos sueñan con travesuras o con las corcoveantes haciendas de la noche y el mar embanderado de calaveras y huesos. Y las estatuas de antracita de los caballos duermen en los campos, y las vacas en los establos, y los perros en los patios de hocico húmedo; y los gatos dormitan en los rincones sesgados o trotan a hurtadillas, veloces y provocadores, sobre la nube única de los tejados.

            Puedes oír la caída del rocío y la respiración del pueblo en silencio.

            Solo tus ojos están abiertos para verlo, negro y arropado, profunda y paulatinamente dormido.

            Y solo tú puedes oír la invisible caída de las estrellas, el minucioso roce del rocío de la agitación, más oscura antes del alba, del negro mar repleto de platijas donde la Aretusa, la Zarapito y la Alondra, la Zanzíbar, la Rhiannon, la Errante, la Cormorán y la Estrella de Gales se mecen y flotan.

            Escucha. Es la noche que recorre las calles, el lento, procesional y salado viento musical en la calle de la Coronación y el paseo de las Conchas, es la hierba que crece en la colina de Llareggub, la caída del rocío, la caída de las estrellas, el sueño de los pájaros en el Bosque lácteo.

            Escucha. Es la noche en la gélida capilla achaparrada, cantando himnos, con capota, broche y bombasí negros, cuello de palomita y pajarita, con una tos como de cabras, chupando caramelos, dando cabezaditas entre aleluyas; es la noche en la cervecería, muda como una ficha de dominó; en el desván de Ocky el Lechero como un ratón con guantes; en el horno de Dai el Panadero flotando como harina negra. Es esta la noche en la calle del Asno, trotando sin hacer ruido, con algas en los cascos, por los adoquines acoquinados, frente a los encortinados tiestos de helechos, textos y baratijas, armonios, hornacinas, acuarelas auténticas, perros de porcelana y rosados juegos de té. Es la noche borriquilleando en los acogedores cuartos de los niños.

            Mira. Es la noche serpenteando callada y majestuosa entre los cerezos de la calle Coronación; atravesando el cementerio de Bethesda con vientos enguantados y plegados, descubierta de rocío; desplomándose junto a la taberna del puerto.

            El tiempo pasa. Escucha. El tiempo pasa.

            Ahora acércate más.

            Solo tú puedes oír cómo duermen las casas en las calles en lo hondo de la noche vendada, lenta, negra, salada y silenciosa. Solo tú puedes ver, en los ciegos dormitorios, las combinaciones y las enaguas sobre las sillas, las jarras y las jofainas, los vasos para la dentadura, los Mandamientos en la pared, y las amarillentas fotografías de los muertos mirando al pajarito. Solo tú puedes oír y ver, tras los ojos de los durmientes, los movimientos y los países y los laberintos y los colores y las decepciones y los arcoíris y las melodías y los deseos y los vuelos y las caídas y las desesperaciones y los vastos océanos de sus sueños.

            Desde donde estás, puedes oír sus sueños.

 

(Traducción, Andrés Catalán)

 


 

13 de septiembre de 2023

'Desayunos con Joachim', de Philip Levine

Desayunos con Joachim

Un domingo por la mañana en el Mel's Country Kitchen,

—el local en silencio, inclinados los parroquianos

sobre sus platos rebosantes— Joachim soltó un

"¡Han sido los judíos!". Repiquetearon unos doce tenedores,

la tensión se podía cortar con un cuchillo, y entonces añadió

con un fingido acento de Oklahoma: "Moisés subió aquel monte

para traer la palabra de Dios hasta nosotros".

Todo el mundo retomó la tarea de llenarse la boca;

Joachim mordisqueó una tostada seca y sorbió

su té sin azúcar. Por qué quiso que la gente

pensara que era un palurdo pistolero

nunca lo supe. Quitando la temporada en España

dudo que hubiera disparado un arma. Nunca habló

de aquellos años excepto para decir, solo una vez,

"Era solamente un chaval en busca de aventuras".

Encontré su nombre en una crónica poco conocida

sobre la Brigada Lincoln; "Joachim Barron,

desaparecido en combate, Teruel, 1937",

una anotación que se negó a aclararme.

Después del desayuno fuimos en coche hasta el río

a pasear su pequeño chucho gris, Ginsberg,

que le adoraba. "¡Aúlla!" le ordenaba.

El perrillo alzaba el hocico y se arrancaba

con un largo, lastimero gemido. Confieso que yo

también lo adoraba, especialmente entonces,

caminando por la orilla cubierta de lampazos,

cardos lecheros, abrojos a principios de octubre.

Joachim con su traje azul y zapatos cordobeses

inclinándose para inspeccionar cualquier flor seca

que se encontrara y adjudicarle su nombre

en latín. "¡Oro!" gritó una vez, mostrando

una piedra mientras Ginsberg bailaba a alrededor.

"¿De verdad?", le dije. "No, hermosa mica sin valor".

Con saliva sacó los grises y marrones

a relucir sobre la superficie. El oro de verdad

era Joachim, vestido como un virrey salvo

por una gastada bufanda roja y negra traída

de España, manchada con la tierra de Cataluña.

"En la que enterraron al bueno de los Machado

en el 39". Con sus perfectos zapatos hundidos

en el barro, recitó las estrofas iniciales

de "El crimen fue en Granada" en español

y añadió: "El único poema malo que escribió".

Dudo que incluso cuando estaba más despierto

supiera que encarnaba aquello que veneraba,

la exquisitez en lo más ordinario, o que pudiera

soñar con que el mundo cotidiano fuera a cambiar

así de rápido y todo lo que apreciaba volverse polvo

o nada y a dejarme a mí buscando

por todas partes lo que nunca iba a encontrar

en los años que vendrían, algo de sal para el alma.

 

 

Philip Levine, La búsqueda de la sombra de Lorca, traducción y edición de A. Catalán, Visor, 2014.