Cuídate del hombre cuya
caligrafía
se tuerce como una caña al viento
Anne Carson
(Trad.
Andrés Catalán)
Este es un ensayo sobre manos y caligrafía. Pienso en la
escritura a mano como una manera de organizar el pensamiento en formas. Me
gustan las formas. Me gusta organizarlas. Pero debido a cambios neurológicos
recientes en mi cerebro, me he dado cuenta de que las formas se me desmoronan.
Mi responsabilidad con las formas ya no puedo cumplirla dignamente. Aun así,
ofrezco lo siguiente con la esperanza de que no os parezca descuidado ni
deprimente.
Para no resultar deprimente desde el principio, y porque los
comienzos son importantes, empezaré con un poema del poeta romano Catulo, que
vivió durante el siglo I a. C. y murió a los treinta años. Él fue el origen de
la tradición lírica romana. Este es el fragmento 46, un poema que invoca la
llegada de la primavera:
¡Ya la primavera se deshiela!
Ya el equinoccio detiene sus furores azules
como páginas.
Te digo, Catulo, deja Troya, deja el suelo ardiendo, ellos lo hicieron.
Mira lo cambiaremos todo, todos los significados,
todas las ciudades claras de Asia tú y yo.
Ahora la mente, ¿no es ella una voraz y previa vagabunda?
Ahora los pies hacen brotar hojas felices de ver a quién sus cebos verdes
atraen.
Oh mi vida, no vuelvas
por el mismo camino, ve por uno nuevo.
Es posible que Catulo fuera el poeta favorito de Cy Twombly, un
pintor que empleaba mucha caligrafía en sus lienzos. Eso provocaba a los
críticos y Roland Barthes escribió un ensayo sobre aquello en La
responsabilidad de las formas. En él se pregunta: «¿Cómo trazar una línea
que no sea estúpida?». ¿Cómo trazar una línea que no sea estúpida? ¿No
es esta una de las grandes preguntas de la humanidad? Ya sea yo yo misma, ya sea
yo Hitler, o ya sea yo Wilhelm von Humboldt, es una pregunta de la vida de los humanos.
Empecemos con la vida, tu vida. Está ahí ante ti —tal vez
una carreta, un lazo, una línea de puntos, un mapa— digamos que tienes 25,
luego tomas algunas decisiones, haces cosas, sufres reveses, triunfas, te
conviertes en alguien, un conductor de autobús, un profesor, un pirata, pasan
los años, tal vez con una familia tal vez no, tal vez feliz tal vez no, luego un
día te despiertas y tienes setenta años. Delante de ti ves una puerta negra.
Comienzas a notar que la puerta negra está siempre ahí, a un lado, tanto si la
miras como si no. La mayoría de los momentos la contienen, la mayoría de
momentos tienen una especie de sedimento de la puerta negra en el fondo del
vaso. Te preguntas si los demás la ven también. Les preguntas. Dicen que no.
Les preguntas por qué. Nadie sabe decírtelo.
Hace un minuto tenías 25. Luego seguiste adelante con la
vida que querías. Un día viste lo recorrido desde los 25 hasta ahora y ahí
está, la puerta, negra, aguardando.
Cuando me diagnosticaron Parkinson uno de los síntomas que
me resultó particularmente humillante fue que mi caligrafía se desintegró.
Antes me encantaba escribir en cuadernos, estanterías llenas de ellos, día tras
día, año tras año. Ahora, los trazos verticales se curvan o se quiebran o van
hacia cualquier lado, las vocales se reducen a manchas, la inclinación pierde
su suave y elegante ángulo, todo me resulta bochornoso. O, como diría Barthes,
estúpido. Emborrono párrafos enteros avergonzada.
Es difícil describir o explicar la vergüenza por una mala
letra.
La mala caligrafía es fea. Parece en cierto modo estúpida.
Iba a decir que resulta «poco auténtica», pero luego me di cuenta de que es lo
contrario. En su mala calidad mi caótica caligrafía parece revelar algo sobre
mí que preferiría no mirar. Saca fuera lo que Gerard Manley Hopkins llama el
«inscape». «Cuídate del hombre cuya caligrafía se tuerce como una caña al
viento», dijo Confucio. La grafología, como estoy segura de que sabrás, es el
estudio de la letra a mano como una posible pista para analizar el carácter. Es
difícil creer que no sea una buena pista.
Si mi letra se inclina hacia la derecha, soy una persona muy
influida por mi padre; si siempre dejo las cosas para más tarde, pongo los
puntos de las íes hacia la izquierda; si soy Hitler, mi letra es diminuta y
pongo los puntos de las íes con una raya. Y he aquí un dato curioso adicional
sobre las manos: cuando a una persona paralizada del cuello para abajo se le
ofrece algo que le permita escribir con la boca, reproduce el mismo estilo de
escritura de antes de la parálisis. Tu letra es tu cerebro y tu cerebro eres
tú.
Pero el Parkinson interfiere con todo eso. Apaga ciertos
genes en las células del cerebro, nadie sabe por qué. Esto provoca niveles
reducidos de una sustancia química cerebral llamada dopamina y ritmos
eléctricos inusuales. Muchas acciones físicas quedan inhibidas o destrozadas,
como cepillarse los dientes o escribir a mano. Pero la desintegración de la
escritura es solo una imagen del inicio de un colapso cognitivo cuyos efectos
graduales incluirán trastorno, discontinuidad, olvido, huecos y fisuras,
ralentizaciones y detenciones. En El cerebro se cambia a sí mismo, el
psiquiatra Norman Doidge escribe:
Cada célula de nuestro cuerpo
contiene todos nuestros genes, pero no todos se activan o se expresan. Cuando
un gen se activa, produce una nueva proteína que altera la estructura y la
función de la célula. Esto se denomina función de transcripción porque cuando
el gen se activa, la información de cómo hacer estas proteínas se «transcribe»
o se lee desde el gen individual.
Lo que saco de aquí es que el cerebro tiene su propia manera
de escribir a mano, dependiente de cierta proteína. Me imagino a mi pobre
cerebro alzando las manos en desesperación al ver que la proteína de la buena
letra falta o está hecha un desastre.
Cómo trazar una línea que no sea estúpida.
Cuando los críticos hablan del «estilo tardío» de Beethoven
o Baudelaire, ¿se refieren también a las marcas sobre el papel además de, o
como una pista de, lo que ronda en el cerebro? Ingresamos en la zona de los
pedazos. Manos dentro de manos. Los vectores metabólicos y los metafóricos se
superponen. ¿Resulta confuso? Sí, resulta confuso.
«En la historia del arte, las obras tardías son las
catástrofes», escribió Theodor Adorno en Ensayos sobre música. Ya que no
me gusta considerarme una catástrofe, cambiemos del estilo tardío al estilo
temprano. Los sistemas de escritura más antiguos del mundo se desarrollaron de
forma independiente en cuatro lugares: Oriente Próximo, Egipto, China y México.
Todos comenzaron como sistemas para contar o para llevar la contabilidad: una
forma de mantener un registro de los bienes o el dinero. Más tarde (es decir,
miles de años después) la preocupación por la vida después de la muerte allanó
el camino a la literatura al usar la escritura en las inscripciones funerarias.
La muerte y la propiedad, se podría decir, dos de nuestras ansiedades más
básicas, parecían poder ser manejadas, o al menos apaciguadas, dejando marcas
en una superficie y así inspiraron la primera forma sistemática de hacer
marcas.
La psicología de un momento particular en esta evolución me
interesa, el momento de transición entre el ámbito de las cosas materiales
(bienes y dinero) al de las palabras e ideas (poemas sobre la muerte). Volvamos
al año 3500 a. C. y al reino de los sumerios (la actual Irak). Aquí la gente
llevaba la cuenta de las deudas contando fichas de arcilla y colocándolas en un
sobre de arcilla. Para simplificar las cosas, algunos contables empezaron a
marcar el exterior del sobre de arcilla para indicar el número de fichas que
había dentro. Presumiblemente el número de fichas dentro del sobre coincidiría
exactamente con el número de marcas en el exterior. Pero ¿y si no? ¿Podría
haber margen para el error o incluso para la duplicidad? En cualquier caso,
cuando el exterior no coincide con el interior, las cosas pueden ir, o haber
ido, mal. Ese límite no es tan simple.
Es posible que esté sobreanalizando este momento imaginario
de la escritura temprana. Pero me fascina que introducir una dialéctica entre
interior y exterior polarice los atributos de cada uno y pueda deslizarse con
tanta facilidad hacia juicios de lo correcto y lo incorrecto, de lo bueno y lo malo.
Así que seamos un poco más sutiles en lo que concierne al
problema de la mala letra. Parecería haber dos soluciones posibles:
1. Perfeccionar el oficio para que la caligrafía no sea
mala.
2. Renegar del oficio para que la mala letra no importe.
John Keats, en sus manuscritos, sería un ejemplo de la
primera manera, la de la perfección. Cuando publicaba un volumen de poemas,
Keats copiaba el texto a mano de forma tan regular, tan fluida y confiada que
cuesta trabajo creer que tuviera algún momento de duda o de desesperación en
algún momento de la composición de los versos. Keats era un romántico, un
artista bastante preocupado del yo y la identidad. La pura belleza de sus
copias a limpio parece una revelación, si no una celebración, de lo que él
considera su mejor yo.
Al otro extremo del espectro tenemos a Twombly. Nacido en
Lexington, Virginia, en 1928, su concepción modernista del yo y la identidad
era bastante diferente de la de Keats. Amaba los libros y su inspiración era a
menudo literaria; en sus pinturas aparecen palabras escritas a mano, inscritas
de tal modo que evitan ofrecer cualquier pista sobre sí mismo, su carácter o su
situación íntima. Garabateadas, abocetadas, torpes, ociosas, poco agraciadas;
la mano no es la de nadie, o es la de todos, o es mítica, o es simplemente una
mancha dejada por algo que estaba escrito allí antes. Solía pensar que uno no
puede escapar de sí mismo con su propia mano, y sin embargo Twombly lo hace. En
su ensayo, Barthes describe la escritura a mano de Twombly como «a la deriva
entre el deseo y la amabilidad», o (citando al Tao Te Ching) la mano de
«un hombre que actúa sin expectativas».
Cómo trazar una línea que no sea estúpida.
Como otros artistas de la era moderna Twombly parece haber
estado decidido a dejar atrás al yo, a evadir el ego y sus marcas, a proponer
el vacío como algo más interesante que la presencia. Twombly era uno de los
mejores amigos de John Cage, el compositor de 4’33” y otras obras que vacían el
ego. Como dijo Cage, «hay que hacer algo para liberarnos de nuestros recuerdos
y elecciones». Lo que hizo Cage fue introducir operaciones azarosas en su obra.
Lo que hizo Twombly fue encontrar su camino hacia una escritura a mano en la que
no hay persona alguna. Los críticos a veces se refieren a las líneas de Twombly
como «tipo grafiti»; no creo que a Twombly le gustara oír eso. El grafiti suele
ser feo y, por lo general, a cierto nivel, activista. Su carácter es el del
«sublime egotista», como dijo Keats de Wordsworth. Una vez le pregunté a la
artista Tacita Dean sobre la actitud de Twombly al respecto. Llegó a conocerlo
muy bien mientras hacía una película de 16 mm sobre él. «En el caso de Cy»,
dijo ella,
siempre creí que se trataba del
encuentro, y que era un poco como un médium con una ouija. Cuando está metido
en el momento, no puede ser interrumpido (ni siquiera por sí mismo), o se rompe
la conexión. Cuando está metido en el momento, el encuentro se convierte en la
pintura, y nada más importa.
Este «momento» es uno que Barthes localiza dentro de la
escritura a mano de Twombly. Barthes comenta sobre la ligereza de la línea de
Twombly, su impulso para «conectar en un solo estado lo que aparece y lo que
desaparece; [no] para separar la exaltación de la vida y el miedo a la muerte
[sino] para producir un solo efecto: ni Eros ni Thanatos, sino Vida-Muerte, en
una sola idea, un solo gesto». Y he aquí un hecho interesante adicional sobre
la exaltación: cuando un cuadro de Twombly titulado Sin título (Di adiós Catulo
a las costas de Asia Menor) fue expuesto en Houston hace unos años, un guardia
de seguridad se encontró con una francesa completamente desnuda delante del
cuadro. «El cuadro me hace querer correr desnuda», escribió en el libro de
visitas. Twombly estaba encantado. «¡Nadie puede superar eso!», le dijo al New
York Times.
Espabilémonos con un homónimo al azar y otro breve
interludio poético. Tenía un amigo en México, un compositor llamado Guillermo,
que quería componer una sinfonía entera mediante los sonidos de gente
suspirando:
¿Oyes suspirar?
¿Despiertas
en medio de un suspiro?
La
radio suspira en AM,
en
FM.
Suspiros
de onda corta chisporrotean desde el Atlántico.
Suspiros
calientes se evaporan en el amanecer.
Personas
que se besan se detienen a suspirar, luego vuelven a besarse.
Los médicos suspiran en las heridas y el torrente sanguíneo
cambia para siempre.
Las flores
suspiran y dos abejas del mediodía vuelan hacia atrás.
¿Es
duda?
¿Es
desilusión?
El
mundo no me debía nada.
Las
hojas entran suspirando por la puerta.
Trozos
de muchacha suspiran como hombres.
Las
falsificaciones suspiran dos veces.
Balthus suspira y miente al respecto, diciendo que fue el
suspiro de Byron.
Un suspiro
puede llegar demasiado tarde.
¿Es
mejor que gritar?
Dame
todos tus suspiros por cuatro o cinco dólares.
Un
suspiro no pesa,
y
aun así puede interrumpir la transmisión.
¿Puedes
abstenerte?
¿Qué
es ese silencio que asciende dentro de cada suspiro?
Cazamos
juntos el suspiro y yo,
un deporte de reyes.
Querer
detenerse está fuera de nuestro alcance.
Cuantos más suspiros brillan, más problemas tengo —una
especie de cosa plateada—
¿pensaste
que era el mar?
¿Un temblor, qué es? Una sacudida incontrolable de una
extremidad, identificada por el cirujano y farmacéutico inglés James Parkinson
en 1817 como uno de los primeros síntomas perceptibles en personas que sufrían
de lo que él llamó la «parálisis agitante». Antes de eso, encontramos menciones
de una enfermedad temblorosa en un tratado ayurvédico del siglo X a. C. en la
India; y Galeno, el médico griego de la antigüedad, observó una dolencia a la
que llamó σκελοτύρβη, que con mucho encanto podría traducirse como «jolgorio de
los miembros». Pero no sería hasta el siglo XX cuando los neurólogos comenzaron
a pensar que ese jolgorio podía apaciguarse mediante la acción física y mental.
Es decir, a través de ejercicio físico enfocado con una atención mental
deliberada e intensa.
Si el cerebro es plástico, como ahora pensamos, se puede
cambiar. Ciertas actividades pueden reconfigurarlo, generando nuevas neuronas
para reemplazar las perdidas o excitando aquellas que han quedado inactivas o
ralentizadas. Se recomienda el boxeo. Su combinación de esfuerzo cardiovascular
exigente y concentración mental deliberada ha demostrado reducir los síntomas y
ralentizar el avance de la enfermedad. Cuerpo y cerebro trabajan juntos.
¿Alguna vez te has preguntado cómo es por dentro el cerebro?
¿Es un taller ruidoso o un laboratorio silencioso? ¿A qué suena un sonido allí
dentro? Yo me lo imagino como una gran sala de juntas, con directores
ejecutivos sentados por todas partes, mirando sus teléfonos y enviándose
mensajes de texto unos a otros. Y lo más inquietante es esto: se supone que
todos están ahí en total oscuridad. ¿No estaría oscuro dentro del cerebro? ¿De
dónde vendría la luz? ¿Y quién la vería?
En todo caso, volviendo al temblor: me cepillo los dientes con
el brazo y la mano derecha, donde tengo un temblor; por lo tanto, el cepillo se
mueve hacia arriba y hacia abajo a un ritmo desenfrenado, chocando con labios y
encías. Este jolgorio del cepillo de dientes lo produce la electricidad que
fluye a lo largo de una vía nerviosa. Pero una vía nerviosa tiene un plano de
acción. Si me concentro y cambio el plano —moviendo el brazo hacia arriba o
hacia abajo en un ángulo disparatado— puedo interrumpir el flujo y calmar el
temblor. O si aprieto con fuerza el mango del cepillo, puedo dominar el temblor
mediante la intensidad del enfoque. La concentración es clave. Tengo que pensar con el movimiento. En mi comprensión brutal del asunto, pensar crea
(¿mueve?) neuronas.
Un hombre llamado John D. Pepper hizo un descubrimiento
similar al lidiar con sus problemas caminando. Pepper, que murió el año pasado,
es algo así como un héroe, o al menos un innovador importante dentro de la
comunidad de personas con Parkinson. Abordó sus problemas para caminar
caminando: quince millas por semana en tres sesiones de cinco millas cada una,
a un ritmo de cuatro millas por hora. Cuatro millas por hora es un ritmo más
rápido del que normalmente yo quiero caminar. Es una lucha. Tengo que prestar
atención al movimiento. Así que, mientras que tú realizarías una acción
compleja como caminar o cepillarte los dientes automáticamente, porque los
directores ejecutivos sentados en la sala de juntas de tu cerebro se envían
memorandos entre ellos aclarando qué debe hacer cada uno y cuándo se supone que
debe hacerlo, yo tengo que detenerme, pensar y aplicar un control consciente.
Es lo opuesto al estado exaltado de Twombly sentado ante su
pintura. Al aplicar la técnica del movimiento consciente, Pepper fue capaz de
dominar su temblor y otros síntomas. Le diagnosticaron Parkinson a los treinta
y vivió hasta los noventa. El de Pepper no es un descubrimiento completamente
nuevo. Parkinson anotó en sus notas clínicas de 1817 que el paciente al que
llama Caso VI era capaz de interrumpir su interminable temblor durante unos
minutos gracias a un movimiento súbito, breve y deliberado.
Filosóficamente, hay algo digno de atención aquí,
relacionado con la atención misma. Cuando sacamos una acción del hábito y la
llevamos a la conciencia, despertamos una nueva percepción de ella. El interior
y el exterior cambian de lugar. El tiempo se desplaza. La enfermedad de
Parkinson es siempre ahora. O tal vez podríamos decir que la enfermedad
nos recuerda que la vida es ahora. En este punto de mi razonamiento, me
topo con la frase de Gertrude Stein de 1913: «Una rosa es una rosa es una rosa
es una rosa», sobre la cual ella misma hizo el siguiente comentario:
Ahora habéis visto cientos de poemas
sobre rosas y sabéis perfecta e íntimamente que la rosa no está ahí… Creo que
en ese verso la rosa es roja por primera vez en cien años en la poesía inglesa.
Voy a clase de boxeo tres veces a la semana. Todos tienen
Parkinson, con diversos grados de deterioro. En un momento determinado de cada
clase (después de hacer calentamiento, entrenamiento de fuerza y ejercicios de
pies), el entrenador grita: «¡A ponerse los guantes!». Corremos hacia las
taquillas a buscar nuestros guantes de boxeo, luego nos situamos frente a un
saco pesado y empezamos a dar puñetazos. Hay seis golpes básicos en el boxeo.
Cada uno tiene un número:
1. Corto
2. Cruzado
3. Gancho con la
mano en posición delantera
4. Gancho con la
mano en posición trasera
5. Uppercut con la
mano en posición delantera
.6. Uppercut con la
mano en posición trasera
La parte central de la clase consiste en golpear el saco
pesado siguiendo una combinación de números que el entrenador va indicando.
Cada uno reproduce los golpes que corresponden a esos números. Es una cosa
bastante rápida. Me doy cuenta que cuando trato de ejecutar una combinación
complicada de boxeo soy capaz de sentir cómo las neuronas de mi cerebro
luchan y se esfuerzan. Sé que parece una locura. Pero, como vimos antes, el
límite entre dentro y fuera no es tan simple.
Cuanto más sé sobre la enfermedad de Parkinson, más la veo
como el esfuerzo de mantenerse en pie contra una corriente que nunca deja de
tirar. Los libros me dicen que debo prestar atención consciente y continua a
acciones como caminar, escribir, cepillarme los dientes, si lo que quiero es
inhibir o retrasar el fallo de las neuronas en el cerebro. Es difícil vivir con
ese constante esfuerzo. Es difícil vivir con la palabra «degenerativa», que
significa que, por mucho que me esfuerce, no ganaré.
Por supuesto, todos nos esforzamos toda la vida. Y ninguno
de nosotros ganará a la muerte. Pero hay una diferencia entre esforzarse para
(digamos) aprender griego antiguo o pasar el aspirador, y esforzarse para
prestar una atención microscópica a cada instante de un acto físico. Estudiando
su propia forma de caminar, Pepper la descompuso en nueve segmentos de acción y
seis focos de atención para cada paso que da. El hombre era apasionado.
Antes de dejar el tema del esfuerzo, una última observación
sobre la clase de boxeo. Ponerte tu primer guante es fácil; ponerse el segundo
no tanto. Mientras tanto, el entrenador grita: «¡No uses los dientes!». Lo
normal es buscar a alguien en el gimnasio y que te ayude a ponerte el segundo
guante. Como soy una persona de clásicas, me parece que toda esta situación
—donde un ser humano está ante otro, levantando las manos para pedir ayuda—
tiene la misma estructura que el antiguo gesto ritual llamado «súplica», como
cuando Príamo va a la tienda de Aquiles al final de la Ilíada y suplica
por el cuerpo de su hijo. Y, en mi clase de boxeo, me doy cuenta de que es casi
imposible, cuando alguien más te pone un guante, evocar o preocuparse por la
puerta negra.
Escribir este ensayo en un cuaderno con lápiz ha sido un
ejercicio aleccionador. La letra es parcialmente legible. No logro ninguna
liberación tipo John Cage de las cadenas de mi yo con este garabato. La mano
parece, en realidad, demasiado mía.
Hablando de autenticidad, aquí hay un dato final adicional
interesante: en los años 50, Twombly estuvo en el ejército y fue asignado a la
división de criptografía, donde pasó un par de años descifrando las estúpidas
líneas que otros escribían en papel. Ten cuidado con cómo lees ese sobre de
arcilla.
Pero, en realidad, ¿qué importancia tiene la letra a mano?
Casi todos a quienes mencioné mis preocupaciones por la mala letra dijeron algo
como: «Oh, siempre he tenido una letra horrible, nadie en mi familia es capaz
de leerla y con el tiempo va a peor; ahora hago todo en el ordenador». A
menudo, cuando la gente lo dice, lo hace con un tono un poco avergonzado. Quise
tener otra perspectiva sobre esta vergüenza, así que decidí preguntarle a
algunos compositores sobre la diferencia entre hacer una partitura a mano y
usar un programa de ordenador.
En primer lugar, el compositor estadounidense David Lang,
que dijo que empezó a escribir partituras al ordenador a principios de los 90,
pero que siempre se preguntó si esto podría haber influido en sus
composiciones, ya que a menudo usa muchas matemáticas, gráficos y diagramas de
proporciones, que son mucho más fáciles de hacer en el ordenador. Así que en
2003 decidió ver cómo sería volver a las viejas formas. Escribió una pieza llamada
«esto fue escrito a mano» usando solo lápiz y papel. Lo cito aquí:
Traté de hacerla tan complicada y
estructurada como la otra música que estaba escribiendo en aquel momento, pero
descubrí que ya no tenía la misma paciencia... así que la pieza terminó siendo
mucho más simple. Luego se me ocurrió que la pieza solo debería publicarse en
un facsímil de mi partitura en papel, pero cuando intenté copiar la música lo
bastante en limpio como para publicarla, a mano, seguía cometiendo errores y se
volvió ilegible, así que terminé copiándola en el ordenador y publiqué esa
versión.
Después de Lang, acudí a la compositora islandesa María Huld
Markan Sigfúsdóttir, que tenía una visión muy diferente:
Es un poco difícil de describir,
pero siento que estoy más en contacto con la música, casi como si escribir a
mano fuera lo mismo que tocar. O que la música es más real, no tan genérica
como a veces parece cuando se escribe en el ordenador. Siento que cada nota
tiene una «personalidad» individual cuando está escrita a mano, y esto puede
exagerarse con diferentes énfasis en el tamaño, la forma o el espacio de cada
nota o pasaje.
Después de mostrarme algunas de sus partituras manuscritas,
María añadió una tercera perspectiva al respecto diciendo que antes de poner cualquier
nota en papel hace un dibujo que no tiene ni notas ni palabras, solo formas y
colores que indican sus ideas para la obra. Parecía tímida al mencionar esos
bocetos; quizás todos estamos incómodos con nuestros yoes pre-verbales.
Sea como sea, nadie pareció interpretar la situación como
una crisis del yo o una prueba de carácter como en mi caso. Para esa convicción
tuve que volver a Confucio, además de a la inagotable pregunta de Barthes:
¿cómo trazar una línea que no sea estúpida?
A estas alturas sentí que había agotado la estética y
recurrí a la ciencia, donde hay un conjunto sustancial de pruebas que
demuestran que la escritura a mano estimula conexiones cerebrales diferentes y
más complejas que cuando se pulsa un teclado, conexiones esenciales para
codificar nueva información y formar recuerdos. Los precisos movimientos
controlados de la escritura a mano generan patrones en el cerebro que fomentan
el aprendizaje. El cerebro se abre, profundiza y se enriquece. Hay en ello
(hablando subjetivamente) una euforia y una sensación de regreso a casa.
Regresar a casa nos lleva al final. Acabemos con otro poco
de Catulo. Esta es una traducción aproximada de un fragmento recién descubierto
y por tanto desconocido. Parece adoptar la forma de una entrevista entre el
poeta romano y el doctor Pepper:
John D. Pepper: Muerte.
Catulo: La muerte me hizo crecer.
John D. Pepper (a partir de ahora Pepper): Amor.
Catulo: El amor me hizo aguantar.
Pepper: Enfermedad.
Catulo: La enfermedad no descansa.
Pepper: Pasión.
Catulo: La pasión me desconcertó.
Pepper: Nabos.
Catulo: Los nabos saben a violetas.
Pepper: Violetas.
Catulo: Las violetas huelen a nabos.
Pepper: Dioses.
Catulo: Los dioses me hacen callar.
Pepper: Burócratas.
Catulo: Los burócratas me ponen melancólico.
Pepper: Lágrimas.
Catulo: Las lágrimas son mis hermanas.
Pepper: Risa.
Catulo: Ojalá tuviera una risa espléndida.
Pepper: Guerra.
Catulo: Ah, la guerra.
Pepper: Humanidad.
Catulo: La humanidad es cristal.
Pepper: Rosas.
Catulo: Odio las rosas.
Pepper: La línea.
Catulo: Una línea es solo un señuelo.
Pepper: Por qué no tomar el camino más corto a casa.
Catulo: No había un camino más corto a casa.
Original, aquí:
https://www.lrb.co.uk/the-paper/v47/n04/anne-carson/beware-the-man-whose-handwriting-sways-like-a-reed-in-the-wind