13 de septiembre de 2023

'Desayunos con Joachim', de Philip Levine

Desayunos con Joachim

Un domingo por la mañana en el Mel's Country Kitchen,

—el local en silencio, inclinados los parroquianos

sobre sus platos rebosantes— Joachim soltó un

"¡Han sido los judíos!". Repiquetearon unos doce tenedores,

la tensión se podía cortar con un cuchillo, y entonces añadió

con un fingido acento de Oklahoma: "Moisés subió aquel monte

para traer la palabra de Dios hasta nosotros".

Todo el mundo retomó la tarea de llenarse la boca;

Joachim mordisqueó una tostada seca y sorbió

su té sin azúcar. Por qué quiso que la gente

pensara que era un palurdo pistolero

nunca lo supe. Quitando la temporada en España

dudo que hubiera disparado un arma. Nunca habló

de aquellos años excepto para decir, solo una vez,

"Era solamente un chaval en busca de aventuras".

Encontré su nombre en una crónica poco conocida

sobre la Brigada Lincoln; "Joachim Barron,

desaparecido en combate, Teruel, 1937",

una anotación que se negó a aclararme.

Después del desayuno fuimos en coche hasta el río

a pasear su pequeño chucho gris, Ginsberg,

que le adoraba. "¡Aúlla!" le ordenaba.

El perrillo alzaba el hocico y se arrancaba

con un largo, lastimero gemido. Confieso que yo

también lo adoraba, especialmente entonces,

caminando por la orilla cubierta de lampazos,

cardos lecheros, abrojos a principios de octubre.

Joachim con su traje azul y zapatos cordobeses

inclinándose para inspeccionar cualquier flor seca

que se encontrara y adjudicarle su nombre

en latín. "¡Oro!" gritó una vez, mostrando

una piedra mientras Ginsberg bailaba a alrededor.

"¿De verdad?", le dije. "No, hermosa mica sin valor".

Con saliva sacó los grises y marrones

a relucir sobre la superficie. El oro de verdad

era Joachim, vestido como un virrey salvo

por una gastada bufanda roja y negra traída

de España, manchada con la tierra de Cataluña.

"En la que enterraron al bueno de los Machado

en el 39". Con sus perfectos zapatos hundidos

en el barro, recitó las estrofas iniciales

de "El crimen fue en Granada" en español

y añadió: "El único poema malo que escribió".

Dudo que incluso cuando estaba más despierto

supiera que encarnaba aquello que veneraba,

la exquisitez en lo más ordinario, o que pudiera

soñar con que el mundo cotidiano fuera a cambiar

así de rápido y todo lo que apreciaba volverse polvo

o nada y a dejarme a mí buscando

por todas partes lo que nunca iba a encontrar

en los años que vendrían, algo de sal para el alma.

 

 

Philip Levine, La búsqueda de la sombra de Lorca, traducción y edición de A. Catalán, Visor, 2014.

 




5 de septiembre de 2023

'Primavera y demás' (fragmento), de William Carlos Williams

 

Si resultara alguna cosa de importancia... tanto mejor. Y tanto más probable que nadie quisiera verla.

 

Hay una barrera constante entre el lector y su sensación de contacto directo con el mundo. Si hay un océano es aquí. O más bien, lo que está en medio es el mundo entero: ayer, mañana, Europa, Asia, África: todas las cosas lejanas e imposibles, la torre de la catedral de Sevilla, el Partenón.

 

Qué quieren decir cuando dicen: «No me gustan tus poemas; careces completamente de fe. No pareces haber sufrido ni, de hecho, haber sentido nada intensamente. No hay nada atractivo en lo que dices, al contrario, los poemas son decididamente repelentes. Son desalmados, crueles, se burlan de la humanidad. ¿Qué quieres decir, por el amor de Dios? ¿Eres un pagano acaso? ¿Es que no toleras la fragilidad humana? Puedes prescindir de la rima ¡pero el ritmo! ¿Por qué en tu obra es inexistente? ¿A eso llamas poesía? Es la mismísima antítesis de lo que es poesía. Es antipoesía. Te has empeñado en aniquilar la vida. Poesía que solía ir de la mano con la vida, poesía que interpretaba nuestros más profundos impulsos, poesía que inspiraba, que nos conducía a nuevos descubrimientos, a una nueva tolerancia más profunda, a un nuevo júbilo más elevado. ¡Vosotros los modernos! Es la muerte de la poesía lo que estás consiguiendo. No. No puedo entender esta obra. No has sufrido aún un golpe cruel de la vida. Cuando hayas sufrido escribirás de otra forma».

 

Quizás este noble apóstrofe suponga algo terrible para mí, no estoy seguro, pero por ahora interpreto que dice: «Me has robado. Dios, estoy desnudo. ¿Qué voy a hacer?». Con ello quieren decir que cuando haya sufrido (en el caso de que no lo haya hecho ya) yo también me pondré a cubierto; que yo también buscaré refugio en la fantasía. Que conste que no digo que no vaya a hacerlo. Para condecorar mi edad.

 

Pero hoy es diferente.

El lector se conoce tal y como era hace veinte años y también tiene en mente una visión de lo que llegará a ser, algún día. ¡Oh, algún día! Pero lo que nunca sabe y nunca se atreverá a saber es quién es en el momento exacto en que lo es. Y este momento es lo único que me interesa. Ergo, ¿a quién le importa lo que yo hago? ¿Y qué más me da a mí?

 

Amo a mi prójimo. Jesús, cómo le amo: de cabo a rabo, de lado, de frente, y de todas las formas... ¡pero él no existe! Y ella tampoco. Yo sí, de una forma en cierta manera bastarda.

 

¿A quién me dirijo entonces? A la imaginación.

 

De hecho, volviendo al tema que me ocupa, casi toda la literatura hasta el presente, si es que no todo el arte, ha sido especialmente concebida para mantener la barrera entre el sentido y el vaporoso margen que distrae la atención de sus desesperados acercamientos al instante. Ha sido siempre una búsqueda de «la bella ilusión». Muy bien. Yo no busco ninguna «bella ilusión».

 

Y si cuando pomposamente declaro que me dirijo a la imaginación crees que así me divorcio de la vida y por tanto frustro mi propio objetivo, replico: Para refinar, para aclarar, para intensificar ese eterno instante que es el único en que vivimos, solo existe una sola fuerza: la imaginación.  Este es su libro. Yo te invito a leer y a ver.

 

En la imaginación, estamos de ahora en adelante (mientras sigas leyendo) atrapados en un fraternal abrazo, la clásica caricia entre autor y lector. Somos uno. Cada vez que digo «yo» también quiero decir «tú». Y así, juntos, como uno solo, comenzaremos.

 

 

CAPÍTULO 19

 

¡oh tiempos precarios, tan abundantes en todo lo imaginable! Imagina el Nuevo Mundo que llega hasta nuestras ventanas desde el mar los lunes y los sábados; y también el resto de los días de la semana. Imagínatelo en todo su prismático colorido, su contraparte en nuestras almas: nuestras almas que son grandes pianos cuyas cuerdas, de miel y acero, hacen tañer las divisiones del arcoíris, desperdigando en el aire grandes novelas de aventuras. Imagina el monstruoso proyecto del instante: Mañana nosotros el pueblo de los Estados Unidos marcharemos armados a Europa para asesinar a cada hombre, mujer y niño en el área al oeste de los Cárpatos (también al este) sin perdonar a nadie. Imagina qué sensación causará. Primero los asesinaremos a ellos y luego ellos a nosotros. Pero procuremos perdonar a los toros españoles, los pájaros, los conejos, los pequeños venados y por supuesto: los rusos. Para los rusos construiremos un puente de un extremo a otro del Atlántico; antes haremos el esfuerzo de asesinar a todos los canadienses y mexicanos de este lado. Luego, oh luego, tendrá lugar la gran película.

 

Da lo mismo; el gran suceso bien puede no existir, de modo que no hay necesidad de seguir hablando de ello. ¡Asesina! ¡asesina! a ingleses, irlandeses, franceses, alemanes, italianos y al resto: amigos o enemigos, no hay diferencia, asesínalos a todos. El puente será volado por los aires cuando toda Rusia esté sobre él. ¿Y por qué?

 

Porque los amamos: a todos. Ese es el secreto: un nuevo tipo de homicidio. Haremos leberwurst con ellos. Bratwurst. ¿Pero por qué, si estamos nosotros también condenados a sufrir la misma aniquilación?

 

Si pudiera decir lo que tengo en mente en sánscrito o incluso en latín lo haría. Pero no puedo. Hablo por la integridad del alma y la mayúscula inanidad de la vida; la formalidad de su aburrimiento; la ortodoxia de su estupidez. ¡Asesina! ¡asesina! Que haya carne fresca...

 

La imaginación, intoxicada de prohibiciones, se eleva hasta ebrias alturas para destruir el mundo. Que rabie, que mate. La imaginación es suprema. A ella todas nuestras obras siempre, desde el pasado más remoto hasta el más lejano futuro, han estado, están y estarán dedicadas. A ella sola mostramos nuestro ingenio al no levantar como monumento en su honor ni el más mínimo guijarro. A ella ahora venimos a dedicar nuestro proyecto secreto: la aniquilación de cada criatura humana sobre la faz de la tierra. Esto es algo nunca antes intentado. Que no quede nada; nada sino la escala más baja de los vertebrados, los moluscos, insectos y plantas. Entonces por fin el mundo empezará de nuevo. Las casas se derrumbarán en ruinas, las ciudades desaparecerán dando paso a montículos de tierra que se lleva el viento, pequeños arbustos y hierbas darán paso a árboles que envejecerán y a los que sucederán otros árboles durante innumerables generaciones. Una maravillosa serenidad rota solo por los sonidos de los pájaros y las bestias salvajes reina sobre toda la esfera. Orden y paz de sobra.

 

Este final y autoinflingido holocausto ha sido solo por amor, por el amor más tierno, para que reunida toda la raza humana, amarillos, negros, morenos, rojos y blancos, aglutinados en una alma inmensa, se complazca en la vista y el retiro del cielo de los cielos, satisfecha de descansar en sus laureles. Allí, alma de almas, observando su propia espantosa unidad, bulle y se digiere a sí misma en los tejidos del gran Ser Eterno en el que nos habremos convertido. Con qué magníficas explosiones y olores se consumará el día mientras nosotros, el Ser Supremo entre todas las criaturas, continuaremos contemplando los deseos que nos prohibimos a nosotros mismos mientras los hacemos desfilar ante la revista interior de nuestras propias entrañas... etcétera, etcétera, etcétera... y es primavera: tanto en latín como en turco, en inglés y holandés, en japonés y en italiano; es primavera junto al río Hediondo donde un magnolio, sin hojas, frente a lo que antes era una hacienda, ahora una destartalada vivienda de operarios, levanta sus ramas desordenadas llenas de flores blancas como el marfil.

 

 

CAPÍTULO XIII

 

Así, cansados de la vida, en vista de la gran consumación que nos aguarda: mañana corremos entre nuestros amigos felicitándonos por la alegría futura. Inconscientes del mal aplastamos la médula de aquellos a nuestro alrededor con nuestros pesados automóviles mientras nos trasladamos alegremente de un lado a otro. Parece que no hay tiempo suficiente en el que poder expresar por completo nuestro júbilo. Solo un día resta, un miserable día, antes de que el mundo adquiera todo su sentido. ¡Apresurémonos! ¿Por qué preocuparnos por este hombre o por aquel? En las oficinas de los grandes periódicos una loca alegría impera mientras preparan los últimos números extra. Corriendo de un lado a otro los hombres se abren paso a empujones hacia las zumbantes rotativas. Qué divertido parece. Toda idea de desdicha nos ha abandonado. ¿Por qué íbamos a preocuparnos? Los niños se lanzan entre risas bajo las ruedas de los tranvías, los aviones caen jubilosamente a tierra. Alguien ha escrito un poema.

           

Oh vida, ave estrafalaria, ¿de qué color son tus alas? ¿Verdes, azules, rojas, amarillas, moradas, blancas, marrones, naranjas, negras, grises? En la imaginación, volando sobre las ruinas de diez mil millones de almas, te veo partiendo tristemente hacia la tierra de las plantas y los insectos, ya mar adentro. (Gracias, soy consciente de que estoy plagiando). Bates tus grandes alas mientras desapareces en la distancia sobre las hectáreas precolombinas de algas flotantes.

 

La nueva catedral que domina el parque miró desde sus torres hoy, con grandes ojos, y vio junto al lago ornamental un grupo de personas que observaban con curiosidad el cadáver de un suicida: apacible y joven muerto, el dinero que han invertido en las piedras ha sido empleado para instruir a los hombres en la austeridad de la vida.  Moriste y nos enseñas la misma lección. Pareces una catedral, oficiante de la primavera que se estremece por mí entre los largos árboles negros.


 

(William Carlos Williams, traducción de Andrés Catalán)