La canción de amor de J. Alfred Prufrock
T. S. Eliot
(Trad. Andrés Catalán)
S’io credesse che mia risposta fosse
A persona che mai tornasse al mondo,
Questa fiamma staria senza piu scosse.
Ma percioche giammai di questo fondo
Non torno vivo alcun, s’i’odo il vero,
Senza tema d’infamia ti rispondo.
Vayamos pues tú y yo,
cuando la tarde se tiende sobre el cielo
como un paciente anestesiado en la camilla;
vayamos, por ciertas calles solitarias,
los susurrantes refugios
de las noches de insomnio en baratas pensiones de una noche
y los restaurantes de serrín y restos de ostras:
calles que se suceden como una tediosa discusión
con la intención traicionera
de conducirte a una pregunta abrumadora...
Mira, no preguntes: «¿Qué sucede?».
Vayamos de una vez a hacer nuestra visita.
En la habitación las mujeres van y vienen
hablando de Miguel Ángel.
La niebla amarilla que se frota la espalda en las ventanas,
el humo amarillo que se frota el hocico en las ventanas,
lamió con su lengua los rincones de la tarde,
flotó sobre los charcos que forman los desagües,
dejó caer sobre su lomo el hollín que cae de las chimeneas,
resbaló en la azotea, dio de repente un salto,
y al ver que la noche de octubre era agradable,
se acurrucó alrededor de la casa, y se durmió.
Y sin duda habrá tiempo
para el humo amarillo que se desliza por la calle,
frotándose la espalda en las ventanas;
habrá tiempo, habrá tiempo
para prepararse una cara que afronte las caras que has de afrontar;
habrá tiempo para asesinar y para crear,
y tiempo para todas las obras y los días llenos de manos
que levantan y dejan caer una pregunta en tu plato;
tiempo para ti y tiempo para mí,
y tiempo aún para cien indecisiones,
y para cien visiones y otras tantas revisiones,
antes de tomar el té y una tostada.
En la habitación las mujeres van y vienen
hablando de Miguel Ángel.
Y sin duda habrá tiempo
para preguntarse: «¿Me atrevo?» y «¿Me atrevo?».
Tiempo para darse la vuelta y bajar por la escalera,
con la calva incipiente en mi pelo...
(Dirán: «¡Se está quedando calvo!»).
Mi chaqué, el cuello apretado y subido hasta el mentón,
mi lujosa y recatada corbata, pero sujeta con un sencillo alfiler...
(Dirán: «¡Qué delgados tiene los brazos y las piernas!»).
¿Me arriesgaré acaso
a perturbar el universo?
En un minuto hay tiempo
para decisiones y revisiones que en un minuto cambiarán.
Porque ya las conozco, todas las conozco:
conozco las noches, las mañanas, las tardes,
he medido mi vida con cucharillas de café;
conozco las voces que se apagan con una cadencia moribunda
bajo la música que llega de una habitación lejana.
Así que, ¿cómo voy a atreverme?
Y conozco ya los ojos, todos los conozco...
Los ojos que te fijan con una frase hecha,
y reducido a una frase hecha, despatarrado en un alfiler,
bien clavado y retorciéndome en la pared,
entonces ¿cómo voy a empezar
a escupir todas las colillas de mis días y costumbres?
¿Y cómo voy a atreverme?
Y conozco ya los brazos, todos los conozco...
Brazos con pulseras y blancos y desnudos
(¡pero a la luz de la lámpara, con un pelillo rubio!).
¿Será el perfume de un vestido
lo que me hace divagar de esta manera?
Brazos que descansan en la mesa, o envueltos en un chal.
¿Y entonces debería atreverme?
¿Y cómo voy a empezar?
¿Debería decir: he recorrido al atardecer las callejuelas
y he visto el humo que sale de las pipas
de hombres solitarios asomados a las ventanas, en mangas de camisa?...
Preferiría haber sido un par de tenazas afiladas
que se escabullen por el lecho de un mar en silencio.
¡Y la tarde, la noche, duerme tan plácidamente!
Tranquilizada por unos largos dedos,
dormida... cansada... o haciéndose la enferma,
tendida sobre el suelo, aquí junto a ti y junto a mí.
¿Acaso, tras el té y los pasteles y los helados,
tendré la fuerza para precipitar el momento a su crisis?
Pero aunque he llorado y ayunado, llorado y rezado,
aunque he visto cómo traían mi cabeza (ya algo calva) en un plato,
no soy ningún profeta... Y poco importa;
he visto destellar el momento de mi grandeza,
y he visto al eterno Lacayo sujetarme el abrigo, y reírse,
y la verdad, tuve miedo.
Y acaso habría merecido la pena, después de todo,
después de las tazas, la mermelada, el té,
entre la porcelana, entre las habladurías sobre ti y sobre mí,
acaso habría merecido la pena
haberle hincado el diente al asunto con una sonrisa,
haber reducido el universo a una pelota
para hacerla rodar hacia una pregunta abrumadora,
para decir: «Soy Lázaro, volví de entre los muertos,
volví para deciros a todos, os lo diré a todos...».
Si uno, al colocar una almohada junto a su cabeza
dijera: «No es eso lo que quería decir;
No es eso para nada».
¿Y acaso habría merecido la pena, después de todo,
acaso habría merecido la pena,
después de los atardeceres y los patios y las calles regadas,
después de las novelas, las tazas de té, después de las faldas que arrastran por el suelo...
y esto, y tantas otras cosas?
¡Me resulta imposible solo decir lo que pretendo!
Pero como si una linterna mágica proyectara los nervios en una pantalla:
acaso habría merecido la pena
si uno, al colocar una almohada o quitarse un chal
y volverse hacia la ventana, dijera:
«No es eso para nada,
no es eso lo que quería decir para nada».
¡No! No soy el príncipe Hamlet, ni pretendía serlo;
soy solo un simple cortesano, uno que servirá
para engrosar un desfile, empezar una escena o dos,
aconsejar al príncipe; no hay duda, un tonto útil,
respetuoso, feliz de servir para algo,
diplomático, cauto, y meticuloso;
capaz de grandes frases, pero un tanto obtuso;
a veces, sin duda, un tanto ridículo...
Un tanto, a veces, el Bufón.
Me hago viejo... me hago viejo...
Me haré un dobladillo a los bajos del pantalón.
¿Debería peinarme con la raya al medio? ¿Me arriesgo a comer un durazno?
Me pondré pantalones de franela blanca y me iré a pasear por la playa.
He oído cantarse a las sirenas unas a otras.
No creo que canten nunca para mí.
Las he visto nadar sobre las olas mar adentro
peinando el blanco cabello de las olas hacia atrás
cuando el viento encrespa las aguas de blanco y negro.
Demasiado nos demoramos en los aposentos del mar
junto a muchachas marinas adornadas con algas rojas y pardas
hasta que las voces humanas nos despiertan, y nos ahogamos.
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