27 de junio de 2025

Cuídate del hombre cuya caligrafía se tuerce como una caña al viento, de Anne Carson

Cuídate del hombre cuya caligrafía 

se tuerce como una caña al viento

Anne Carson

(Trad. Andrés Catalán) 

 

Este es un ensayo sobre manos y caligrafía. Pienso en la escritura a mano como una manera de organizar el pensamiento en formas. Me gustan las formas. Me gusta organizarlas. Pero debido a cambios neurológicos recientes en mi cerebro, me he dado cuenta de que las formas se me desmoronan. Mi responsabilidad con las formas ya no puedo cumplirla dignamente. Aun así, ofrezco lo siguiente con la esperanza de que no os parezca descuidado ni deprimente.

 

Para no resultar deprimente desde el principio, y porque los comienzos son importantes, empezaré con un poema del poeta romano Catulo, que vivió durante el siglo I a. C. y murió a los treinta años. Él fue el origen de la tradición lírica romana. Este es el fragmento 46, un poema que invoca la llegada de la primavera:

 

¡Ya la primavera se deshiela!
Ya el equinoccio detiene sus furores azules
como páginas.
Te digo, Catulo, deja Troya, deja el suelo ardiendo, ellos lo hicieron.
Mira lo cambiaremos todo, todos los significados,
todas las ciudades claras de Asia tú y yo.
Ahora la mente, ¿no es ella una voraz y previa vagabunda?
Ahora los pies hacen brotar hojas felices de ver a quién sus cebos verdes

atraen.
Oh mi vida, no vuelvas

por el mismo camino, ve por uno nuevo.

 

Es posible que Catulo fuera el poeta favorito de Cy Twombly, un pintor que empleaba mucha caligrafía en sus lienzos. Eso provocaba a los críticos y Roland Barthes escribió un ensayo sobre aquello en La responsabilidad de las formas. En él se pregunta: «¿Cómo trazar una línea que no sea estúpida?». ¿Cómo trazar una línea que no sea estúpida? ¿No es esta una de las grandes preguntas de la humanidad? Ya sea yo yo misma, ya sea yo Hitler, o ya sea yo Wilhelm von Humboldt, es una pregunta de la vida de los humanos.

 

Empecemos con la vida, tu vida. Está ahí ante ti —tal vez una carreta, un lazo, una línea de puntos, un mapa— digamos que tienes 25, luego tomas algunas decisiones, haces cosas, sufres reveses, triunfas, te conviertes en alguien, un conductor de autobús, un profesor, un pirata, pasan los años, tal vez con una familia tal vez no, tal vez feliz tal vez no, luego un día te despiertas y tienes setenta años. Delante de ti ves una puerta negra. Comienzas a notar que la puerta negra está siempre ahí, a un lado, tanto si la miras como si no. La mayoría de los momentos la contienen, la mayoría de momentos tienen una especie de sedimento de la puerta negra en el fondo del vaso. Te preguntas si los demás la ven también. Les preguntas. Dicen que no. Les preguntas por qué. Nadie sabe decírtelo.

 

Hace un minuto tenías 25. Luego seguiste adelante con la vida que querías. Un día viste lo recorrido desde los 25 hasta ahora y ahí está, la puerta, negra, aguardando.

 

Cuando me diagnosticaron Parkinson uno de los síntomas que me resultó particularmente humillante fue que mi caligrafía se desintegró. Antes me encantaba escribir en cuadernos, estanterías llenas de ellos, día tras día, año tras año. Ahora, los trazos verticales se curvan o se quiebran o van hacia cualquier lado, las vocales se reducen a manchas, la inclinación pierde su suave y elegante ángulo, todo me resulta bochornoso. O, como diría Barthes, estúpido. Emborrono párrafos enteros avergonzada.

 

Es difícil describir o explicar la vergüenza por una mala letra.

 

La mala caligrafía es fea. Parece en cierto modo estúpida. Iba a decir que resulta «poco auténtica», pero luego me di cuenta de que es lo contrario. En su mala calidad mi caótica caligrafía parece revelar algo sobre mí que preferiría no mirar. Saca fuera lo que Gerard Manley Hopkins llama el «inscape». «Cuídate del hombre cuya caligrafía se tuerce como una caña al viento», dijo Confucio. La grafología, como estoy segura de que sabrás, es el estudio de la letra a mano como una posible pista para analizar el carácter. Es difícil creer que no sea una buena pista.

 

Si mi letra se inclina hacia la derecha, soy una persona muy influida por mi padre; si siempre dejo las cosas para más tarde, pongo los puntos de las íes hacia la izquierda; si soy Hitler, mi letra es diminuta y pongo los puntos de las íes con una raya. Y he aquí un dato curioso adicional sobre las manos: cuando a una persona paralizada del cuello para abajo se le ofrece algo que le permita escribir con la boca, reproduce el mismo estilo de escritura de antes de la parálisis. Tu letra es tu cerebro y tu cerebro eres tú.

 

Pero el Parkinson interfiere con todo eso. Apaga ciertos genes en las células del cerebro, nadie sabe por qué. Esto provoca niveles reducidos de una sustancia química cerebral llamada dopamina y ritmos eléctricos inusuales. Muchas acciones físicas quedan inhibidas o destrozadas, como cepillarse los dientes o escribir a mano. Pero la desintegración de la escritura es solo una imagen del inicio de un colapso cognitivo cuyos efectos graduales incluirán trastorno, discontinuidad, olvido, huecos y fisuras, ralentizaciones y detenciones. En El cerebro se cambia a sí mismo, el psiquiatra Norman Doidge escribe:

 

Cada célula de nuestro cuerpo contiene todos nuestros genes, pero no todos se activan o se expresan. Cuando un gen se activa, produce una nueva proteína que altera la estructura y la función de la célula. Esto se denomina función de transcripción porque cuando el gen se activa, la información de cómo hacer estas proteínas se «transcribe» o se lee desde el gen individual. 

 

Lo que saco de aquí es que el cerebro tiene su propia manera de escribir a mano, dependiente de cierta proteína. Me imagino a mi pobre cerebro alzando las manos en desesperación al ver que la proteína de la buena letra falta o está hecha un desastre.

 

Cómo trazar una línea que no sea estúpida.

 

Cuando los críticos hablan del «estilo tardío» de Beethoven o Baudelaire, ¿se refieren también a las marcas sobre el papel además de, o como una pista de, lo que ronda en el cerebro? Ingresamos en la zona de los pedazos. Manos dentro de manos. Los vectores metabólicos y los metafóricos se superponen. ¿Resulta confuso? Sí, resulta confuso.

 

«En la historia del arte, las obras tardías son las catástrofes», escribió Theodor Adorno en Ensayos sobre música. Ya que no me gusta considerarme una catástrofe, cambiemos del estilo tardío al estilo temprano. Los sistemas de escritura más antiguos del mundo se desarrollaron de forma independiente en cuatro lugares: Oriente Próximo, Egipto, China y México. Todos comenzaron como sistemas para contar o para llevar la contabilidad: una forma de mantener un registro de los bienes o el dinero. Más tarde (es decir, miles de años después) la preocupación por la vida después de la muerte allanó el camino a la literatura al usar la escritura en las inscripciones funerarias. La muerte y la propiedad, se podría decir, dos de nuestras ansiedades más básicas, parecían poder ser manejadas, o al menos apaciguadas, dejando marcas en una superficie y así inspiraron la primera forma sistemática de hacer marcas.

 

La psicología de un momento particular en esta evolución me interesa, el momento de transición entre el ámbito de las cosas materiales (bienes y dinero) al de las palabras e ideas (poemas sobre la muerte). Volvamos al año 3500 a. C. y al reino de los sumerios (la actual Irak). Aquí la gente llevaba la cuenta de las deudas contando fichas de arcilla y colocándolas en un sobre de arcilla. Para simplificar las cosas, algunos contables empezaron a marcar el exterior del sobre de arcilla para indicar el número de fichas que había dentro. Presumiblemente el número de fichas dentro del sobre coincidiría exactamente con el número de marcas en el exterior. Pero ¿y si no? ¿Podría haber margen para el error o incluso para la duplicidad? En cualquier caso, cuando el exterior no coincide con el interior, las cosas pueden ir, o haber ido, mal. Ese límite no es tan simple.

 

Es posible que esté sobreanalizando este momento imaginario de la escritura temprana. Pero me fascina que introducir una dialéctica entre interior y exterior polarice los atributos de cada uno y pueda deslizarse con tanta facilidad hacia juicios de lo correcto y lo incorrecto, de lo bueno y lo malo.

 

Así que seamos un poco más sutiles en lo que concierne al problema de la mala letra. Parecería haber dos soluciones posibles:

 

1. Perfeccionar el oficio para que la caligrafía no sea mala.

2. Renegar del oficio para que la mala letra no importe.

 

John Keats, en sus manuscritos, sería un ejemplo de la primera manera, la de la perfección. Cuando publicaba un volumen de poemas, Keats copiaba el texto a mano de forma tan regular, tan fluida y confiada que cuesta trabajo creer que tuviera algún momento de duda o de desesperación en algún momento de la composición de los versos. Keats era un romántico, un artista bastante preocupado del yo y la identidad. La pura belleza de sus copias a limpio parece una revelación, si no una celebración, de lo que él considera su mejor yo.

 

Al otro extremo del espectro tenemos a Twombly. Nacido en Lexington, Virginia, en 1928, su concepción modernista del yo y la identidad era bastante diferente de la de Keats. Amaba los libros y su inspiración era a menudo literaria; en sus pinturas aparecen palabras escritas a mano, inscritas de tal modo que evitan ofrecer cualquier pista sobre sí mismo, su carácter o su situación íntima. Garabateadas, abocetadas, torpes, ociosas, poco agraciadas; la mano no es la de nadie, o es la de todos, o es mítica, o es simplemente una mancha dejada por algo que estaba escrito allí antes. Solía pensar que uno no puede escapar de sí mismo con su propia mano, y sin embargo Twombly lo hace. En su ensayo, Barthes describe la escritura a mano de Twombly como «a la deriva entre el deseo y la amabilidad», o (citando al Tao Te Ching) la mano de «un hombre que actúa sin expectativas».

 

Cómo trazar una línea que no sea estúpida.

 

Como otros artistas de la era moderna Twombly parece haber estado decidido a dejar atrás al yo, a evadir el ego y sus marcas, a proponer el vacío como algo más interesante que la presencia. Twombly era uno de los mejores amigos de John Cage, el compositor de 4’33” y otras obras que vacían el ego. Como dijo Cage, «hay que hacer algo para liberarnos de nuestros recuerdos y elecciones». Lo que hizo Cage fue introducir operaciones azarosas en su obra. Lo que hizo Twombly fue encontrar su camino hacia una escritura a mano en la que no hay persona alguna. Los críticos a veces se refieren a las líneas de Twombly como «tipo grafiti»; no creo que a Twombly le gustara oír eso. El grafiti suele ser feo y, por lo general, a cierto nivel, activista. Su carácter es el del «sublime egotista», como dijo Keats de Wordsworth. Una vez le pregunté a la artista Tacita Dean sobre la actitud de Twombly al respecto. Llegó a conocerlo muy bien mientras hacía una película de 16 mm sobre él. «En el caso de Cy», dijo ella,

 

siempre creí que se trataba del encuentro, y que era un poco como un médium con una ouija. Cuando está metido en el momento, no puede ser interrumpido (ni siquiera por sí mismo), o se rompe la conexión. Cuando está metido en el momento, el encuentro se convierte en la pintura, y nada más importa.

 

Este «momento» es uno que Barthes localiza dentro de la escritura a mano de Twombly. Barthes comenta sobre la ligereza de la línea de Twombly, su impulso para «conectar en un solo estado lo que aparece y lo que desaparece; [no] para separar la exaltación de la vida y el miedo a la muerte [sino] para producir un solo efecto: ni Eros ni Thanatos, sino Vida-Muerte, en una sola idea, un solo gesto». Y he aquí un hecho interesante adicional sobre la exaltación: cuando un cuadro de Twombly titulado Sin título (Di adiós Catulo a las costas de Asia Menor) fue expuesto en Houston hace unos años, un guardia de seguridad se encontró con una francesa completamente desnuda delante del cuadro. «El cuadro me hace querer correr desnuda», escribió en el libro de visitas. Twombly estaba encantado. «¡Nadie puede superar eso!», le dijo al New York Times.

 

Espabilémonos con un homónimo al azar y otro breve interludio poético. Tenía un amigo en México, un compositor llamado Guillermo, que quería componer una sinfonía entera mediante los sonidos de gente suspirando:

 

¿Oyes suspirar?

            ¿Despiertas en medio de un suspiro?

                        La radio suspira en AM,

                                   en FM.

                                   Suspiros de onda corta chisporrotean desde el Atlántico.

                        Suspiros calientes se evaporan en el amanecer.

            Personas que se besan se detienen a suspirar, luego vuelven a besarse.

Los médicos suspiran en las heridas y el torrente sanguíneo cambia para siempre.

            Las flores suspiran y dos abejas del mediodía vuelan hacia atrás.

                        ¿Es duda?

                                   ¿Es desilusión?

                                               El mundo no me debía nada.

                                               Las hojas entran suspirando por la puerta.

                        Trozos de muchacha suspiran como hombres.

            Las falsificaciones suspiran dos veces.

Balthus suspira y miente al respecto, diciendo que fue el suspiro de Byron.

            Un suspiro puede llegar demasiado tarde.

                        ¿Es mejor que gritar?

                                   Dame todos tus suspiros por cuatro o cinco dólares.

                                               Un suspiro no pesa,

                                               y aun así puede interrumpir la transmisión.

                                   ¿Puedes abstenerte?

                        ¿Qué es ese silencio que asciende dentro de cada suspiro?

            Cazamos juntos el suspiro y yo,

un deporte de reyes.

            Querer detenerse está fuera de nuestro alcance.

Cuantos más suspiros brillan, más problemas tengo —una especie de cosa plateada—

                        ¿pensaste que era el mar?

 

¿Un temblor, qué es? Una sacudida incontrolable de una extremidad, identificada por el cirujano y farmacéutico inglés James Parkinson en 1817 como uno de los primeros síntomas perceptibles en personas que sufrían de lo que él llamó la «parálisis agitante». Antes de eso, encontramos menciones de una enfermedad temblorosa en un tratado ayurvédico del siglo X a. C. en la India; y Galeno, el médico griego de la antigüedad, observó una dolencia a la que llamó σκελοτύρβη, que con mucho encanto podría traducirse como «jolgorio de los miembros». Pero no sería hasta el siglo XX cuando los neurólogos comenzaron a pensar que ese jolgorio podía apaciguarse mediante la acción física y mental. Es decir, a través de ejercicio físico enfocado con una atención mental deliberada e intensa.

 

Si el cerebro es plástico, como ahora pensamos, se puede cambiar. Ciertas actividades pueden reconfigurarlo, generando nuevas neuronas para reemplazar las perdidas o excitando aquellas que han quedado inactivas o ralentizadas. Se recomienda el boxeo. Su combinación de esfuerzo cardiovascular exigente y concentración mental deliberada ha demostrado reducir los síntomas y ralentizar el avance de la enfermedad. Cuerpo y cerebro trabajan juntos.

 

¿Alguna vez te has preguntado cómo es por dentro el cerebro? ¿Es un taller ruidoso o un laboratorio silencioso? ¿A qué suena un sonido allí dentro? Yo me lo imagino como una gran sala de juntas, con directores ejecutivos sentados por todas partes, mirando sus teléfonos y enviándose mensajes de texto unos a otros. Y lo más inquietante es esto: se supone que todos están ahí en total oscuridad. ¿No estaría oscuro dentro del cerebro? ¿De dónde vendría la luz? ¿Y quién la vería?

 

En todo caso, volviendo al temblor: me cepillo los dientes con el brazo y la mano derecha, donde tengo un temblor; por lo tanto, el cepillo se mueve hacia arriba y hacia abajo a un ritmo desenfrenado, chocando con labios y encías. Este jolgorio del cepillo de dientes lo produce la electricidad que fluye a lo largo de una vía nerviosa. Pero una vía nerviosa tiene un plano de acción. Si me concentro y cambio el plano —moviendo el brazo hacia arriba o hacia abajo en un ángulo disparatado— puedo interrumpir el flujo y calmar el temblor. O si aprieto con fuerza el mango del cepillo, puedo dominar el temblor mediante la intensidad del enfoque. La concentración es clave. Tengo que pensar con el movimiento. En mi comprensión brutal del asunto, pensar crea (¿mueve?) neuronas.

 

Un hombre llamado John D. Pepper hizo un descubrimiento similar al lidiar con sus problemas caminando. Pepper, que murió el año pasado, es algo así como un héroe, o al menos un innovador importante dentro de la comunidad de personas con Parkinson. Abordó sus problemas para caminar caminando: quince millas por semana en tres sesiones de cinco millas cada una, a un ritmo de cuatro millas por hora. Cuatro millas por hora es un ritmo más rápido del que normalmente yo quiero caminar. Es una lucha. Tengo que prestar atención al movimiento. Así que, mientras que tú realizarías una acción compleja como caminar o cepillarte los dientes automáticamente, porque los directores ejecutivos sentados en la sala de juntas de tu cerebro se envían memorandos entre ellos aclarando qué debe hacer cada uno y cuándo se supone que debe hacerlo, yo tengo que detenerme, pensar y aplicar un control consciente.

 

Es lo opuesto al estado exaltado de Twombly sentado ante su pintura. Al aplicar la técnica del movimiento consciente, Pepper fue capaz de dominar su temblor y otros síntomas. Le diagnosticaron Parkinson a los treinta y vivió hasta los noventa. El de Pepper no es un descubrimiento completamente nuevo. Parkinson anotó en sus notas clínicas de 1817 que el paciente al que llama Caso VI era capaz de interrumpir su interminable temblor durante unos minutos gracias a un movimiento súbito, breve y deliberado.

 

Filosóficamente, hay algo digno de atención aquí, relacionado con la atención misma. Cuando sacamos una acción del hábito y la llevamos a la conciencia, despertamos una nueva percepción de ella. El interior y el exterior cambian de lugar. El tiempo se desplaza. La enfermedad de Parkinson es siempre ahora. O tal vez podríamos decir que la enfermedad nos recuerda que la vida es ahora. En este punto de mi razonamiento, me topo con la frase de Gertrude Stein de 1913: «Una rosa es una rosa es una rosa es una rosa», sobre la cual ella misma hizo el siguiente comentario:

 

Ahora habéis visto cientos de poemas sobre rosas y sabéis perfecta e íntimamente que la rosa no está ahí… Creo que en ese verso la rosa es roja por primera vez en cien años en la poesía inglesa.

 

Voy a clase de boxeo tres veces a la semana. Todos tienen Parkinson, con diversos grados de deterioro. En un momento determinado de cada clase (después de hacer calentamiento, entrenamiento de fuerza y ejercicios de pies), el entrenador grita: «¡A ponerse los guantes!». Corremos hacia las taquillas a buscar nuestros guantes de boxeo, luego nos situamos frente a un saco pesado y empezamos a dar puñetazos. Hay seis golpes básicos en el boxeo. Cada uno tiene un número:

 

    1. Corto

    2. Cruzado

    3. Gancho con la mano en posición delantera

    4. Gancho con la mano en posición trasera

    5. Uppercut con la mano en posición delantera

   .6. Uppercut con la mano en posición trasera

 

La parte central de la clase consiste en golpear el saco pesado siguiendo una combinación de números que el entrenador va indicando. Cada uno reproduce los golpes que corresponden a esos números. Es una cosa bastante rápida. Me doy cuenta que cuando trato de ejecutar una combinación complicada de boxeo soy capaz de sentir cómo las neuronas de mi cerebro luchan y se esfuerzan. Sé que parece una locura. Pero, como vimos antes, el límite entre dentro y fuera no es tan simple.

 

Cuanto más sé sobre la enfermedad de Parkinson, más la veo como el esfuerzo de mantenerse en pie contra una corriente que nunca deja de tirar. Los libros me dicen que debo prestar atención consciente y continua a acciones como caminar, escribir, cepillarme los dientes, si lo que quiero es inhibir o retrasar el fallo de las neuronas en el cerebro. Es difícil vivir con ese constante esfuerzo. Es difícil vivir con la palabra «degenerativa», que significa que, por mucho que me esfuerce, no ganaré.

 

Por supuesto, todos nos esforzamos toda la vida. Y ninguno de nosotros ganará a la muerte. Pero hay una diferencia entre esforzarse para (digamos) aprender griego antiguo o pasar el aspirador, y esforzarse para prestar una atención microscópica a cada instante de un acto físico. Estudiando su propia forma de caminar, Pepper la descompuso en nueve segmentos de acción y seis focos de atención para cada paso que da. El hombre era apasionado.

 

Antes de dejar el tema del esfuerzo, una última observación sobre la clase de boxeo. Ponerte tu primer guante es fácil; ponerse el segundo no tanto. Mientras tanto, el entrenador grita: «¡No uses los dientes!». Lo normal es buscar a alguien en el gimnasio y que te ayude a ponerte el segundo guante. Como soy una persona de clásicas, me parece que toda esta situación —donde un ser humano está ante otro, levantando las manos para pedir ayuda— tiene la misma estructura que el antiguo gesto ritual llamado «súplica», como cuando Príamo va a la tienda de Aquiles al final de la Ilíada y suplica por el cuerpo de su hijo. Y, en mi clase de boxeo, me doy cuenta de que es casi imposible, cuando alguien más te pone un guante, evocar o preocuparse por la puerta negra.

 

Escribir este ensayo en un cuaderno con lápiz ha sido un ejercicio aleccionador. La letra es parcialmente legible. No logro ninguna liberación tipo John Cage de las cadenas de mi yo con este garabato. La mano parece, en realidad, demasiado mía.

 

Hablando de autenticidad, aquí hay un dato final adicional interesante: en los años 50, Twombly estuvo en el ejército y fue asignado a la división de criptografía, donde pasó un par de años descifrando las estúpidas líneas que otros escribían en papel. Ten cuidado con cómo lees ese sobre de arcilla.

 

Pero, en realidad, ¿qué importancia tiene la letra a mano? Casi todos a quienes mencioné mis preocupaciones por la mala letra dijeron algo como: «Oh, siempre he tenido una letra horrible, nadie en mi familia es capaz de leerla y con el tiempo va a peor; ahora hago todo en el ordenador». A menudo, cuando la gente lo dice, lo hace con un tono un poco avergonzado. Quise tener otra perspectiva sobre esta vergüenza, así que decidí preguntarle a algunos compositores sobre la diferencia entre hacer una partitura a mano y usar un programa de ordenador.

 

En primer lugar, el compositor estadounidense David Lang, que dijo que empezó a escribir partituras al ordenador a principios de los 90, pero que siempre se preguntó si esto podría haber influido en sus composiciones, ya que a menudo usa muchas matemáticas, gráficos y diagramas de proporciones, que son mucho más fáciles de hacer en el ordenador. Así que en 2003 decidió ver cómo sería volver a las viejas formas. Escribió una pieza llamada «esto fue escrito a mano» usando solo lápiz y papel. Lo cito aquí:

 

Traté de hacerla tan complicada y estructurada como la otra música que estaba escribiendo en aquel momento, pero descubrí que ya no tenía la misma paciencia... así que la pieza terminó siendo mucho más simple. Luego se me ocurrió que la pieza solo debería publicarse en un facsímil de mi partitura en papel, pero cuando intenté copiar la música lo bastante en limpio como para publicarla, a mano, seguía cometiendo errores y se volvió ilegible, así que terminé copiándola en el ordenador y publiqué esa versión.

 

Después de Lang, acudí a la compositora islandesa María Huld Markan Sigfúsdóttir, que tenía una visión muy diferente:

 

Es un poco difícil de describir, pero siento que estoy más en contacto con la música, casi como si escribir a mano fuera lo mismo que tocar. O que la música es más real, no tan genérica como a veces parece cuando se escribe en el ordenador. Siento que cada nota tiene una «personalidad» individual cuando está escrita a mano, y esto puede exagerarse con diferentes énfasis en el tamaño, la forma o el espacio de cada nota o pasaje.

 

Después de mostrarme algunas de sus partituras manuscritas, María añadió una tercera perspectiva al respecto diciendo que antes de poner cualquier nota en papel hace un dibujo que no tiene ni notas ni palabras, solo formas y colores que indican sus ideas para la obra. Parecía tímida al mencionar esos bocetos; quizás todos estamos incómodos con nuestros yoes pre-verbales.

 

Sea como sea, nadie pareció interpretar la situación como una crisis del yo o una prueba de carácter como en mi caso. Para esa convicción tuve que volver a Confucio, además de a la inagotable pregunta de Barthes: ¿cómo trazar una línea que no sea estúpida?

 

A estas alturas sentí que había agotado la estética y recurrí a la ciencia, donde hay un conjunto sustancial de pruebas que demuestran que la escritura a mano estimula conexiones cerebrales diferentes y más complejas que cuando se pulsa un teclado, conexiones esenciales para codificar nueva información y formar recuerdos. Los precisos movimientos controlados de la escritura a mano generan patrones en el cerebro que fomentan el aprendizaje. El cerebro se abre, profundiza y se enriquece. Hay en ello (hablando subjetivamente) una euforia y una sensación de regreso a casa.

 

Regresar a casa nos lleva al final. Acabemos con otro poco de Catulo. Esta es una traducción aproximada de un fragmento recién descubierto y por tanto desconocido. Parece adoptar la forma de una entrevista entre el poeta romano y el doctor Pepper:

 

John D. Pepper: Muerte.

Catulo: La muerte me hizo crecer.

John D. Pepper (a partir de ahora Pepper): Amor.

Catulo: El amor me hizo aguantar.

Pepper: Enfermedad.

Catulo: La enfermedad no descansa.

Pepper: Pasión.

Catulo: La pasión me desconcertó.

Pepper: Nabos.

Catulo: Los nabos saben a violetas.

Pepper: Violetas.

Catulo: Las violetas huelen a nabos.

Pepper: Dioses.

Catulo: Los dioses me hacen callar.

Pepper: Burócratas.

Catulo: Los burócratas me ponen melancólico.

Pepper: Lágrimas.

Catulo: Las lágrimas son mis hermanas.

Pepper: Risa.

Catulo: Ojalá tuviera una risa espléndida.

Pepper: Guerra.

Catulo: Ah, la guerra.

Pepper: Humanidad.

Catulo: La humanidad es cristal.

Pepper: Rosas.

Catulo: Odio las rosas.

Pepper: La línea.

Catulo: Una línea es solo un señuelo.

Pepper: Por qué no tomar el camino más corto a casa.

Catulo: No había un camino más corto a casa.

 

Original, aquí: 

https://www.lrb.co.uk/the-paper/v47/n04/anne-carson/beware-the-man-whose-handwriting-sways-like-a-reed-in-the-wind 

 


 



 

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