Son el lugar donde empieza toda sublimación.
Destruyeron el prado más alto en Squaw Valley,
donde los caballos del establo, dos alazanes, uno blanco,
pacían entre la niebla y el aroma de la hierba húmeda de las mañanas de verano
y donde la luna al salir proyectaba la sombra del búho sobre los topillos y los ratones
agazapados en el olor a salvia que junto al calor del día
la tierra devolvía en la oscuridad al aire de la noche.
Y después de que los carpinteros empezaran a aporrear clavos
y los electricistas y los fontaneros se pasaran a acordar los detalles
con el contratista general, alguien levantó la señal verde
con margaritas alpinas dibujadas en la que pone Praderas de Squaw Valley.
Habían arrancado los profundamente arraigados matojos de hierba
y la tierra húmeda con olor a alcalí había sido arrojada a un lado
o transportada en camión a algún sitio apartado, y vertieron hormigón
y tendieron una carretera: agradable aroma del alquitrán bajo el sol de primavera...
***
«Quería escapar de su propia cabeza», dijo ella,
«así que le dije que escribiera sobre los pezones de su madre».
***
La canción del cosmopolita sobre este tema:
Alors! les pezones de ma mère!
La canción del romántico
¿Qué podría ser más bello
que les pezones de ma mère?
La canción del utópico
Compartiré libremente
les pezones de ma mère.
La canción del filósofo
Aquí era siempre allí
con les pezones de ma mère
La canción del capitalista
Cincuenta céntimos la participación
La canción del santo
Levanta tus ojos en oración
La canción del misántropo
Apenas lo puedo soportar
La canción del melancólico
Nunca estuvieron allí,
les pezones de ma mère.
No están en ningún lado.
La canción del indigenista
Y así el muchacho al que llamaban Ama Las Tetas De Su Madre
se marchó a las montañas y ayunó durante tres días.
Al cuarto vio un halcón colirrojo con las alas rotas,
al quinto una cierva ensangrentada en un barranco, las entrañas
salpicando las rocas, un ojo fijo en él
por encima del cuello retorcido. Al sexto día se sentía mareado
y le dolía el estómago. Al séptimo se hizo tres cortes profundos
en la palma de la mano. Se adentró en el dolor al mediodía
y un águila acudió gritando tres veces como el lloriqueo
que la cierva hace al plantar los cascos en el blando mantillo para la cópula
y se fue a casa y le llamaron Águila Tres Veces después de aquello.
La canción del regionalista
Los Pechos.
Tierra ondulada de robles entre los pinares de la Sierra
y el valle cociéndose a fuego lento.
***
Rosas, por supuesto, suaves; los de una chica:
vestía ropa de tenis de gasa blanca
del estilo que puso de moda Helen Wills.
Elegantes trajes de baño deportivos.
Una persona pequeña, un cuerpo compacto. En las fotografías
está en la playa, de pie, muy estirada,
las manos en las caderas, sonriendo,
los ojos desesperados incluso entonces.
***
Las madres en la década de 1940 no daban de mamar.
Nunca la vi desnuda. ¡Oh! sí que lo hice,
una vez, pero no lo recuerdo. Recuerdo
no querer hacerlo.
***
Dos recuerdos. Mi madre había estado bebiendo durante varios días, y pensé que la cena se cancelaría, de modo que no iba a lograr ver El Llanero Solitario en la televisión de mi tío y mi tía. Pero sí que cenamos y mi tía con su voz de pito puso el tono de estirada que ponía en presencia de mi madre. Había puesto caramelos de los duros en pequeños platos de vidrio tallado como hacía siempre, y nos comimos la cena, en la cual a los adultos se les sirvió agua, y nadie habló aparte de mi tío que nos tomó el pelo con su acento inglés. Un hombre alto. Solía darme palmaditas demasiado fuertes en la cabeza y decir, «Robert de Sicilia, hermano del Papa Urbano». Y tras la cena cuando encendimos la televisión en la inmaculada sala de estar y Silver corría a través de la pantalla nevada, su melena sacudida por la velocidad, sonó el timbre de la puerta. Eran dos hombres con batas blancas y mi madre salió disparada de la mesa hacia la cocina y a través de la puerta de atrás. Los hombres fueron tras ella. Las negras escaleras conducían a una especie de patio entre las casas, y cuando entré en la cocina pude oírla gritar, «¡No! ¡no!», el sonido botando y rebotando entre las casas.
Algunos años después. Tengo quizá diez o tal vez once. Visitamos a mi madre en los terrenos parecidos a un parque del Hospital del Estado en el Valle de Napa. Es otra vez domingo. Pastos verdes, el fuerte aroma dulzón de las celindas. Muchos de los pacientes pasean, solos o con sus familias, por los caminos. Un hombre parecía estar dándole un discurso a un árbol. Le había preguntado a mi abuela por qué, si mi madre tenía un problema con la bebida, esa es la expresión que me habían enseñado a usar, por qué estaba encerrada con los locos. Era una pregunta que podría haberle hecho a mi padre, pero sabía que no podía confiar en su respuesta. Mi abuela contestó, con fuerza, tenía pequeños rizos pelirrojos que le caían por la frente, iba vestida con mucho estilo, eso mejor pregúntaselo a tu padre. Luego se lo pensó mejor, y añadió, tienen un programa de tratamiento, querido, quizá sirva de algo. Probé a pronunciar esa expresión, programa de tratamiento. Mi madre estaba sentada en un banco. Tenía un aspecto inmensamente triste, parecía como si hubiera menguado. Tenía el pelo recogido a un lado y sujeto por una boina blanca, como Teresa Wright en las películas. Al principio mi hermano y yo simplemente nos sentamos a su lado en el banco y lloramos. Mi padre sostenía la mano de mi hermana. Mi abuela y mi abuelo permanecían de pie a un lado, como un grupo aparte, y nos miraban. Después, mientras ellos hablaban, me dediqué a estudiar a una mujer de mediana edad sentada en el banco de al lado que hablaba consigo misma en un idioma extranjero. Llevaba un vestido estampado de flores y hablaba casi en susurros pero con pasión, mirando alrededor de tiempo en tiempo, pequeñas rápidas y furtivas ojeadas llenas de resentimiento. Era tan descuidada consigo misma que pude verle un pecho, el pezón marrón, cuando se inclinó hacia delante. No quería mirar, y miré, y miré a otro lado.
***
Calurosa mañana en la Sierra.
Brenda trabaja en otra habitación.
Estruendo de maquinaria pesada en la pradera,
chillidos de pájaros, un arrendajo de Steller, y después
el penetrante silbido de tres notas de un petirrojo.
Es tiempo de apareamiento. Si no, estarían en silencio.
Materne-ando. O Materno-cantando.
Materno-cantando-cantando-cantando.
***
Solíamos reírnos, mi hermano y yo en la universidad,
del pastel de chocolate. Reírnos hasta que nos saltaban las lágrimas.
Durante el colegio, siempre que iba a empezar a beber,
entraba en pánico y nos compensaba haciendo pastel de chocolate.
Y, por supuesto, cuando llegábamos a casa, olíamos el olor fuerte y dulzón
de la absoluta oscuridad del chocolate,
y nos entraban demasiadas nauseas para poder comerlo.
***
Los primeros pechos de chica que vi
fueron los de la hija del vendedor de Chevrolets, Linda Wren.
Blancos a la luz de la luna. Pequeñas protuberancias rosas.
Todavía puedo oír el lento sonido del oleaje
de mi aliento al respirar. Creo que casi me desmayé.
***
Gemelas fuentes de misericordia, solían decir de los pechos de la Virgen
en la vieja liturgia que los sacerdotes irlandeses
nunca lograron dominar del todo, al ser esta una forma de alusión corporal,
manantiales de gracia, inundaciones
de amorosa bondad. Si no recuerdo mal,
existen poemas barrocos con este mismo espíritu
en los que cada una de las heridas de Cristo es un pezón.
Bebe y vive: esta es la sangre del hijo.
***
Higos secos, rosas escarchadas.
Qué va a decir uno de los pezones de las ancianas
que van, después de todo, a encontrar el tema
indecoroso.
Ayer corrí a lo largo de la linde del prado bajo el calor
de la tarde. Qué cantidad de flores silvestres
enredadas entre las hierbas. Tantas hierbas
—hierbarroja, chepica, heno timoteo, pequeños cedacillos,
cola de perro, rompesacos—, las semillas brillantes en los tallos
como apretados galones verdes y morado verduzcos
pero aflojándose poco a poco.
Me dije a mí mismo:
algunas cosas no florecen en esta vida.
Dije: lo que hemos perdido es una historia
y lo que nunca hemos tenido
una canción.
Cuando mi padre murió me entró curiosidad por ver hasta qué punto se iba a sentir ella aliviada y perdida. Durante cada uno de sus últimos días se mantuvo junto a su cama hablando a cualquiera de los hijos que estuviera presente acerca de la comida de la cafetería o del estado natal de las enfermeras —«Es de Portland, ¿no te parece interesante? Tu tía Nell vivió en Portland cuando Owen trabajaba para las pesquerías»— y se volvía ocasionalmente hacia mi padre, que estaba medio inconsciente, los ojos nublados por la morfina, y le decía, en una especie de balbuceo: «Está bien, querido. Está bien». Y tras su muerte estaba aturdida, y claramente ni ella misma sabía si se sentía aliviada o perdida, y a mí me daba pena que no tuviera vicios ni por tanto maneras de conocerse a sí misma. Estaba esperando a que nos fuéramos para poder empezar a beber. Solo una vez se mostró repentinamente despierta. Cuando el joven de la funeraria vino y explicó que mi madre iba a necesitar una copia de su certificado de matrimonio para hacer algo relacionado con el seguro y las pensiones, se mostró brevemente viva, ansiosa, y me di cuenta de que, aunque raramente contaba la verdad, disimulaba muy mal. Sus ojos eran los de una jovencita. Qué pasaría, preguntó, si no pudiera encontrar el certificado de matrimonio; parecía solamente un detalle, debía de haber casos. Me daba cuenta de que estaba tanteando vías de escape, y yo pensaba ¿ahora qué? ¿Es que nunca se casaron? Le dije que no se preocupara. Yo lo encontraría. Lo pensó y dijo que estaba bien. Me di cuenta de que había tomado una decisión, y después se tornó indefinida de nuevo.
Así que, de vuelta en California, volví con bastante interés sobre los pasos del viaje desde San Francisco a Santa Rosa que mis padres hicieron en 1939, cuando de acuerdo a la historia de mi madre —la primera versión que le había oído— ella y mi padre se fugaron. La Oficina de Registros del Condado de Sonoma estaba en un edificio de hormigón rosa con jardines de adelfas de color rosa reptiliano que florecían aún bajo el calor del veranillo de San Miguel. Habría estado lloviendo cuando mis padres recorrieron aquella carretera en un viejo (imaginaba) Packard descapotable color crema del que había visto una foto. Le pregunté a la mujer del mostrador por el certificado de matrimonio de febrero de 1939. Me pregunté cuál iba a ser la sorpresa, y fue una pequeña. No hay problema, dijo Mrs. Minh. Pero tenía usted mal la fecha, así que me ha llevado un rato encontrarlo. Era octubre, no febrero. Mientras conducía de vuelta a San Francisco tuve tiempo de repasar los datos. Mi hermano nació en diciembre del 39. Difícil de vislumbrar que significara algo aparte de que mi padre había tratado con todas sus fuerzas de evitar su destino. Me dio mucha lástima. Que pensaran que mereciera la pena guardar el secreto. O, más bien, que su vida juntos hubiera empezado con una negociación demasiado dolorosa para ser mencionada de nuevo. Que mi madre hubiera, con cierta fatalidad, permitido que yo recogiera el certificado, para que su primogénito no pudiera saber las circunstancias de su concepción. Me dio lástima la vergüenza de mi madre, el pánico de mi padre. Terminó de rematar el borroso deseo de que hubiera habido una primera época romántica o estable en sus vidas, un florecimiento, breve como el verano en el norte quizá, pero un florecimiento.
Lo que nunca hemos tenido es una canción
y lo que realmente hemos tenido es una canción.
Dulce olor del heno timoteo en la pradera.
Las nubes se acumulan al este sobre el risco en un cielo
tan azul como los lagos de montaña,
así que hay lugares despejados en este mundo en lo más alto
y en lo más profundo
y entre medias varios florecimientos,
las múltiples formas de las semillas de muchas cosas
que tratan de encontrar su camino hacia la flor o no,
que el viento esparce.
Existen todas las clases de vacío y de plenitud
que cantan y no cantan.
Dije: tú eres su canto.
Volví a casa del colegio y se había ido. No sé qué instinto me condujo al parque. Supongo que era el único sitio que se me ocurría en el que podría esconderse alguien: se había desmayado bajo un naranjo, hecha un ovillo. Su cara, colorada, los párpados hinchados, estaba hecha una ruina. Aunque necesitaba urgentemente saber qué es lo que le pasaba apenas soportaba mirarla. Como no logré despertarla decidí sentarme con ella hasta que lo hiciera por si sola. Yo debía de tener unos diez años: supongo que quise que pareciéramos un hijo y una madre que han estado de picnic, una madre que se ha quedado adormilada bajo la suave luz y el aroma de las flores del naranjo y un niño que está sentado junto a ella soñando despierto, sin pensar en nada en particular.
No eres su canto, aunque ella es lo que está
roto en una canción.
Ella es sus silencios.
Puede que sea sus silencios.
Un halcón que planea en el cielo azul,
el gris de los riscos de granito,
cedros de incienso, pinos.
He tratado de pensar en algún lugar del mundo que ella amara.
Recuerdo que solamente habló alegremente alguna vez
del instituto.
(Traducción, Andrés Catalán)
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