15 de febrero de 2015

De Philip Levine (1928-2015)


Me despertó la noticia de la muerte de Philip Levine. Difícil decir algo medianamente coherente sobre alguien cuyos libros han llenado mis dos últimos años (es el único autor de mis tres estantes de poesía norteamericana del que tengo todos sus libros, más de diez) y que siempre fue tan simpático respondiendo a mis emails a cuenta del proyecto de reunir los poemas que escribió sobre España. No fueron muchos emails pero entre sus correos y las muchas veces que leí sus poemas o su biografía tengo la sensación de haber perdido un buen amigo

He traducido esta mañana este poema. Valga como despedida.

***

ÚLTIMAS PALABRAS


Y si el zapato se cayera del otro pie
¿quién lo oiría? ¿Si la puerta
se abriera a la pura oscuridad
y no fuera un sueño? ¿Si tu vida
acabara de la forma en que acaba un libro
con media página en blanco y los supervivientes
adentrándose en África o la locura?
¿Y si mi vida acabara al acabar la primavera
de 1964 mientras camino a solas
bajando la carretera de la montaña?
Canto para mí una vieja canción. Estudio
la forma en que la nieve resiste, gris
y empapada, bajo la sombra de los abetos.
Me pregunto si la bicicleta estará a salvo escondida
solo un poco más allá del camino. Hacia arriba
la carretera, negra y sinuosa, se pierde
de vista, allí donde se encuentra el valle en el que
viví la mitad de mi vida, fantasmal
y tranquilo. Doy gracias con un suspiro,
y después siento un extraño dolor surgirme
de la parte de atrás de la cabeza,
y se me oscurecen los ojos. Me doblo hacia delante
y apoyo las palmas sobre algo áspero,
el negro asfalto o un campo de rastrojos,
y el movimiento es el del penitente
justo antes de que se levante del todo
con el conocimiento de su enormidad.
Durante ese momento que sobrevivirá
la quema de todas las pequeñas bolsas
de grasa y aceite que son el alma,
yo soy el alma que alcanza hasta
la última falange de mis dedos
y más allá, brillando como diez cirios
en la cripta de la noche para cualquiera
que pueda ver, incluso aunque sean
las 12:40 de la mañana y yo
haya pasado de la oscuridad a un sol
tan feroz que el sudor me chorrea
por los ojos. No me levanto.
Un viento o un animal perdido o un grupo
de niños me arrastra hasta un lado
de la carretera y me da la vuelta
para que mis ojos abiertos se inunden de cielo.
Mis ropas se escabullen carretera
abajo sin mí, inflándose
en múltiples formas, enloquecidas
con la liberación. Mis monedas, anillos,
las llaves de la casa se hicieron añicos
como un trozo de hielo y cayeron entre
las espinas y hierbas de la montaña, como puntos
brillantes que te hacen pensar que hay magia
en todo lo que ves. No, no puede
ser, te dices, pues alguien te está hablando
con calma con una voz que reconoces.
Alguien con vida y confiado ha escrito
cada una de estas palabras exactamente
como las quería en la página.
Has vivido a lo largo de años
de rechazo, de libelo público, de muerte
cayendo como nieve en cualquier cabeza
que eligiera. No eres un niño.
Conoces la verdad. Estoy
aquí, como siempre estuve, leal
a una necesidad de hablar incluso cuando todo
lo que oyes es una leve corriente de aire
que te cosquillea en la oreja. Tal vez.
¿Pero y si ese montón seco
de hojas y tierra no fuera tierra
y hojas sino las gastadas obleas
de un deseo de ser humano? Detén el coche,
apaga el motor, y quédate
en el silencio que envuelve tu vida. Observa
cómo la hierba refleja el fuego, cómo
un viento remonta la colina
con paso seguro hacia ti hasta que te entra
en los oídos como una respiración que va
y viene, liberada de sus ataduras
a la sangre o el habla y que nada desmiente.

(Philip Levine, Sweet Will, 1985)
(De la traducción, Andrés Catalán)