10 de septiembre de 2012

Simic: poetas y dinero



LOS POETAS Y EL DINERO
Charles Simic

"Si la gente solo leyera poesía, la cual no puedes impedir que sea producida por los poetas incluso cuando no les pagas nada, entonces la ley del copyright desaparecería en un tris".
TIM PARKS

¡Estupendo! Me dije tras leer esto. El mundo se va a la mierda, pero nosotros los poetas tenemos algo que esperar. Nunca nos hicimos ricos en el pasado y no veremos un céntimo en el futuro. A pesar de las leyes de copyright, la mayoría de nuestros poemas está disponible gratuitamente para millones de personas en Internet y, en esta época de atenciones breves, la poesía podría acabar siendo la única literatura que la gente lea. Cuando no queden librerías y las bibliotecas hayan sido clausuradas, los enamorados que necesiten un estímulo amoroso adicional tendrán que alcanzar sus iPhones y encontrar un poema adecuado para la ocasión y leérselo el uno al otro. La fuerza de la poesía procede de tales usos prácticos. Todo el mundo ha oído lecturas de poemas en bodas y funerales, pero sospecho que nadie ha intentado jamás utilizar un capítulo de una novela o un cuento en esa clase de reuniones. Con razón los escritores y los intelectuales en líneas generales desdeñan tanto la poesía. Los poetas trabajan a cambio de nada, dice Tim Parks. En otras palabras, producen poemas de la misma manera que una fábrica ilegal en el tercer mundo produce juguetitos baratos.

Aún más exasperante: la mayoría de poemas son breves. Da la impresión de que llevó absolutamente nada de tiempo el escribirlos. Como mucho diez minutos. Escribir una novela de seiscientas páginas lleva años. Acudes a tu escritorio y trabajas cada día de la misma manera que un minero acude a la mina y te sientes igual de exhausto después. Por supuesto, esa clase de trabajo debe ser ampliamente recompensada. Un poeta se asoma por  la ventana a mirar caer la lluvia, o contempla el mechón de pelo de su antigua amada, garabatea algo en un pedacito de papel y da por concluido el día. Lo más escandaloso de la poesía es que los poemas compuestos de una manera tan displicente acaban en antologías que nuestros hijos deben estudiar en el colegio. No solo eso, sino que quizá acaben enamorándose de ellos, los memoricen, e intenten imitar alguno. "¡La poesía ha muerto!", grita alguien alegremente de tanto en cuando, para alivio de los padres y de aquellos que entre las clases ilustradas jamás leen poesía. No caerá esa breva. Uno solamente tiene que ver el número de propuestas de poemas que las revistas, incluyendo aquellas que jamás publican poesía, reciben cada día. Hoy más que nunca, hay miles y miles de personas escribiendo poesía en este país [EEUU], algunas de las cuales acuden a uno de los cientos de talleres de escritura que se ofrecen en las universidades, escuelas y otros lugares, y otras que escriben por su cuenta, muy probablemente en total secreto y con la más modesta esperanza de publicar en una revista literaria de cierta reputación y quizá, finalmente, publiquen un libro que será leído y admirado por colegas poetas y unos pocos más a los que le importe la poesía.

Un novelista de éxito puede, con suerte, hacer un buen dineral, de la misma manera que un escritor de memorias (si él o ella tiene la fortuna de haber tenido una madre que asesinara al padre del autor frente a sus propios ojos), y un pintor de tercera puede ganarse la vida bastante bien si una cadena de hoteles o un banco se empieza a interesar por sus paisajes y sus girasoles, pero pocos poetas logran vivir de la poesía. Durante los siglos pasados, podían esperar una invitación a cenar de algún noble refugiado en su castillo para entretener a sus invitados borrachos, o incluso recibir un trocito de tierra de manos del rey tras escribir una oda a sus múltiples conquistas y masacres. Pero en los tiempos modernos, con la excepción de la Unión Soviética de Stalin, la posibilidad de que los poetas puedan hacerle la pelota a los ricos y poderosos y nadar después en la abundancia ha sido eliminada. Incluso Robert Frost, que fue inmensamente popular y ampliamente leído mientras vivió, tuvo que conseguir un trabajo de profesor para ganarse la vida. En cuanto al resto de nuestros grandes poetas, si nos remontamos a Whitman o Dickinson, la ganancia conjunta que obtuvieron de la poesía, si fuera conocida, los haría aún más incomprensibles a los ojos de muchos americanos de lo que ya lo son.

En un país que ahora considera el dinero como lo más importante, hacer algo por el simple gusto de hacerlo no es solamente extraño, sino descaradamente perverso. Imaginen el horror y la ira de los padres de un hijo o una hija que estaba destinada a la Escuela de Negocios de Harvard y a una carrera en las finanzas pero que en lugar de ello ha desarrollado cierto interés por la poesía. Imaginen las tentadoras descripciones de las futuras riquezas y el poder que le espera a su hijo mientras tratan de hacer que reconsidere su decisión. "¿Quién le ha distinguido a usted como poeta? ¿Quién le ha enrolado en las filas de los poetas?", le gritó el juez al poeta ruso Josef Brodsky, antes de sentenciarlo a cinco años de trabajos forzados. "Nadie", contestó Brodsky. Podría haber estado hablando en el lugar de todos los hijos e hijas que tuvieron que enfrentarse a la cólera de sus padres.

En cuanto a mí, aún no soy capaz de explicarme realmente cómo me convertí en poeta, y me he dado ya por vencido. Lo que supe desde el primer momento es que el dinero nunca tuvo que ver. Solamente una vez lo olvidé e hice el ridículo. Fue a principios de los 70, cuando tenía un pobre trabajo de profesor en California y pasaba apuros para mantener a mi mujer y a mi hija. Un día que se suponía que teníamos que ir a visitar a unos amigos en San Francisco, recibí una carta de un tipo que estaba poniendo en marcha una revista de arte y que, tras decirme cuánto le gustaban mis poemas, dijo que le gustaría publicar un par de ellos y pagarme 600 dólares, pero que los necesitaba ya mismo. Era una suma importante de dinero en 1972, particularmente para alguien cuyo salario como profesor asistente en una universidad estatal era bastante lamentable y que generalmente estaba sin un céntimo, cuyo único salario extra procedía de pequeñas revistas literarias que pagaban entre cinco y veinticinco dólares por poema y la mayoría de las veces nada en absoluto.

El problema es que no tenía nada en aquel momento que pudiera enviarle. Entré corriendo en casa, agarré un cuaderno de papel amarillo y un boli, le dije a mi mujer que condujera, y me senté en el asiento trasero tratando febrilmente de escribir unos cuantos poemas durante el viaje. El día siguiente cuando llegué a casa, y durante toda la semana, continué trabajando en ellos con mucho ánimo y total concentración, mientras me pasaba las tardes discutiendo con mi mujer sobre en qué íbamos a gastarnos la pasta. Pero una soleada mañana me levanté antes que nadie, me senté en mi mesa y leí aquello en lo que había estado trabajando, y me di cuenta de que todo era absolutamente falso. Rompí los poemas apresuradamente con mucha vergüenza y salí a dar un largo paseo con mi perro.

The New York Review of Books, August 21, 2012

(Traducción de Andrés Catalán)