28 de junio de 2023

'A su esquiva amada', de Andrew Marvell (1621-1678)

 

A SU ESQUIVA AMADA

 

Si todo el tiempo del mundo fuera nuestro, 

no sería un crimen, señora, este recato.

Nos sentaríamos a elegir nuestros paseos

y a pensar en pasatiempos amorosos. 

Vos a las orillas índicas del Ganges 

encontraríais rubíes; yo junto a la corriente 

del Humber me lamentaría. Os amaría 

hasta la década previa al Gran Diluvio, 

y vos, si así quisierais, podríais rechazarme 

hasta el instante de la conversión de los judíos. 

Las selvas de mi amor crecerían más 

vastas que cualquier imperio y más despacio; 

cien años emplearía en celebrar los ojos vuestros

y otros cien me detendría en vuestra frente; 

doscientos tardaría en adorar los pechos, 

y treinta mil el resto; dedicaría 

un siglo al menos a cada una de las partes, 

y en el último vuestro corazón se mostraría.

Por vos, señora, esta ceremonia no es exceso,

y no osaría amar yo de otra manera. 

Pero detrás de mí oigo incesante y raudo 

acercarse el carro alígero del tiempo;

y se extienden los desiertos  

de vasta eternidad ante nosotros. 

Vuestra belleza se perderá muy pronto 

y, en la cripta de mármol, no se oirá el eco 

de mi canción; los gusanos luego 

asaltarán esa virginidad tan obstinada,  

polvo será vuestro honor, 

cenizas mi lujuria y mi deseo; 

la tumba es un aposento bello e íntimo, 

pero me temo que en ese sitio no hay abrazos. 

Ahora pues, mientras reluce aún la color  

juvenil en vuestra piel como el rocío, 

y vuestra deseosa alma transpira 

por cada poro con inmediato fuego, 

gocémonos vos y yo mientras podamos: 

mejor devorar como rapaces amorosas  

sin dilación el tiempo que tenemos 

que languidecer en un trono que se agrieta. 

Unamos toda nuestra fuerza, toda 

nuestra dulzura en una sola esfera, 

y crucemos las puertas de hierro de la vida 

desgarrando en sus barrotes el placer: 

si no podemos detener al sol, hagámoslo

al menos correr con más premura. 

 

(Traducción de A. Catalán. Original, aquí)

 


 


12 de junio de 2023

Un poema de Valzhyna Mort

 

Para Ingeborg Bachmann en Roma

 

No eres la última mujer.

 

No eres la última mujer en arder en Roma,

Ingeborg.

Bajo las altas frentes de los apartamentos junto al camino trillado

todo está pulido: los muebles de madera, la plata, los dientes, el pasado.

Tras tres baños al día, tras cuarenta años

de exponer tus pulmones a los libros abiertos,

estás cubierta de vendas.

 

Ingeborg en coma, con vendas

blancas. Ingeborg

es una princesa prometida digna de ese poeta quemado,

Giordano Bruno.

 

Tumbada, bocarriba en el balcón sobre via Giulia,

¿sabías que hay balcones donde nadie puede tumbarse,

donde tienes que andar de puntillas estratégicamente entre tarros

de setas encurtidas, cajas

                                            de patatas,

litros de compota? Donde el lenguaje

es un perro encadenado con palabras de hierro,

donde el castigo

                           es mil latigazos de silencio.

 

Los edificios se alzan lúgubres. Ingeborg,

                                                                 ¿acaso sabían

que dentro de ellos la gente muere y llora?

 

De noche, cuando las últimas mujeres vuelven a casa,

            con las bolsas de la compra sobre la vena basílica como después

                        de una extracción de sangre,

las mujeres que sopesan el valor de las cosas

                                                                          con sus frentes,

y saben con qué es mejor pulir las superficies dañadas,

 

los sonidos de las cosas ocupan la ciudad de los hombres:

el portazo de la puerta del coche, el estruendo de las botellas en el cubo,

las basílicas con sus velas hacen el mismo ruido que las cocinas 

        de los restaurantes.

 

Tras tres baños al día, Ingeborg, tras horas

tumbada bocarriba en el balcón,

tras cuarenta años de sostener libros sobre tus pulmones,

 

todavía hueles a Austria. El pelo liso

te cae como las monedas en una máquina tragaperras.

Los libros amontonados en el apartamento no logran hacer

de ambientadores,

Ingeborg.

 

La bilis amarilla

de la Western Union en las calles oscuras, la luz enfermiza 

        de los tranvías nocturnos

bajo las frentes altas de los pulidos apartamentos,

lúgubres como si supieran, como si pudieran oler.

Deja de oler el pasado, Ingeborg.

 

Cuando el látigo del silencio se alza, el lenguaje baja el rabo.

Y allá va:

 

la espada flamígera de una farola...

Adán se sube a un tren...

Eva se muerde los codos.

 

El Paraíso tiene un árbol que produce los codos

mordidos de Eva, Ingeborg.

 

Estrecho estas palabras con mis dientes mientras me tumbo bocarriba en el balcón

que da a tu Roma.

 

La nuestra es una historia que tiene toda la dentadura llena de coronas.

 

El silencio nos desangra el lenguaje.

El silencio nos saca a golpes el lenguaje.

Alaba tu silencio, Ingeborg, tu hueco en el muro.

 

Alaba los pulidos apartamentos, los huertos, los codos mordidos.

Y el silencio. 

 

(De Music for the Dead and Resurrected)

(Traducción, Andrés Catalán)