I
He mullido un lecho suave,
decapitado bosquecillos y praderas
para que se tendieran a tus pies
el laurel dulce y el amargo lúpulo.
Pero abril no relevó a marzo
para custodiar las firmas y las leyes.
En la tierra más llena de lágrimas
te levanté un monumento.
Me detengo bajo el cielo del norte
ante tu blanca, pálida, rebelde
altura montañosa,
y no me reconozco a mí mismo,
a solas, a solas con mi camisa negra
en tu futuro, como en el paraíso.
Agosto de 1968
II
Cuando en San Nicolás de los Marinos
la miseria se postraba entre las flores,
una palabra humilde y ajena
hizo brillar su oscura austeridad
en la cera de una boca soberana.
Pero su significado era incomprensible,
y si pudiéramos entenderla, la perderíamos,
y era, como una ficción, confusa
salvo tal vez en el rastro trémulo
de las velas casi derretidas.
Y la sombra de un orgullo vagabundo
sobre el negro hielo del Nevá,
sobre el nevado desierto del Báltico
y a través del azul Adriático
voló ante nuestros ojos.
Abril de 1967
III
Hacia casa, hacia casa, hacia casa,
entre los pinos de Komarovo...
¡Oh, mi ángel de la muerte,
con una corona fúnebre en mi cabecero,
con su pañuelito de encaje,
con las alas en ristre!
Como la nieve para los árboles,
para la tierra no es una carga
tu arca abierta que flota
ante todas las miradas
hacia el siglo veintiuno,
de un tiempo a otro tiempo.
El invierno despidió su último rayo
de luz sobre las cabezas,
como el primer aleteo
bajo las agujas de Karelia,
y las estrellas iluminaron la noche
sobre el nevado azul.
Y toda la noche
te juramos la inmortalidad,
te rogamos que nos ayudaras
a abandonar el hogar del desconsuelo,
toda la noche, toda la noche, toda la noche.
Y otra vez la noche comenzaba.
Abril de 1967
IV
Por el hielo y la nieve, entre jazmines,
más blanca que la nieve, en su palma
se llevó consigo a la tumba
media alma, media canción,
la mejor que cantaron sobre ella.
Sin confiar en los halagos,
completado su semicírculo terrenal,
como una herejía reconocida a medias,
a través del dosel helado, a través
de torbellinos de luz...
mira hacia el sur.
¿Qué ve la mirada invisible
de sus recelosos ojos claros?
¿Las contraventanas abiertas
de kilómetros e inviernos o la hoguera
que nos envuelve?
3 de enero de 1967
V
Los pinos blancos
cantan: ¡Amén!
mi paloma: tu mano.
Amargo es mi pan,
mi voz es ajenjo,
mi camino es amargo.
En mi garganta
hay un azul celestial:
tus Aes gélidas:
Ángel y Canaán,
tú apartada.
Tú distanciada:
un desierto de desiertos,
un festín, conmemorado en el ayuno,
el fósforo de las últimas estrellas
que tras siete siglos
ha llegado a los ojos.
VI
Y acompañé a esta sombra en su último
camino, hasta el último umbral.
Y las dos alas de su espalda poco a poco
languidecieron, como dos rayos.
Y el año completó su círculo de puntillas,
el invierno trompetea desde el claro del bosque
y la calígine de mica de los pinos de Karelia
le responde con un tintineo desafinado.
¿Y si la memoria es incapaz de restaurar el día
en medio de las tinieblas, fuera de la ley terrenal?
¿Y si la sombra, al abandonar la tierra, de la palabra
no bebe la inmortalidad?
Cállate, corazón.
No mientas. Toma un poco más de sangre,
bendice las luces de la aurora.
12 de enero de 1967
(Traducción de Irina Chernova y Andrés Catalán)
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