12 de junio de 2023

Un poema de Valzhyna Mort

 

Para Ingeborg Bachmann en Roma

 

No eres la última mujer.

 

No eres la última mujer en arder en Roma,

Ingeborg.

Bajo las altas frentes de los apartamentos junto al camino trillado

todo está pulido: los muebles de madera, la plata, los dientes, el pasado.

Tras tres baños al día, tras cuarenta años

de exponer tus pulmones a los libros abiertos,

estás cubierta de vendas.

 

Ingeborg en coma, con vendas

blancas. Ingeborg

es una princesa prometida digna de ese poeta quemado,

Giordano Bruno.

 

Tumbada, bocarriba en el balcón sobre via Giulia,

¿sabías que hay balcones donde nadie puede tumbarse,

donde tienes que andar de puntillas estratégicamente entre tarros

de setas encurtidas, cajas

                                            de patatas,

litros de compota? Donde el lenguaje

es un perro encadenado con palabras de hierro,

donde el castigo

                           es mil latigazos de silencio.

 

Los edificios se alzan lúgubres. Ingeborg,

                                                                 ¿acaso sabían

que dentro de ellos la gente muere y llora?

 

De noche, cuando las últimas mujeres vuelven a casa,

            con las bolsas de la compra sobre la vena basílica como después

                        de una extracción de sangre,

las mujeres que sopesan el valor de las cosas

                                                                          con sus frentes,

y saben con qué es mejor pulir las superficies dañadas,

 

los sonidos de las cosas ocupan la ciudad de los hombres:

el portazo de la puerta del coche, el estruendo de las botellas en el cubo,

las basílicas con sus velas hacen el mismo ruido que las cocinas 

        de los restaurantes.

 

Tras tres baños al día, Ingeborg, tras horas

tumbada bocarriba en el balcón,

tras cuarenta años de sostener libros sobre tus pulmones,

 

todavía hueles a Austria. El pelo liso

te cae como las monedas en una máquina tragaperras.

Los libros amontonados en el apartamento no logran hacer

de ambientadores,

Ingeborg.

 

La bilis amarilla

de la Western Union en las calles oscuras, la luz enfermiza 

        de los tranvías nocturnos

bajo las frentes altas de los pulidos apartamentos,

lúgubres como si supieran, como si pudieran oler.

Deja de oler el pasado, Ingeborg.

 

Cuando el látigo del silencio se alza, el lenguaje baja el rabo.

Y allá va:

 

la espada flamígera de una farola...

Adán se sube a un tren...

Eva se muerde los codos.

 

El Paraíso tiene un árbol que produce los codos

mordidos de Eva, Ingeborg.

 

Estrecho estas palabras con mis dientes mientras me tumbo bocarriba en el balcón

que da a tu Roma.

 

La nuestra es una historia que tiene toda la dentadura llena de coronas.

 

El silencio nos desangra el lenguaje.

El silencio nos saca a golpes el lenguaje.

Alaba tu silencio, Ingeborg, tu hueco en el muro.

 

Alaba los pulidos apartamentos, los huertos, los codos mordidos.

Y el silencio. 

 

(De Music for the Dead and Resurrected)

(Traducción, Andrés Catalán) 


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