Para Robert Hass
Adiós, radio alemana de verde ojo
y caja enorme,
juntos formando casi
cuerpo y alma. (Tus lámparas brillaban
con una luz rosa, asalmonada, como el profundo
yo de Bergson).
A través del grueso tejido
del altavoz (mi oreja pegada a ti como
a la celosía de un confesionario), susurró una vez Mussolini,
gritó Hitler, Stalin explicó calmadamente,
bufó Bierut, Gomulka peroró sin descanso.
Pero nadie, radio, podrá acusarte de traición;
no, la obediencia fue tu único pecado: absoluta,
delicada fidelidad al megahercio;
cualquiera que llegara era bien bienvenido, cualquiera
al que enviaran era recibido.
Por supuesto sé que solamente
las canciones de Schubert te aportaban el jade
de la alegría verdadera. Con los valses de Chopin
tu corazón eléctrico latía delicada
y firmemente y la tela sobre el altavoz palpitaba
como los pechos de las chicas enamoradas
en las viejas novelas.
No con las noticias, sin embargo,
especialmente no con la Radio Free Europe o la BBC.
Entonces tu ojo se ponía nervioso,
la pupila verde crecía y se encogía
como si hubieran alterado su dosis de atropina.
Vivían en tu interior gaviotas enloquecidas, y Macbeth.
Por la noche, desperadas señales encontraban refugio
en tus estancias, los marineros pedían ayuda a gritos,
el joven cometa lloraba, perdiendo la cabeza.
Tu vejez la anunció una voz cascada,
luego sacudidas, toses, y finalmente la ceguera
(tu ojo se apagó), y un silencio absoluto.
Duerme en paz, radio alemana,
sueña con Schumann y no despiertes
con el cacareo del próximo gallo dictador.
(De la traducción inglesa de Lienzo, 1991)
(Traducción A. Catalán)
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