Andrés Catalán
Siempre que hay que caracterizar al poeta americano Wallace Stevens (Reading, Pennsylvania, 1879 – Hartford, 1955) se alude a su supuesta doble vida de ejecutivo en una compañía de seguros y de poeta, y a su desdén por los datos biográficos cuando se le preguntaba por ellos. Es archiconocida la respuesta que en 1922 envió al director de The Dial, Gilbert Seldes, cuando este le pidió una nota biográfica que acompañara a un grupo de poemas que iba a publicar: “Evíteme, por favor, la nota biográfica. Soy abogado y vivo en Hartford. Pero ninguno de estos hechos es divertido o revelador.” Su trabajo como hombre de negocios le permitió disfrutar de una vida de alta burguesía, al menos una vez que se estableció en el mundo de las compañías de seguros. No lo tuvo claro desde siempre: en 1901, mientras trabaja para el New York Tribune como reportero, llega a proponerle a su padre abandonar el periódico y dedicarse solamente a escribir. Pero este le aconseja dedicarse a las leyes: el joven Stevens le hace caso, y entra ese mismo otoño en la New York Law School. Al año siguiente, llegará a tomar la resolución de dejar la bebida y “escribir algo cada noche, sea una sola línea o una página entera”. Sin embargo, aunque no abandonará las lecturas y el interés por la poesía de los demás, optará los años siguientes por afianzar su carrera, primero en algunos bufetes de abogados, y después en el negocio de los seguros, y no escribirá gran cosa durante un largo periodo.
La vida de Wallace Stevens fue, por tanto, bastante tranquila: la vida de un hombre de negocios de una pequeña ciudad del noreste de Estados Unidos. Su carácter era reservado, su modo de vida casi ascético. Muchos de sus amigos más cercanos nunca supieron que en sus ratos libres escribía poesía y aunque conoció y trató a William Carlos Williams, Picabia, Duchamp, E. E. Cummings o a Marianne Moore, nunca llegó a formar estrictamente parte de ningún grupo, manteniéndose al margen en las reuniones, participando tímidamente. Su día a día, si exceptuamos los negocios, solía limitarse a cuidar el jardín, pasear, leer sobre pintura moderna (que le interesaba enormemente) y escribir. Por otra parte, nunca salió del país, a excepción de unos pocos viajes a Cuba, y sus viajes por el interior se limitaron a un puñado de ellos por asuntos de negocios y a sus periódicas excursiones de pesca a los Cayos de Florida con algunos compañeros de trabajo, excursiones que, aparentemente, no hacían mucha gracia a su mujer: son frecuentes las cartas en las que Stevens camufla con supuestas obligaciones de trabajo la diversión con las “Cuban senoritas” y la bebida.
De uno de estos viajes, en febrero de 1936, Stevens vuelve a casa con la mano rota por dos sitios. La versión oficial es que tropieza y cae por las escaleras, o al menos esto es lo que relata a su mujer. Sin embargo el episodio real se aleja de la monótona rutina que parece reinar en la vida del poeta: parece ser que Stevens aprovechaba estos viajes anuales para, entre otras cosas, entregarse con alegría al alcohol (su mujer le había prohibido beber en casa), y en ese año coincide en un cocktail con la hermana de Ernest Hemingway, que también había empezado a frecuentar los Cayos. No está muy claro la sucesión de acontecimientos, ni que hizo o dijo exactamente Stevens a la señorita Hemingway, pero ésta vuelve llorando minutos después al bar donde se encuentra su hermano. Hemingway sale en busca de Stevens, y ambos se encuentran bajo la lluvia, ambos, es de presumir, bastante borrachos. Se intercambian, sin mediar palabra, un par de puñetazos. Stevens cae rápidamente: la diferencia de edad entre ellos es de veinte años, y Hemingway además tiene experiencia en boxeo, deporte que había practicado en París a principio de los años 20. Stevens acaba pues en el suelo, tendido en un charco. El camarero, que ha salido a observar junto con el resto de los parroquianos del bar, insta a Hemingway a quitarse las gafas “para que la pelea sea justa”. Éste se las guarda en un bolsillo. Acto seguido, Stevens, que tiene cerca de 60 años pero es un hombre corpulento, se levanta y le propina un fulgurante derechazo en plena mandíbula a Hemingway, fracturándose la mano por dos sitios distintos, pero sin que el golpe tenga el menor efecto en su contrincante, que se ensaña con él a continuación: Stevens se pasará cinco días en su habitación con una enfermera y un médico. Ambos harán las paces unos días después.
La anécdota se sale tanto del Wallace Stevens que conocemos, que uno pensaría que es solamente una historieta contada por los asiduos de los Cayos: “Yo vi a Stevens una vez en este bar”, “una vez coincidió con Hemingway”, etc. Sin embargo, la historia la confirma Joan Richardson, el biógrafo de Stevens, y existe una carta de Hemingway (dirigida a Sara Murphy, amiga también de Scott Fitzgerald) donde comenta socarronamente el episodio. Wallace Stevens, por el contrario, jamás contó nada de ello a nadie. En una carta a un amigo, en Marzo de ese año, dirá: “Cuando estuvimos en Cayo Hueso no hicimos gran cosa, excepto sentarnos al sol”. La anécdota es, como toda anécdota, posiblemente irrelevante para el entendimiento de su obra, pero nos da otra visión del hombre tímido, estricto y extremadamente diligente. Aunque posiblemente se avergonzara terriblemente cada vez que, en los años posteriores, recordara el episodio, demuestra que Stevens era capaz a veces, también, de lo imprevisto.
(Nota publicada, junto a varias traducciones, en Clarín, nº82, Julio-Agosto de 2009)
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