como ningún otro frío que hubiera experimentado previamente,
una descarada honestidad en él, una claridad
que siempre me tomaba por sorpresa.
En las noches de ventisca con las líneas cortadas
o en el amanecer sin baterías
el frío nos hacía buenos vecinos de todos los demás,
nos volvía honestos porque quizás necesitaríamos
algo honesto de vuelta, ningún autoestopista
abandonado en la carretera, ni siquiera algún helado
desconocido con pinta de desconocido apartado
de tu puerta. Tras una temporada,
recuerdo, cero se convertía en algo cálido—
gente de paseo, las chaquetas abiertas,
los pescadores del hielo en la gloria
de sus chozas como en una canción nórdica.
El frío se apoderaba de nuestras vidas,
vivido en cada conversación, tan absorbente
como la porquería local o el deporte local.
Si te cogía, varado por ahí,
lo que una persona querría hacer
era acurrucarse en él y dormir.
Llegado Febrero, algunos de nosotros necesitábamos
gritar, hacernos daño, divorciarnos.
Una vez, en la Ruta 23, treinta bajo cero,
mi Maverick se gripó, y un hombre
con una manta y una chocolatina, un hombre
hecho para cualquier clima, se detuvo y me llevó a casa.
Para él, el salvador, no era gran cosa.
Solo dos hombres, dijo, en el mismo frío.
THE SAME COLD
In Minnesota the serious cold arrived
like no cold I'd previously experienced,
an in-your-face honesty to it, a clarity
that always took me by surprise.
On blizzardy nights with wires down
or in the dead-battery dawn
the cold made good neighbors of us all,
made us moral because we might need
something moral in return, no hitchhiker
left on the road, not even some frozen
strange-looking stranger turned away
from your door. After a spell of it,
I remember, zero would feel warm—
people out for walks, jackets open,
ice fishermen in the glory
of their shacks moved to Nordic song.
The cold took over our lives,
lived in every conversation, as compelling
as local dirt or local sport.
If bitten by it, stranded somewhere,
a person would want
to lie right down in it and sleep.
Come February, some of us needed
to scream, hurt ourselves, divorce.
Once, on Route 23, thirty below,
my Maverick seized up, and a man
with a blanket and a candy bar, a man
for all weather, stopped and drove me home.
It was no big thing to him, the savior.
Just two men, he said, in the same cold.
(Stephen Dunn, Different Hours, 2000)
(Traducción Andrés Catalán)
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