27 de abril de 2025

'Preguntas de un obrero que lee', de Bertol Brecht


¿Quién construyó las Siete Puertas de Tebas?

En los libros figuran los nombres de los reyes.

¿Empujaron los reyes los bloques de piedra?

Y Babilonia, tantas veces destruida,

¿quien la reconstruyó otras tantas? ¿En qué casas

de la dorada Lima vivían los constructores?

¿A dónde se fueron los albañiles, la tarde que se terminó

la Gran Muralla? La excelsa Roma

está llena de arcos de triunfo. ¿Quién los levantó? ¿Sobre quién

triunfaron los césares? ¿Acaso en la tan cantada Bizancio

solo había palacios para sus moradores? Incluso en la legendaria Atlántida

la noche en que la engulleron los mares, los que se ahogaban

imploraban ayuda a sus esclavos.

 

El joven Alejandro conquistó la India.

¿Él solo?

César derrotó a los galos.

¿No iba con él siquiera un cocinero?

Felipe de España lloró cuando su armada

se hundió. ¿Fue el único que lloró?

Federico II venció en la Guerra de los Siete Años. ¿Con quién 

compartió la victoria?

Una victoria en cada página.

¿Quién cocinó el banquete de los vencedores?

Cada diez años un gran hombre.

¿Quién corrió con los gastos?

Tantas historias,

tantas preguntas.

 

(Traducción de A. Catalán)

 

 


 

 

16 de abril de 2025

'Adiós al mezzogiorno', de W. H. Auden

 

Procedentes de un norte gótico, los hijos pálidos

de una cultura culpable de patatas,

cerveza-o-whisky, imitamos a nuestros padres y venimos

al sur a este otro lugar tostado por el sol

 

repleto de viñedos, de barroco, de la bella figura,

a estos femeninos municipios donde los hombres

son hombres, y hermanos inexpertos en el despiadado

combate verbal tal y como se enseña

 

en las rectorías protestantes en las tardes lluviosas

de domingo; no como desaliñados

bárbaros en busca de oro, o como especuladores

locos por los Antiguos Maestros, aunque sí para saquearlos

 

pese a todo: algunos con la creencia de que el amore

es mejor en el sur y mucho más barato

(lo que es dudoso), convencidos otros de que la exposición

a la intensa luz del sol es letal para los gérmenes

 

(lo que es patentemente falso) y otros, como yo,

en plena madurez esperando discernir

lo que seremos a partir de lo que no somos, una cuestión

que el sur jamás parece plantear. Quizás

 

una lengua en la que Néstor y Apemanto,

Don Ottavio y Don Giovanni producen

sonidos igualmente hermosos no esté preparada

para formularla, o sea tal vez con este calor

 

un disparate: el mito de un camino abierto

que sale de la puerta del huerto y tienta

sucesivamente a tres hermanos a cruzar las colinas

para irse muy lejos es una invención

 

de un clima en el que pasear es un placer

y de un paisaje menos poblado

que este. Aun así, nos resulta muy extraño

no ver jamás a un hijo único absorto

 

en algún juego que se haya inventado, a un par

de amigos bromeando en una jerga secreta,

o a un tipo solitario de paseo que no sea

presa del deseo, igual que nos deja perplejos

 

que llamen a los gatos Gato y a los perros

Lupo, Nerón o Bobby. Su cocina nos deja

en evidencia: no podemos más que envidiar a un pueblo

de naturaleza tan frugal que no les supone

 

esfuerzo alguno no engullir ni cebarse. Pero (si es que

he aprendido a leer bien sus rostros tras diez años)

carecen de esperanza. Los griegos solían llamar al sol

«Aquel que nos golpea desde lejos», y aquí, donde

 

la sombras tienen bordes afilados y el mar es azul a diario,

me doy cuenta de lo que querían decir: su intolerable

ojo que nunca parpadea se ríe burlándose de toda noción

de cambio o de huida, y un callado

 

volcán apagado, sin un riachuelo o un pájaro,

se hace eco de esa risa. Esta podría ser una razón

de por qué le quitan el silenciador a las Vespas,

ponen las radios a todo volumen,

 

y cualquier santito se merece unos cohetes, el ruido

como un contra hechizo, una forma de abuchear

a las Tres Hermanas —«¡Seremos mortales,

pero aquí seguimos!»—, que les hace anhelar

 

la proximidad; en calles atestadas

de carne humana, sus almas se sienten inmunes

a toda amenaza metafísica. Nos escandalizamos,

pero necesitamos el escándalo: aceptar el espacio,

 

reconocer que las superficies no necesitan ser superficiales

ni los gestos vulgares, no es algo que realmente

se pueda enseñar cerca del ruido del agua

o a la vista de una nube. Como discípulos

 

no somos malos, pero sí inútiles como tutores: Goethe,

tamborileando el ritmo de los hexámetros homéricos

sobre el omóplato de una joven romana, es

(ojalá fuera otra persona) el símbolo

 

de nuestra impronta: sin duda la trataba bien,

pero uno fijaría el límite en no llamar

a la Helena engendrada en esa ocasión,

reina de su segundo Walpurgisnacht,

 

su bebé: entre aquellos que entienden la vida

como un Bildungsroman y aquellos para los que

significa ser visibles, se abre una brecha

que los abrazos no pueden salvar. Si tratamos

 

de «ir al sur», nos echamos a perder enseguida, nos

volvemos fofos, sórdidamente lascivos, y

nos olvidamos de pagar las facturas: que nadie los oyera

renunciar a la bebida o dedicarse al yoga

 

es una idea reconfortante —en ese caso, a pesar

de todo el botín espiritual que nos zampamos,

no les perjudicamos— y nos da derecho, creo,

a un pequeño gritito a piacere,

 

no dos. Debo irme, pero me voy agradecido (incluso

a un cierto Monte) e invocando

mis sagrados nombres meridianos: Vico, Verga,

Pirandello, Bernini, Bellini,

 

para bendecir esta región, sus vendimias, y a quienes

lo llaman hogar: aunque uno no siempre es capaz

de recordar exactamente por qué ha sido feliz,

es imposible olvidar que uno lo fue.

 

Septiembre de 1958

 

(Traducción de Andrés Catalán) 

 




'Musée des Beaux Arts', de W. H. Auden

 

Respecto al sufrimiento, nunca se equivocaron

los Antiguos Maestros: qué bien entendieron

el lugar que ocupa en lo humano; cómo sucede

mientras algún otro come o abre una ventana o sin más deambula;

cómo, cuando los viejos esperan con reverencia o pasión

el nacimiento milagroso, ha de haber siempre

niños sin especial interés en que ocurra, patinando

en un lago helado junto a la linde del bosque:

nunca olvidaron

que incluso el martirio atroz debe tener lugar

en todo caso en un sórdido rincón, donde

los perros siguen con sus vidas de perros y el caballo del torturador

se rasca los cuartos traseros contra un árbol.

En el Ícaro de Brueghel, por ejemplo: como todo se aleja

sin demasiada prisa del desastre; el labrador quizás

oyera el chapoteo, el grito desolado,

pero no era nada que mereciera su atención; el sol brilló

como debía hacerlo en las blancas piernas que desaparecían

en el agua verdosa, y el delicado y lujoso navío que debía haber visto

algo sorprendente, un muchacho que caía del cielo,

tenía un destino que alcanzar y con calma continuó su rumbo.

 

(Traducción, Andrés Catalán)