Procedentes
de un norte gótico, los hijos pálidos
de
una cultura culpable de patatas,
cerveza-o-whisky,
imitamos a nuestros padres y venimos
al
sur a este otro lugar tostado por el sol
repleto
de viñedos, de barroco, de la bella
figura,
a
estos femeninos municipios donde los hombres
son hombres,
y hermanos inexpertos en el despiadado
combate
verbal tal y como se enseña
en
las rectorías protestantes en las tardes lluviosas
de
domingo; no como desaliñados
bárbaros
en busca de oro, o como especuladores
locos
por los Antiguos Maestros, aunque sí para saquearlos
pese
a todo: algunos con la creencia de que el amore
es
mejor en el sur y mucho más barato
(lo
que es dudoso), convencidos otros de que la exposición
a la
intensa luz del sol es letal para los gérmenes
(lo
que es patentemente falso) y otros, como yo,
en
plena madurez esperando discernir
lo
que seremos a partir de lo que no somos, una cuestión
que
el sur jamás parece plantear. Quizás
una
lengua en la que Néstor y Apemanto,
Don
Ottavio y Don Giovanni producen
sonidos
igualmente hermosos no esté preparada
para
formularla, o sea tal vez con este calor
un
disparate: el mito de un camino abierto
que sale
de la puerta del huerto y tienta
sucesivamente
a tres hermanos a cruzar las colinas
para
irse muy lejos es una invención
de
un clima en el que pasear es un placer
y de
un paisaje menos poblado
que
este. Aun así, nos resulta muy extraño
no
ver jamás a un hijo único absorto
en
algún juego que se haya inventado, a un par
de
amigos bromeando en una jerga secreta,
o a
un tipo solitario de paseo que no sea
presa del deseo,
igual que nos deja perplejos
que
llamen a los gatos Gato y a los
perros
Lupo, Nerón
o Bobby. Su cocina nos deja
en
evidencia: no podemos más que envidiar a un pueblo
de
naturaleza tan frugal que no les supone
esfuerzo
alguno no engullir ni cebarse. Pero (si es que
he aprendido
a leer bien sus rostros tras diez años)
carecen de esperanza. Los griegos solían llamar al sol
«Aquel
que nos golpea desde lejos», y aquí, donde
la
sombras tienen bordes afilados y el mar es azul a diario,
me
doy cuenta de lo que querían decir: su intolerable
ojo
que nunca parpadea se ríe burlándose de toda noción
de
cambio o de huida, y un callado
volcán
apagado, sin un riachuelo o un pájaro,
se
hace eco de esa risa. Esta podría ser una razón
de
por qué le quitan el silenciador a las Vespas,
ponen
las radios a todo volumen,
y cualquier
santito se merece unos cohetes, el ruido
como
un contra hechizo, una forma de abuchear
a
las Tres Hermanas —«¡Seremos
mortales,
pero aquí seguimos!»—, que les hace
anhelar
la proximidad; en calles atestadas
de carne humana, sus almas se
sienten inmunes
a toda amenaza metafísica. Nos escandalizamos,
pero necesitamos el escándalo:
aceptar el espacio,
reconocer que las superficies no
necesitan ser superficiales
ni los gestos vulgares, no es algo que
realmente
se pueda enseñar cerca del ruido
del agua
o a la vista de una nube. Como discípulos
no somos malos, pero sí inútiles
como tutores: Goethe,
tamborileando el ritmo de los hexámetros
homéricos
sobre el omóplato de una joven
romana, es
(ojalá fuera otra persona) el símbolo
de
nuestra impronta: sin duda la trataba bien,
pero
uno fijaría el límite en no llamar
a la
Helena engendrada en esa ocasión,
reina
de su segundo Walpurgisnacht,
su
bebé: entre aquellos que entienden la vida
como
un Bildungsroman y aquellos para los
que
significa
ser visibles, se abre una brecha
que
los abrazos no pueden salvar. Si tratamos
de «ir al sur», nos echamos a perder enseguida, nos
volvemos
fofos, sórdidamente lascivos, y
nos olvidamos
de pagar las facturas: que nadie los oyera
renunciar
a la bebida o dedicarse al yoga
es
una idea reconfortante —en ese caso, a pesar
de
todo el botín espiritual que nos zampamos,
no
les perjudicamos— y nos da derecho, creo,
a un
pequeño gritito a piacere,
no
dos. Debo irme, pero me voy agradecido (incluso
a un
cierto Monte) e invocando
mis
sagrados nombres meridianos: Vico, Verga,
Pirandello, Bernini,
Bellini,
para
bendecir esta región, sus vendimias, y a quienes
lo
llaman hogar: aunque uno no siempre es capaz
de
recordar exactamente por qué ha sido feliz,
es
imposible olvidar que uno lo fue.
Septiembre de 1958
(Traducción de Andrés Catalán)