16 de abril de 2025

'Adiós al mezzogiorno', de W. H. Auden

 

Procedentes de un norte gótico, los hijos pálidos

de una cultura culpable de patatas,

cerveza-o-whisky, imitamos a nuestros padres y venimos

al sur a este otro lugar tostado por el sol

 

repleto de viñedos, de barroco, de la bella figura,

a estos femeninos municipios donde los hombres

son hombres, y hermanos inexpertos en el despiadado

combate verbal tal y como se enseña

 

en las rectorías protestantes en las tardes lluviosas

de domingo; no como desaliñados

bárbaros en busca de oro, o como especuladores

locos por los Antiguos Maestros, aunque sí para saquearlos

 

pese a todo: algunos con la creencia de que el amore

es mejor en el sur y mucho más barato

(lo que es dudoso), convencidos otros de que la exposición

a la intensa luz del sol es letal para los gérmenes

 

(lo que es patentemente falso) y otros, como yo,

en plena madurez esperando discernir

lo que seremos a partir de lo que no somos, una cuestión

que el sur jamás parece plantear. Quizás

 

una lengua en la que Néstor y Apemanto,

Don Ottavio y Don Giovanni producen

sonidos igualmente hermosos no esté preparada

para formularla, o sea tal vez con este calor

 

un disparate: el mito de un camino abierto

que sale de la puerta del huerto y tienta

sucesivamente a tres hermanos a cruzar las colinas

para irse muy lejos es una invención

 

de un clima en el que pasear es un placer

y de un paisaje menos poblado

que este. Aun así, nos resulta muy extraño

no ver jamás a un hijo único absorto

 

en algún juego que se haya inventado, a un par

de amigos bromeando en una jerga secreta,

o a un tipo solitario de paseo que no sea

presa del deseo, igual que nos deja perplejos

 

que llamen a los gatos Gato y a los perros

Lupo, Nerón o Bobby. Su cocina nos deja

en evidencia: no podemos más que envidiar a un pueblo

de naturaleza tan frugal que no les supone

 

esfuerzo alguno no engullir ni cebarse. Pero (si es que

he aprendido a leer bien sus rostros tras diez años)

carecen de esperanza. Los griegos solían llamar al sol

«Aquel que nos golpea desde lejos», y aquí, donde

 

la sombras tienen bordes afilados y el mar es azul a diario,

me doy cuenta de lo que querían decir: su intolerable

ojo que nunca parpadea se ríe burlándose de toda noción

de cambio o de huida, y un callado

 

volcán apagado, sin un riachuelo o un pájaro,

se hace eco de esa risa. Esta podría ser una razón

de por qué le quitan el silenciador a las Vespas,

ponen las radios a todo volumen,

 

y cualquier santito se merece unos cohetes, el ruido

como un contra hechizo, una forma de abuchear

a las Tres Hermanas —«¡Seremos mortales,

pero aquí seguimos!»—, que les hace anhelar

 

la proximidad; en calles atestadas

de carne humana, sus almas se sienten inmunes

a toda amenaza metafísica. Nos escandalizamos,

pero necesitamos el escándalo: aceptar el espacio,

 

reconocer que las superficies no necesitan ser superficiales

ni los gestos vulgares, no es algo que realmente

se pueda enseñar cerca del ruido del agua

o a la vista de una nube. Como discípulos

 

no somos malos, pero sí inútiles como tutores: Goethe,

tamborileando el ritmo de los hexámetros homéricos

sobre el omóplato de una joven romana, es

(ojalá fuera otra persona) el símbolo

 

de nuestra impronta: sin duda la trataba bien,

pero uno fijaría el límite en no llamar

a la Helena engendrada en esa ocasión,

reina de su segundo Walpurgisnacht,

 

su bebé: entre aquellos que entienden la vida

como un Bildungsroman y aquellos para los que

significa ser visibles, se abre una brecha

que los abrazos no pueden salvar. Si tratamos

 

de «ir al sur», nos echamos a perder enseguida, nos

volvemos fofos, sórdidamente lascivos, y

nos olvidamos de pagar las facturas: que nadie los oyera

renunciar a la bebida o dedicarse al yoga

 

es una idea reconfortante —en ese caso, a pesar

de todo el botín espiritual que nos zampamos,

no les perjudicamos— y nos da derecho, creo,

a un pequeño gritito a piacere,

 

no dos. Debo irme, pero me voy agradecido (incluso

a un cierto Monte) e invocando

mis sagrados nombres meridianos: Vico, Verga,

Pirandello, Bernini, Bellini,

 

para bendecir esta región, sus vendimias, y a quienes

lo llaman hogar: aunque uno no siempre es capaz

de recordar exactamente por qué ha sido feliz,

es imposible olvidar que uno lo fue.

 

Septiembre de 1958

 

(Traducción de Andrés Catalán) 

 




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