26 de septiembre de 2024

Un fragmento de 'La noche', de G. Manganelli


(Seudonimia)2

 

Hace poco me crucé con un amigo por la calle —un día tontamente ordinario— y, entre monsergas y cuentos chinos (es un amigo que ha perdido los modales a cuenta de los muchos funerales a los que gusta presentarse), me puso al corriente de que yo había publicado un libro. No lo dijo con particular aspereza ni, a mi parecer, con malicia, si bien su modo de expresarse hace que uno sospeche siempre de que se trata de un perverso calumniador. Evidentemente la noticia, o más bien el rumor, de que yo había publicado un libro no podía dejarme indiferente. No quería darle a aquel señor la impresión de estar completamente in albis al respecto, y sin embargo no se me venían a la mientes más que palabras genéricas: «¿Y qué te pareció?»; «¿te gustó?». En realidad no solo no estaba al tanto de haber publicado un libro; más exactamente ignoraba que un libro con mi nombre en la cubierta se hubiera ofrecido a las librerías y estas a su vez lo ofrecieran al público. Podía tratarse de la mediocre invención de un chismoso, pero lo cierto es que no era la primera vez que me veía envuelto en algo así. Otras veces libros con mi nombre y apellido habían sido vistos por personas serias en escaparates verosímiles, y una vez yo mismo había visto un librito coronado con mi nombre, pero me encontraba en la estación, debía coger un tren que resoplaba en el andén, y no me dio tiempo a ver de qué iba aquello. En realidad sé que no se trata de un caso de homonimia —que postergaría el problema, pero no lo resolvería— sino un caso de seudonimia cuadrática que, como todo el mundo sabe, consiste en usar un seudónimo del todo coincidente con el verdadero nombre. En este caso el nombre, a pesar de ser auténtico e incuestionable, aparte de servir de protección, sigue siendo falso y engañoso. El procedimiento era, por supuesto, levemente inmoral, de lo contrario aquel amigo mío ni siquiera habría reparado en ello; pero no quedaba más remedio que reconocer como verdadera la noticia de que un libro mío —o mejor un libro de mi auténtico homoseudónimo ficticio— se había publicado. En general no siento demasiada curiosidad por los libros que llevan ese nombre, tan familiar y rústico, pero esta vez experimenté una suerte de irritado interés, dado que temía que aquella repetición de actos de compulsión libresca pudiera dejarme en mala posición ante la autoridad político-religiosa que desde hace dieciséis años se reúne en un cónclave estético para decidir si la literatura es fatua o directamente delictiva. Así pues, tras despedirme de mi amigo, me acerqué a una librería y comencé a buscar entre las mesas y los estantes.

         Ignoraba si el libro que me concernía trataba de floricultura, de historia romana, de lingüística minoica; al amigo no se lo había preguntado, por natural recato, y tampoco me atrevía acudir al aburrido dependiente y pedirle un libro de tal, un tal que tenía un nombre que no era «como», sino que era «el mío».

         Por casualidad, entre las novedades, reparé en aquel libro. Mostré indiferencia. Hojeé otros libros, examiné cubiertas, repasé índices; sonreí con la sonrisa tonta de quien al abrir una página se encuentra con una frase ingeniosa y feliz. Finalmente sostuve en mis manos «aquel» libro. En la solapa de la cubierta había datos sobre mí —escondido bajo el seudónimo verdadero— que me parecieron indiscretos y comprometedores, por mucho que evitaran alusiones políticas, religiosas, culturales, nacionales, estéticas. Hojeé el libro, un libro breve, probablemente de relatos, y leí atentamente una página. Naturalmente, no recordaba, no reconocía nada. Compré el libro y me lo llevé a casa. Me puse a leerlo; lo encontré aburrido, presuntuoso, y no entendí gran cosa. Los relatos estaban conectados gracias a las figuras repetidas de ciertos personajes, cosa que me pareció una inútil complicación. Estaba claro que el libro contenía un mensaje, y la cosa me irritaba. Tal vez se tratara de un libro ideológicamente comprometido, cosa que encuentro insoportable. Cuidadosamente leí una página tras otra, tomando apuntes para recordar los nombres de aquellos ridículos personajes. Aquello me parecía una tarea escolar, una engorrosa tarea escolar.

         Con todo, no podía negar la extrañeza de aquella situación; había comprado y parcialmente leído un libro que un calumniador honrado, un historicista, un funcionario del registro habría definido como «mío». Pero si lo hubiera escrito yo, si hubiera existido un «yo» capaz de escribir un libro, aquel libro, ¿qué habría podido explicar la absoluta, fastidiosa extrañeza que me separaba de aquella cosa escrita? ¿Por qué no sabía nada, ni recordaba la historia, ni distinguía los significados, o incluso cómo es que me salté sin querer una página y no encontré mayor inconveniente? En realidad nada me resultaba ya extraño en aquel libro que, qué bastardo, se introducía en mi vida. Lo tiré sobre un sillón y me puse a pensar.

         Necesitaba una explicación general, y no era probable que en una cavilación nocturna fuera capaz de encontrarla. Porque, estaba claro, me encontraba frente a uno de los Grandes Problemas de nuestra existencia, o al menos de la mía, uno de esos Problemas que han venido a sustituir las Angustias Religiosas y Filosóficas. La única explicación razonable debería tener en cuenta la extrañeza y la intimidad del seudónimo cuadrático, la novedad de algo con lo que por lo demás se me decía que había convivido. La lengua que hablo es pobre, supongo, para describir una situación de este pelo. Pero, en pocas palabras, a la pata llana, la conclusión a la que llegué fue más o menos la siguiente. Perdónenme, la recuerdo mal. En fin, yo no había escrito nada; pero por «yo» entendía eso dotado de nombre, pero carente de seudónimo. ¿Lo había escrito el seudónimo? Probablemente, pero el seudónimo seudoescribe y es, técnicamente, ilegible por el yo, y más aún por el yo seudónimo cuadrático, el cual, como es evidente, no existe; pero si el lector es inexistente, yo sé qué puede leer; eso que puede escribir el seudónimo de grado cero, cualquier cosa que nadie que no sea el seudónimo cuadrático, el inexistente, sería capaz de leer. De hecho, lo que está escrito es la nada. El libro no significa nada, y en todo caso yo no puedo leerlo si no es renunciando a existir. Quizás no sea más que una burla: como quedará claro, yo ya llevo muerto muchos años, como el amigo que me encontré, y el libro que hojeo es siempre incomprensible, lo leo, lo releo, lo pierdo. Quizás sea necesario morirse más veces.

 

(Traducción de Andrés Catalán)

 

 


 

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