11 de septiembre de 2024

'Imposible de contar', de Robert Pinsky

 

IMPOSIBLE DE CONTAR

 

Para Robert Hass y en memoria de Elliot Gilbert

 

Lento dulcimer, gavota y arco, en otoño

Bashô y sus amigos salen a mirar la luna;

en verano, arcoiris de gasolina en la cuneta,

 

la secreta cortesía que corre como icor

por la versión antigua de un chiste grosero a gran escala,

imposible de contar por escrito. "Bashô",

 

se llamó a sí mismo, "Platanero": plátano

como la planta que unos alumnos le entregaron,

quizás en agradecimiento a sus consejos

 

al atravesar una larga noche por las reglas y canales

del poema encadenado, colectivo,

compuesto en el corazón de su profesor: vivo, rígido, fluido

 

como pasajes grabados en un circuito microscópico.

Elliot sabía de memoria tantos chistes

que parecían reproducirse como microbios en un cultivo

 

en su cerebro, cada uno dando paso a tantos otros

que era imposible poder contarlos todos:

en la cultura cortesana de los chistes, el mandamás.

 

Imagina una corte de un solo miembro: la reina, una madre joven,

desgraciada, a solas todo el día con su primogénito

y su nuevo bebé en un apartamento miserable

 

de poquísimas habitaciones, de una raza distinta a sus vecinos.

Le dice al niño que va a suicidarse.

Se obsesiona, se enfurece. Con la esperanza de distraerla,

 

el niño juguetea, canta, hace imitaciones

de diferentes personas del edificio, bromea,

siente que si la mantiene con vida hasta que el padre

 

llegue del trabajo, estarán a salvo hasta mañana.

Es la risa contra el dormitorio y las pastillas.

¿Qué es él al esforzarse sino un cortesano?

 

Imposible de contar su total decepción.

En los primeros meses tras haber vuelto al Este

desde California, al dejar un mensaje

 

en el contestador de Bob, cogí la costumbre

de contarle a la cinta un chiste; y en algún momento,

solía fingir que olvidaba el final,

 

o pretendía que algo quizá me interrumpía:

como para que con las ansias de escuchar el final

tuviera que devolverme la llamada. El chiste era de Elliot,

 

las más de las veces. Los médicos cometieron el error

que le mataría algún tiempo después ese mismo año.

Un día cuando llegué a casa encontré un mensaje

 

de Bob en el contestador. Era una historia

sobre dos rabinos, uno alto, el otro bajo,

un día mientras caminan juntos por la calle

 

ven el cadáver de un chino frente a ellos,

y Bob decía: perdón. Había olvidado el resto.

Por supuesto él sabía que su chiste era solo un simulacro,

 

imposible de contar: un desafío sin salida posible.

Pero aquí está, tal y como Elliot me lo contó:

la viuda del muerto se acerca llorando a los rabinos,

 

implorándoles, que si pueden, lo resuciten.

Estupefacto, el rabino alto dice rotundamente que no.

Pero el rabino bajo le dice que lleve el cuerpo

 

dentro del estudio, y ordena cerrar los postigos

para que el cuarto quede a oscuras. Después reza

sobre el cuerpo, entonando una secreta letanía

 

sacada de la Cábala. "Levántate y respira", grita;

pero nada sucede. El cuerpo sigue inerte. Entonces

el pequeño rabino pide cientos de velas

 

y baila alrededor del cuerpo, cantando y rezando

en hebreo, después en yiddish, luego en arameo. Reza

en turco y en egipcio y en el idioma de la antigua Galitzia

 

durante casi tres horas, saltando alrededor del ataúd

a la luz de las velas de modo que sus pequeños zapatos

parecen no tocar el suelo. Con una última plegaria

 

gimoteada en un español anterior a la Inquisición

se detiene, agotado, y observa fijamente la cara del muerto.

Jadeando, alza los dos brazos en un místico gesto

 

y dice, "¡Levántate y respira!" Y como antes

el cuerpo sigue inerte. Imposible de contar

con palabras como las cejas de Elliot se estremecían y bramaban

 

como greñudos mamuts cuando —con el permiso

de la viuda china— el pequeño rabino entona

la loa con que debe realizar la circuncisión

 

y elimina el prepucio del muerto, cantando loas

en finés y swahili, y baña el cadáver

de la cabeza a los pies, y con una oración final

 

en babilónico, resoplando por el agotamiento,

toma la cabeza del muerto y le besa en los labios

y la deja caer de nuevo y apartándose de un salto ordena:

 

"¡Levántate y respira!". El cuerpo, inerte como siempre.

Aquí, como cuando los discípulos de Bashô serpentean

a lo largo del sinuoso espinazo que une el renga

 

a través de las diferentes voces, que añaden cada una

una transformación adicional de acuerdo a las reglas

de la pausa y la repetición, todo según un orden

 

y sin embargo imposible de saber con antelación,

Elliot se prepara para el remate del chiste: el pequeño

rabino, aún jadeando, como un boxeador sobresaltado,

 

mira al muerto, después a todos los que le observan,

con una especie de ademán a lo Mel Brooks: "¡Oh tío!", dice,

"A eso llamo yo estar bien muerto". Oh mortales

 

poderes y príncipes terrenales, y vosotros inmortales

Señores del abismo y la vida eterna,

Jehová, Raa, Bol-Morah, Hécate, Plutón,

 

¿Qué tiene que ver un alma viva y brillante

con vuestras arpas y fuegos y barcas, vuestras baratijas

y pozos de humeante sangre? Canallas provincianos,

 

nuestros idiomas no os tocan, sois como esa madre

a la que su hijo pequeño entretenía para rogarle por su vida.

Posiblemente creció hasta convertirse en el rabino alto,

 

el que se lavó las manos ante todas esas bromas

desde el principio. O quizá se convirtió

en el autor de estas líneas, un renga de un solo hombre,

 

ese a quien le parece que es imposible

contar una historia sin rodeos. Era un procedimiento

de rutina. Cuando terminó los médicos

 

le dijeron a Sandra y a los niños que había sido un éxito,

pero que Elliot no iba a despertarse hasta dentro de una hora,

que deberían ir a comer algo. A los dos les encantaba discutir

 

de una forma que por parte de él se remontaba al yiddish,

por parte de Sandra a cierto dialecto siciliano.

Solía regañarla interminablemente por fumar.

 

Cuando regresó de la cena con sus hijos

los doctores les tuvieron que informar del error.

¡Oh, torbellino de pétalos, hojas caídas! El movimiento

 

del renga encadenado persigue instante tras instante

su sentido, dice Bob en su libro de haikus.

Oh, torbellino de pétalos, todas las cosas vivas son fortuitas,

 

hojas caídas, y efímeras, y sufren.

Pero lo Universal es el objeto de cualquier chiste,

especialmente de ciertos chistes étnicos, que se estrechan

 

a través del embudo espiral de las lenguas y los gestos

hacia su absurda Ítaca. Hay uno

que me contó un periodista. Lo escuchó mientras un héroe

 

del movimiento de liberación sudafricano hablaba

a unos ancianos judíos. El brazo derecho del orador

se lo había volado un paquete bomba de la Derecha.

 

Contaba a los oyentes que tuvieron que votar

por el ANC: un grupo al que los viejos judíos temían

como algo "a favor de los árabes". Pero empezaron a llorar

 

mientras el viejo y tullido luchador les contaba que su país

necesitaba que votaran por lo correcto, su voto

podría producir un país al que sus hijos pudieran volver

 

de Londres y Chicago. Los emocionados ancianos

aplaudieron como locos, y el amigo del orador

susurró al periodista, "Es el chiste

 

del Ejercito Belga en vivo". Ojalá pudiera contárselo

a Elliot. En el Ejercito Belga, la contienda

entre flamencos y valones se pone bastante seria,

 

así que el ejercito, fuera de control, funciona a duras penas.

Finalmente un comandante reúne a sus hombres

en una gran sala, para tratar las cosas directamente.

 

Cuadrándose, permanecen ante él. "Todos los flamencos",

ordena, "a la pared izquierda". La mitad de los hombres

se apiñan a la izquierda. "Ahora todos los valones", ordena,

 

"muévanse a la derecha". El mismo número se acumula

contra la pared derecha. Solamente un hombre queda

en posición de firmes en el medio: "¿Qué es usted, soldado?"

 

Saludando, el hombre dice: "Señor, soy belga".

"¡Vaya! Eso es asombroso, cabo; ¿cómo se llama?"

Saludando otra vez, contesta: "Rabinowitz":

 

un chiste que parece a primera vista una historia

sobre los judíos. Pero al igual que el renga adopta

un significado religioso al incorporar pétalos a la deriva

 

y hojas quebradizas que tocan y mueren y sufren

los vientos cambiantes que acarician el remolino en la cuneta,

así en el chiste, justo por debajo de la música estridente

 

de flamencos, judíos, valones, una lealtad cortés

pasa al dulcimer, gavota y arco,

sobre el platanero la luna en otoño:

 

lealtad a un estado imposible de contar.

 

 

 

(Robert Pinsky, The Figured Wheel, 1996)

(Traducción de Andrés Catalán)

 


 

 

 

 

 

 

 

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