23 de mayo de 2023

24 poemas de 'Variaciones romanas' (Pre-textos, 2021)

(Los originales de Goethe, aquí)

I

 

Este jardín planté por si venías: brote

y fruto al descuido de ladrones (un

estornino, acaso). Quien no ha venido

a amar no entiende este sembrado,

mira bizco entre hojas y alucina.


II

 

A las piedras les dije que me hablaran, al

orgullo de palacios le supliqué una fecha.

Pero en las calles eran tantos los nombres

que nada se entendía, que solo del pasado

reciente susurraba una voz joven

que un día emparedé para salvarme: de las

columnas, iglesias y arcos se ha ausentado

el interés: solo un templo

de entre todos busco aún para que Roma

sea Roma, y el mundo sea el mundo una vez más.

 

III

 

Los locales de moda, los

mejores salones me hizo dejar de lado

el Amor. Sabe bien qué se oculta

tras los ricos tapices, bajo el mantel

bordado, tras el ampo

del mármol y los oros: suyos son los metales

del cielo del Gianicolo y el rufo de la tarde.

Las fachadas y patios al dios incorruptible

no impresionan jamás. El tiempo

que gastamos en dulces artificios

es un tiempo perdido. Yo traje pocas cosas:

otras pocas me da si acepto traspasar

ciertos umbrales. Es un niño curioso

que conviene a mi estado: solo ansía saber

que ocultan los vestidos —deshaz, mortal,

el nudo— y reírse, reírnos, del lecho

altisonante. Para lujos prefiere tumbadas las estatuas,

desconocer los nombres, no escribir nunca nada.

 

IV

 

Si el Tíber lo camina una princesa un dios

acecha junto al pozo. La indecisión

remolonea —Leandro no— sobre la piedra

que roza el agua oscura. ¿Quién

de los dos no sabe si perdió

alguna cosa aquí o dio con ella? No es

por falta de impudicia, ni es que tiemble

amor por no hacer pie —llovió

ladera abajo— en el argayo. Con que

se llene un búcaro basta y sobra esa fuente.

 

V

 

¿Es entonces mentira si escribo lo que escribo

porque alberga miradas de otros y desdeña

una hoja tal vez más personal? Mira,

olvidarás así, cuerpo romano, que quien

te quiso huía en realidad —como un

hombre extranjero— y dudarás del nombre

de aquel que hasta almadiarse jugaba con el tuyo.

 

VI

 

Nunca guardé silencio, toqué las teclas

por no tocar sudor o trenza y a un hojaldre

de diosas consagré mi amistad, como romanos

que altares dan morada a quien se acerca:

ni un rizo de quien huía alcancé, venga

si quiere. Y si lo hace, pero

¿bajo qué forma?, entonces

será solemne la alegría de la secreta

fiesta, y el silencio apropiado a los adeptos.

 

VII

 

Feliz en suelo clásico, voces del antes

y el después me apremian a majar el dornillo,

a tronzarme —sacramental— en ciertas

excavaciones. Pero basta a la noche

que te pose las manos —mirad,

la tierra es nuestra, nuestras son

las orillas— para que entienda, por vez

primera, el mármol. En los besos

escarbo por buscar su vacío; a veces

también hablamos o medimos con tiento

las sílabas de un verso sobre el sueño

del otro. Aspiramos a veces un aire

desgastado. Bajo tierra una estatua

de Amor recuerda haber servido

—y tanto desmoronar me adormeció las manos—

a una misma promesa ante los balbuceos

ahora ya coagulados de un triunviro.


VIII

 

Oscuro como palabras

de Tiberio el fuego bajo un velo

de humo alcanza a arder. Si la

corona obsidional el agua niega

—chismoso junto al río

el aire entre los juncos— no será

por temor a la culpa. Descuida,

que volverá —erre que erre—

esa llama a mostrarnos

el blanco de los dientes, a decir demasiado

la arruga del vestido a quien no debe.

 

IX

 

Al pie del último peldaño

pensé que era feliz, y eso

que era el pasado un lecho —lecho

como el del río— y el presente

un borde al filo de otra torre. Pero

brillan estrellas y me llaman huésped.

¿Acaso será un sueño? ¿A qué dios

le estoy rozando las rodillas? Dijiste:

es fácil ver el cielo desde aquí. «Poeta,

¿a dónde te encaramas?». Dejadme

que habite un poco más en esta altura:

hasta que más allá de la tumba

de Cestio hurguemos y sea esa

la cárcava —era de noche— del licor.

 

X

 

De una en una, flores

del retórico jardín,  su nitidez

—niñez acaso— las priva de color,

por de tan bien pintadas

es sed lo que me dan, me pegan

la lengua, lijosas de nombrar,

al cielo —encelajado— de la boca. En

silencio se acrecientan luego

y reunidas, en racimo, frutas

ya, hablo mejor con ellas,

las estudio mejor, el árbol

es más pájaro y sale de la siesta.

 

XI

 

Casi otoñal, cabeza abajo brilla

cuanto más me alegra: verdes

sobre la alfombra de rescoldo y yedra

pegajosa sobre el cemento armado. Aúlla

una terraza lejos con altavoz y ruido

de cristales diciéndonos la hora. La luciérnaga

medita su dormir como la abeja ahíta

pondera una flor más. Será por pena.

Prende fácil de madrugada si es que

Amor remueve —usando

de palito una saeta— la ceniza

y yo dejo la cama sin aguardar que apeldes

o de una grajilla la matraca ciñan

el margen algo más. No hay queja.

 

XII

 

Esa cabeza suave, ese querer

confiar más en un tendón —sedal

así— que en todo el futuro del conjunto

afirma en ese ángulo

umbrío del museo que a Tiberio,

a César, a Silas o a Inocencio

les sería gustoso intercambiar el gesto

imperturbable —que tal vez

es de frío— de quien todo ganara

por una brevedad de sol contigo. Todo

calor anida entre las flores

de alcaparro que brotan de los muros

en la calle, senda mejor

—o excusa para quedarse—

de quien aún las cáligas no ha besado

el Leteo. Nada salvo el sudor nos corona

el flequillo. Nada podrá hacer surco

en la —por otra parte gastada de antemano—

piedra: ante tu pie el imperio

es despojo, papeles y migas por el suelo.

 

XIII  (I)

 

No se agota la ofrenda

del magnolio en la mesa —ara

de quien consagra su amistad

frente a un plato—. Son más

que las hojas los muertos que guardas, Roma,

y son más los que nunca

acaban de morir: en mi herbario

dispongo como un coro sus filas. Quien

canta, no obstante, sobre el mantel

es el árbol. Acuérdate, gargantón, de ser pájaro.

 

XIII  (II)

 

Hace el pintor de la ofrenda

del azar —dijo alguien que parecían

de cuero— un gesto de feliz

abandono en su estudio, mezclando

frondas y restos de comida. En el jardín

en torno un solo dios

de mármol  —mármol, claro, fingido—

alza la mano, ausente. La escayola

es un índice: bien sabe

que solo bajo la tierra la piedra canta. Son

manchas parecidas de aceite las que dibujan islas

sobre el papel y el suelo, fragmentos

de otro despiste, de una ruina pareja, como

de gota a gota. De qué presagio son signo o a qué

manes alimentan no lo sé. Tú síguela mirando.


XIV

 

Si el sol se te desploma como un rito

encima de la limpieza de tus hombros, si

a esta altura de la Flaminia ni un romano

hace por caerle en gracia

a Ceres y desgrana estas espigas

de calor —es mies muy dura—

qué más da. Basta un

gesto y un boquete en el muro

para a la vez hallar quien nos acoja —trémula

sombra en el rincón de un mirto— y al cielo

ofrecer volatería... que a nadie contará

de estos doseles. A quién, si canta

aún más la hierba seca, si se huyeron

lejos de la barbulla los profanos.

 

XV

 

No te basta el asombro: algo más

te hace falta. Tú qué dices, ¿me fío? Bajo

lajas se esconde, traidor, quien a Roma

me siguió ¿o tal vez me esperaba?

 

No te basta el asombro. Algo más

a pesar de las ruinas te hace falta o te apela.

Jaramagos descollan sobre el mármol pulido

de palacios caídos y sobre los imposibles

futuros de hormigón. Jalda es siempre la ruta

y sagrado el espacio del ayer y del hoy.

Ruede si quiere el amor cuesta abajo

o corra por delante y desbande a las aves.

Unos ojos cerrados me entretienen igual

que los días de fiesta al abrirse temprano. ¿Era

Ariadna así bella al dormir? Huye Teseo, huye, corta

todas las flores: todas no bastarán.

 

XVI

 

¿Qué será luego? Añado

al naranjal del cielo y de la tierra una

naranja más: el sol —otra naranja—

tiembla ya de la punta

de los árboles. Réplica y coro

se presentan al volitar

en torno de la lámpara: ningún augur

sabrá con la menuda tropa abrir

este cerrado estío casi verde. Mudos

excepto al dar con el fanal, ¿qué

anuncian? Nadie vendrá —o sí, vendrá

el desorden— a través de la noche

que presagia el césped; y no

debe venir, que entonces, ¿heraldo de quién será?

 

XVII

 

He venido a olvidarme a este jardín, en este

buen jardín me he guarecido, para las alas

reservo mi atención y fuera —soto

que acecha— quedan

las sierpes de las largas calles. Es lábaro

el magnolio que ahuyenta la celera en este patio

inmóvil. No hay dioses diligentes que hagan

hacina de cosechas de oro: solo

la trama del fiel olivo se encarama al cielo.

Suave me es este hortal, seranear me basta

con amigos. Pero si amor insiste, si me tiende

la mano, dadme, con mi silencio

os lo pido, sin temor ni cuidado

y sin riesgo el placer porque nada es seguro,

porque nada es seguro y apoyar la cabeza

en un pecho cualquiera hace temblar los templos

y es un espanto siempre la alegría.

 

XVIII

 

Lo que he dejado atrás sigue siendo peor

que el peligro que pueda suponer cualquier vulto

en las calles de Roma o el enjambre de cuerpos

que promete la fiesta. No seguiría a nadie

más allá de estos campos donde brota la rúcula

y se derrama el vino siempre a boca de noche.

¿Me esperarás entonces en alguna taberna?

¿O sigues tú aquí acaso, en la umbría

colina, recechando en los setos, sepultada

entre ortigas? Si apura el sol su carrera en el cielo

dejaré de escribir —porque así paso el rato—

y bajaré a la orilla, lejos

del mundo en ruinas que vio nacer las cúpulas

y erigir otra vez los viejos obeliscos: del subsuelo

surja quien surja no querré saber más.

 

XIX

 

Más allá tenso se descabalga el río

y alguien se suelta el pelo entre los juncos. Mira,

por ahuyentar los pájaros el deseo se cumple

que no es tuyo ni mío. En el majuelo espera

difícilmente entonces racimar a la tarde palabras de cariño.

 

XX

 

Perros pocos y ninguna canalla; cotorras

son las más de las veces quienes sin anunciar

nada —o nada que no ataña a su vuelo—

llenan este jardín de graznidos. O risas

me parecen si acaso, brusco giro de cuello,

vuelvo el rostro: in punta di piedi vienes,

tú que antes que venías y que no vienes más.

 

XXI

 

Me molesta la cama vacía por la noche

como un papel o un lienzo

en blanco. Albanada

se abraza doble ausencia de pasado y futuro

 

como un papel o un lienzo

contiene en su blancura todo lo que ha existido.

Se abraza doble ausencia de pasado y futuro

aunque salga a buscar por la broza; el cenotafio

 

contiene en su blancura todo lo que ha existido:

cuanto más ausente más alto suena el pífano.

Aunque salga a buscar por la broza, el cenotafio

no esclarecerá el sitio de las rosas:

 

cuanto más ausente más alto suena el pífano.

La ruta transparente cava siempre más hondo.

No esclarecerá el sitio de las rosas

por mucho que al amanecer trate de hallar la senda.

 

La ruta transparente cava siempre más hondo

bajo la napa de agua. Deje a quien deje en la cama,

por mucho que al amanecer trate de hallar la senda,

siempre estará vacío el lecho. Y alguien siempre esperando.

 

XXII

 

Allí donde la fama riña con el amor arañe

en el espejo aún temulento el ojo

la espalda contra el pecho. La cuchipanda en suma

precipitó la noche. «Si hacia el Olimpo miras», dice,

«no serán mis rodillas las que atisbes,

muchacho». A los griegos –de quienes tanto

hablamos– convenían

los secretos. «Por merecerme pisa

vías que nadie pisa». Yo callo, adoro, e insisto

en llevar siempre lleno el bolsillo de máscaras.


XXIII

 

No son los pájaros los que guardan silencio

a estas horas sino tú, que sabes

lo que conviene. En la osatura untas

de esta ciudad tus días y pisas

—por si brota una caña en los bultos

de arena— con cuidado. Que no

se entere nadie. Quirites, es terso el ruido

de vuestras muchas voces, no dejéis que el Amor

defina vuestras bocas. Porque la tierra acaba

siempre carcavinando no darás sepultura

bajo un soto al secreto. ¿Se esbarará

si dejas tendida de la trápala tu canción indiscreta?

Que crezca en el aire con sorna. El escándalo

en todo caso siempre es mutuo.

 

XXIV

 

Arrinconado en el jardín aguarda

quien en la cima del placer vela la noche. No es

un ejemplo. Hay alas, luego alguien

sigue moviéndose o acaso con estruendo

dejó caer un mármol o abrió a deshora un grifo. Pues la verdura cubre

la presunción de la estatua y la lama del cauce

hace crecer la espádice —que acaricia o pretende

acariciar— bruñe algún bronce que diga

su condición de dios último. Todo

a su manera es triste, también esta maraña. Arriba, abajo, mojo

la esponja del esfuerzo de no seguir a nadie. Mido

la excavación por donde llaman. Insisto. Difícilmente

canto. Entrono otra amistad y otro

tímido misterio. Nunca será este un predio

de hombres razonables.

 


 

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