(Los originales de Goethe, aquí)
I
Este jardín planté por si venías: brote
y fruto al descuido de ladrones (un
estornino, acaso). Quien no ha venido
a amar no entiende este sembrado,
mira bizco entre hojas y alucina.
II
A las piedras les dije que me hablaran, al
orgullo de palacios le supliqué una fecha.
Pero en las calles eran tantos los nombres
que nada se entendía, que solo del pasado
reciente susurraba una voz joven
que un día emparedé para salvarme: de las
columnas, iglesias y arcos se ha ausentado
el interés: solo un templo
de entre todos busco aún para que Roma
sea Roma, y el mundo sea el mundo una vez más.
III
Los locales de moda, los
mejores salones me hizo dejar de lado
el Amor. Sabe bien qué se oculta
tras los ricos tapices, bajo el mantel
bordado, tras el ampo
del mármol y los oros: suyos son los metales
del cielo del Gianicolo y el rufo de la tarde.
Las fachadas y patios al dios incorruptible
no impresionan jamás. El tiempo
que gastamos en dulces artificios
es un tiempo perdido. Yo traje pocas cosas:
otras pocas me da si acepto traspasar
ciertos umbrales. Es un niño curioso
que conviene a mi estado: solo ansía saber
que ocultan los vestidos —deshaz, mortal,
el nudo— y reírse, reírnos, del lecho
altisonante. Para lujos prefiere tumbadas las estatuas,
desconocer los nombres, no escribir nunca nada.
IV
Si el Tíber lo camina una princesa un dios
acecha junto al pozo. La indecisión
remolonea —Leandro no— sobre la piedra
que roza el agua oscura. ¿Quién
de los dos no sabe si perdió
alguna cosa aquí o dio con ella? No es
por falta de impudicia, ni es que tiemble
amor por no hacer pie —llovió
ladera abajo— en el argayo. Con que
se llene un búcaro basta y sobra esa fuente.
V
¿Es entonces mentira si escribo lo que escribo
porque alberga miradas de otros y desdeña
una hoja tal vez más personal? Mira,
olvidarás así, cuerpo romano, que quien
te quiso huía en realidad —como un
hombre extranjero— y dudarás del nombre
de aquel que hasta almadiarse jugaba con el tuyo.
VI
Nunca guardé silencio, toqué las teclas
por no tocar sudor o trenza y a un hojaldre
de diosas consagré mi amistad, como romanos
que altares dan morada a quien se acerca:
ni un rizo de quien huía alcancé, venga
si quiere. Y si lo hace, pero
¿bajo qué forma?, entonces
será solemne la alegría de la secreta
fiesta, y el silencio apropiado a los adeptos.
VII
Feliz en suelo clásico, voces del antes
y el después me apremian a majar el dornillo,
a tronzarme —sacramental— en ciertas
excavaciones. Pero basta a la noche
que te pose las manos —mirad,
la tierra es nuestra, nuestras son
las orillas— para que entienda, por vez
primera, el mármol. En los besos
escarbo por buscar su vacío; a veces
también hablamos o medimos con tiento
las sílabas de un verso sobre el sueño
del otro. Aspiramos a veces un aire
desgastado. Bajo tierra una estatua
de Amor recuerda haber servido
—y tanto desmoronar me adormeció las manos—
a una misma promesa ante los balbuceos
ahora ya coagulados de un triunviro.
VIII
Oscuro como palabras
de Tiberio el fuego bajo un velo
de humo alcanza a arder. Si la
corona obsidional el agua niega
—chismoso junto al río
el aire entre los juncos— no será
por temor a la culpa. Descuida,
que volverá —erre que erre—
esa llama a mostrarnos
el blanco de los dientes, a decir demasiado
la arruga del vestido a quien no debe.
IX
Al pie del último peldaño
pensé que era feliz, y eso
que era el pasado un lecho —lecho
como el del río— y el presente
un borde al filo de otra torre. Pero
brillan estrellas y me llaman huésped.
¿Acaso será un sueño? ¿A qué dios
le estoy rozando las rodillas? Dijiste:
es fácil ver el cielo desde aquí. «Poeta,
¿a dónde te encaramas?». Dejadme
que habite un poco más en esta altura:
hasta que más allá de la tumba
de Cestio hurguemos y sea esa
la cárcava —era de noche— del licor.
X
De una en una, flores
del retórico jardín, su nitidez
—niñez acaso— las priva de color,
por de tan bien pintadas
es sed lo que me dan, me pegan
la lengua, lijosas de nombrar,
al cielo —encelajado— de la boca. En
silencio se acrecientan luego
y reunidas, en racimo, frutas
ya, hablo mejor con ellas,
las estudio mejor, el árbol
es más pájaro y sale de la siesta.
XI
Casi otoñal, cabeza abajo brilla
cuanto más me alegra: verdes
sobre la alfombra de rescoldo y yedra
pegajosa sobre el cemento armado. Aúlla
una terraza lejos con altavoz y ruido
de cristales diciéndonos la hora. La luciérnaga
medita su dormir como la abeja ahíta
pondera una flor más. Será por pena.
Prende fácil de madrugada si es que
Amor remueve —usando
de palito una saeta— la ceniza
y yo dejo la cama sin aguardar que apeldes
o de una grajilla la matraca ciñan
el margen algo más. No hay queja.
XII
Esa cabeza suave, ese querer
confiar más en un tendón —sedal
así— que en todo el futuro del conjunto
afirma en ese ángulo
umbrío del museo que a Tiberio,
a César, a Silas o a Inocencio
les sería gustoso intercambiar el gesto
imperturbable —que tal vez
es de frío— de quien todo ganara
por una brevedad de sol contigo. Todo
calor anida entre las flores
de alcaparro que brotan de los muros
en la calle, senda mejor
—o excusa para quedarse—
de quien aún las cáligas no ha besado
el Leteo. Nada salvo el sudor nos corona
el flequillo. Nada podrá hacer surco
en la —por otra parte gastada de antemano—
piedra: ante tu pie el imperio
es despojo, papeles y migas por el suelo.
XIII (I)
No se agota la ofrenda
del magnolio en la mesa —ara
de quien consagra su amistad
frente a un plato—. Son más
que las hojas los muertos que guardas, Roma,
y son más los que nunca
acaban de morir: en mi herbario
dispongo como un coro sus filas. Quien
canta, no obstante, sobre el mantel
es el árbol. Acuérdate, gargantón, de ser pájaro.
XIII (II)
Hace el pintor de la ofrenda
del azar —dijo alguien que parecían
de cuero— un gesto de feliz
abandono en su estudio, mezclando
frondas y restos de comida. En el jardín
en torno un solo dios
de mármol —mármol, claro, fingido—
alza la mano, ausente. La escayola
es un índice: bien sabe
que solo bajo la tierra la piedra canta. Son
manchas parecidas de aceite las que dibujan islas
sobre el papel y el suelo, fragmentos
de otro despiste, de una ruina pareja, como
de gota a gota. De qué presagio son signo o a qué
manes alimentan no lo sé. Tú síguela mirando.
XIV
Si el sol se te desploma como un rito
encima de la limpieza de tus hombros, si
a esta altura de la Flaminia ni un romano
hace por caerle en gracia
a Ceres y desgrana estas espigas
de calor —es mies muy dura—
qué más da. Basta un
gesto y un boquete en el muro
para a la vez hallar quien nos acoja —trémula
sombra en el rincón de un mirto— y al cielo
ofrecer volatería... que a nadie contará
de estos doseles. A quién, si canta
aún más la hierba seca, si se huyeron
lejos de la barbulla los profanos.
XV
No te basta el asombro: algo más
te hace falta. Tú qué dices, ¿me fío? Bajo
lajas se esconde, traidor, quien a Roma
me siguió ¿o tal vez me esperaba?
No te basta el asombro. Algo más
a pesar de las ruinas te hace falta o te apela.
Jaramagos descollan sobre el mármol pulido
de palacios caídos y sobre los imposibles
futuros de hormigón. Jalda es siempre la ruta
y sagrado el espacio del ayer y del hoy.
Ruede si quiere el amor cuesta abajo
o corra por delante y desbande a las aves.
Unos ojos cerrados me entretienen igual
que los días de fiesta al abrirse temprano. ¿Era
Ariadna así bella al dormir? Huye Teseo, huye, corta
todas las flores: todas no bastarán.
XVI
¿Qué será luego? Añado
al naranjal del cielo y de la tierra una
naranja más: el sol —otra naranja—
tiembla ya de la punta
de los árboles. Réplica y coro
se presentan al volitar
en torno de la lámpara: ningún augur
sabrá con la menuda tropa abrir
este cerrado estío casi verde. Mudos
excepto al dar con el fanal, ¿qué
anuncian? Nadie vendrá —o sí, vendrá
el desorden— a través de la noche
que presagia el césped; y no
debe venir, que entonces, ¿heraldo de quién será?
XVII
He venido a olvidarme a este jardín, en este
buen jardín me he guarecido, para las alas
reservo mi atención y fuera —soto
que acecha— quedan
las sierpes de las largas calles. Es lábaro
el magnolio que ahuyenta la celera en este patio
inmóvil. No hay dioses diligentes que hagan
hacina de cosechas de oro: solo
la trama del fiel olivo se encarama al cielo.
Suave me es este hortal, seranear me basta
con amigos. Pero si amor insiste, si me tiende
la mano, dadme, con mi silencio
os lo pido, sin temor ni cuidado
y sin riesgo el placer porque nada es seguro,
porque nada es seguro y apoyar la cabeza
en un pecho cualquiera hace temblar los templos
y es un espanto siempre la alegría.
XVIII
Lo que he dejado atrás sigue siendo peor
que el peligro que pueda suponer cualquier vulto
en las calles de Roma o el enjambre de cuerpos
que promete la fiesta. No seguiría a nadie
más allá de estos campos donde brota la rúcula
y se derrama el vino siempre a boca de noche.
¿Me esperarás entonces en alguna taberna?
¿O sigues tú aquí acaso, en la umbría
colina, recechando en los setos, sepultada
entre ortigas? Si apura el sol su carrera en el cielo
dejaré de escribir —porque así paso el rato—
y bajaré a la orilla, lejos
del mundo en ruinas que vio nacer las cúpulas
y erigir otra vez los viejos obeliscos: del subsuelo
surja quien surja no querré saber más.
XIX
Más allá tenso se descabalga el río
y alguien se suelta el pelo entre los juncos. Mira,
por ahuyentar los pájaros el deseo se cumple
que no es tuyo ni mío. En el majuelo espera
difícilmente entonces racimar a la tarde palabras de cariño.
XX
Perros pocos y ninguna canalla; cotorras
son las más de las veces quienes sin anunciar
nada —o nada que no ataña a su vuelo—
llenan este jardín de graznidos. O risas
me parecen si acaso, brusco giro de cuello,
vuelvo el rostro: in punta di piedi vienes,
tú que antes que venías y que no vienes más.
XXI
Me molesta la cama vacía por la noche
como un papel o un lienzo
en blanco. Albanada
se abraza doble ausencia de pasado y futuro
como un papel o un lienzo
contiene en su blancura todo lo que ha existido.
Se abraza doble ausencia de pasado y futuro
aunque salga a buscar por la broza; el cenotafio
contiene en su blancura todo lo que ha existido:
cuanto más ausente más alto suena el pífano.
Aunque salga a buscar por la broza, el cenotafio
no esclarecerá el sitio de las rosas:
cuanto más ausente más alto suena el pífano.
La ruta transparente cava siempre más hondo.
No esclarecerá el sitio de las rosas
por mucho que al amanecer trate de hallar la senda.
La ruta transparente cava siempre más hondo
bajo la napa de agua. Deje a quien deje en la cama,
por mucho que al amanecer trate de hallar la senda,
siempre estará vacío el lecho. Y alguien siempre esperando.
XXII
Allí donde la fama riña con el amor arañe
en el espejo aún temulento el ojo
la espalda contra el pecho. La cuchipanda en suma
precipitó la noche. «Si hacia el Olimpo miras», dice,
«no serán mis rodillas las que atisbes,
muchacho». A los griegos –de quienes tanto
hablamos– convenían
los secretos. «Por merecerme pisa
vías que nadie pisa». Yo callo, adoro, e insisto
en llevar siempre lleno el bolsillo de máscaras.
XXIII
No son los pájaros los que guardan silencio
a estas horas sino tú, que sabes
lo que conviene. En la osatura untas
de esta ciudad tus días y pisas
—por si brota una caña en los bultos
de arena— con cuidado. Que no
se entere nadie. Quirites, es terso el ruido
de vuestras muchas voces, no dejéis que el Amor
defina vuestras bocas. Porque la tierra acaba
siempre carcavinando no darás sepultura
bajo un soto al secreto. ¿Se esbarará
si dejas tendida de la trápala tu canción indiscreta?
Que crezca en el aire con sorna. El escándalo
en todo caso siempre es mutuo.
XXIV
Arrinconado en el jardín aguarda
quien en la cima del placer vela la noche. No es
un ejemplo. Hay alas, luego alguien
sigue moviéndose o acaso con estruendo
dejó caer un mármol o abrió a deshora un grifo. Pues la verdura cubre
la presunción de la estatua y la lama del cauce
hace crecer la espádice —que acaricia o pretende
acariciar— bruñe algún bronce que diga
su condición de dios último. Todo
a su manera es triste, también esta maraña. Arriba, abajo, mojo
la esponja del esfuerzo de no seguir a nadie. Mido
la excavación por donde llaman. Insisto. Difícilmente
canto. Entrono otra amistad y otro
tímido misterio. Nunca será este un predio
de hombres razonables.
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