23 de octubre de 2020

Un poema de Robert Hass

ARTE Y VIDA

¿Conoces la lechera de Vermeer? Ensimismada
en el acto de verter un chorrito de leche;
emociona en el Museo Mauritshuis de la Haya
ver lo blanca que es, y lo real, igual que al ver a la gente
cuando lee sus poemas o canta en un coro, crees
vislumbrar que el alma es un animal atareado en sus asuntos,
una ardilla, el pelaje lustroso en otoño, que se estira
a lo largo de una ramita para alcanzar la única baya madura
de un espino, poniendo a prueba la rama con su peso,
quedándose quieta al bajar, luego con cuidado alargando una pata.
No hay nada menos ambivalente que la atención animal
y por eso celebras, incluso admiras, que su atención,
apartada de ti, esté tan viva, y sientes sin embargo
cierta melancolía. Es mejor, por supuesto, ser el que está ocupado
y en el cual se piensa, ser la leche al verterse.
En La Haya, en la cafetería de empleados, me pregunté
quién sería el restaurador. La joven rubia
con el ancho y costoso abrigo japonés que picotea de un plato
de requesón... ¿requesón y un pastelillo? El azúcar
sobre el bollo, mucho antes de que ella se despertara, había sufrido
una transformación en el horno. Parece ser una persona
que haya hecho cuentas y decidido con qué conformarse.
Se ve en la manera en que su boca suave y abstraída
recibe los trocitos de pan y los plácidos azúcares.
O el anciano, pelo castaño y ralo, abrigo marrón de paño,
zapatos de ante marrón, como el lugar donde polvo y crepúsculo
se encuentran y desaparecen. Una boca formada por ironías privadas,
como si hubiera asistido en silencio a demasiadas reuniones
con personas que considerara más poderosas y menos inteligentes que él.
¿O el tipo delgado como un palillo, de pelo negro y repeinado,
y el destello en zigzag de un rayo escarificado en la sien?
No sabía si existiría un estereotipo. Quería
entrevistarla o entrevistarle. ¿A qué te dedicas?
Soy un acólito. Descortezo el tiempo, con total cuidado,
de las delgadas tiras de pintura en lienzos de trescientos años.
Hago que la leche sea leche que fluye de la pintura parduzca
desde el jarro que sostiene la mujer representada, joven, rosa
y delicadamente amarillo el pómulo que la luz acierta
a rozar, a través de alguna ventana que la refracta.
Soy el sirviente de un gesto tan perfecto, un cuerpo
tan en paz, que se ha convertido en una idea, del todo particular,
y, aunque aquieta el deseo, es infinitamente deseada,
aunque no la conozcas ni la poseas ni tú
ni ningún otro. El hombre de negro debe ser el asistente
del conservador. Tiene el aspecto de creerse él mismo una obra de arte.
Por todas partes en La Haya el llano olor a sal marina.
Nada sabemos acerca de la madre de Vermeer.
Obviamente aquí desplazó su pezón, tomó
toda la tradición de las Madonnas y la convirtió en luz y leche
mediante algún meticuloso hábito de cuidar las geometrías
de la composición que le inculcaron. Y ella: robusto cuerpo de alemana,
luz casi delicada, la sencillez de la habitación,
el tapiz rojo brillante que su piel, enrojecida ligeramente
tal vez con la aspereza de una toalla, adquiere.
Y el impulso creciente de lo que el anhelo te despierta
hacia cuál oscuro y cuál deslumbrado, agradecido después.
Uno de vosotros roza la vena en el cuello del otro,
siente el pulso ahí como un choque, la corriente de un río
o el caer de la leche. Quién quiere el Paraíso oriental de Amida
cuando existe todo este mundo que saborear con la lengua,
tocar con los dedos, pelitos como hilada hierbaseda
enrollada en los brazos, las piernas y la cintura de otro.
Por eso hablas. Después siempre el otro choque
de la singular vida vivida, una madre en un asilo,
quizá, una persona difícil, triste o vengativa.
Los cotilleos de los otros sirvientes. Un hermano que trabaja
como hostelero en una pensión y tiene plantas enormes.
Escuchas. Aprendiste hace mucho tiempo el truco
de no pensar en lo que irás a decir a continuación
cuando la otra persona está hablando. Parte de ti
se la bebe como si fuera leche. Parte de ti empieza a notar
que está intentando engañarse a sí misma con la cuenta
con cierta dificultad, con pereza. La observas
sacudir la cabeza corrigiéndose; te percatas
de que suele empeñarse en querer hacer las cosas bien.
El temblor de su cuerpo te provoca ganas de acariciarla
en un costado y te estiras para volver a sentir
la humedad que es lo que tenemos en lugar de la luminosidad
de la pintura. Después, en uno de los caminos a los que la mente
regresa cuando vuelve a estar en pie, ella habla
de Hans, el mayordomo, cómo molesta a las chicas,
reza con ahínco a intervalos de una hora los domingos.
Es domingo. Ahora ella se está vistiendo. Has accedido
a llamar un taxi y llevarla a casa de su madre
en Groningen. Se muestra agradecida, un poco llorosa,
realiza su primer pequeño gesto de posesión,
cepillándote el abrigo. En el exterior puedes escuchar
el ruido de cascos de los caballos sobre los adoquines.
Es el momento en el que la carga de la vida de otra persona
parece insoportable. Deseamos volver a nacer incesantemente
pero el hacerlo de verdad empieza... ¿lo has notado?
a resultar redundante. Aquí está la vida que te eligió
y la que tu elegiste. Aquí está el pincel, de crin,
de pelo de tejón, de barba de chivo, de marta,
y aquí está el olor de la pintura. Los aceites volátiles
de la linaza, de la colza. Aquí está el hedor de la esencia
de pino en una lata de trementina. Aquí está la mano,
el giro de la muñeca, la tensión de tendones de la pincelada. Aquí
—nube, agua del lago que se levanta una mañana de verano,
ceniza y ceniza y terrosa ceniza— está lo pegajoso de la pintura
que se adhiere al lino entretejido del lienzo, aquí
está la fidelidad de las capas sobre capas sobre capas de pintura.
Algo permanece así, cobra vida algo que no podemos
poseer, que podemos poseer porque no lo poseemos. 

(Robert Hass, Una historia del cuerpo, traducción de Andrés Catalán, Kriller71, 2017)




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