En Roma he
visto que aunque el Tíber no es hermoso, transcurre despreocupado de unas
orillas que nadie atiende. Nadie usa los cargueros pardos de herrumbre ni
tampoco las barcas. El polvo cubre las cañas y la hierba alta, y sobre el
pretil solitario duermen inmóviles los obreros al bochorno del mediodía. Hasta
ahora ninguno se ha dado la vuelta. Ninguno se ha caído tampoco. Duermen donde
los plátanos despliegan para ellos una sombra y se arropan con el cielo hasta
las orejas. Sí es hermosa el agua del río, verde limo o pajiza según incida la
luz sobre ella. El Tíber hay que caminarlo a lo largo, no mirarlo desde los
puentes, concebidos como caminos a la isla. La Tiberina la habitan los noantri:
nos-otros. Eso quiere decir que ella, la isla de los enfermos y los muertos
desde la antigüedad, quiere que la habitemos nos-otros, los otros, llevarnos
consigo, porque también es un barco y avanza muy lentamente por el agua con
todo su pasaje que no supone una carga para el río.
En Roma he
visto que la basílica de San Pedro parece más pequeña de lo que realmente es y que
aun así resulta demasiado grande. Se dice que Dios quiso que su Iglesia se
apoyase firmemente en una roca. Hoy en día se alza sobre la tumba de su santo,
al que ahora se quiere desenterrar. Así que es el propio santo quien la pone en
peligro y la debilita. Pese a todo las celebraciones se suceden con estruendo,
con danzas de púrpura bajo los baldaquines, y en las hornacinas el oro
reemplaza a la cera. Chiesa grande divozzione poca. Son aún los pobres,
precavidos, quienes se aseguran de que la Iglesia no caiga, mientras que su
fundador confía en el paso de los ángeles.
En Roma he
visto que muchas casas se parecen al Palazzo Cenci, donde vivió la desgraciada
Beatrice antes de su ejecución. Los precios son altos y las huellas de la
barbarie omnipresentes. En las terrazas las tinajas con adelfas se pudren y
alimentan a las flores blancas y rojas; querrían escapar al vuelo, porque no
soportan el olor a inmundicia y descomposición que recrea el pasado más que
cualquier monumento.
En Roma he
visto en el gueto que hasta la noche todo es día. Pero el Día de la Expiación
se perdona a todo el mundo un año por adelantado. En una trattoria cerca
de la sinagoga la mesa está puesta y los peces rojizos del Mediterráneo se
ofrecen aderezados con uvas pasas y piñones. Los viejos recuerdan a los amigos
por los que se pagó su peso en oro; tras el pago, los camiones se los llevaron
igualmente y nunca regresaron. Pero sus nietos, dos niñas pequeñas con faldas
de un rojo encendido y un niñito gordo y rubio, bailan entre las mesas y no les
quitan ojo a los músicos. «¡Seguid tocando!», grita el niñito gordo, agitando
su gorra. La abuela esboza una sonrisa y el que toca el violín se pone muy
pálido y alarga un compás.
[...]
Ingeborg Bachmann, traducción de Andrés Catalán y Lucía Martínez, Clarín, número 141, mayo junio de 2019, pp. 21-24
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