16 de agosto de 2011

Philip Levine, nuevo Poet Laureate

Aunque están a punto de aparecer en la revista Clarín un par de traducciones mías de Philip Levine (en el número Julio-Agosto), aprovecho que acaba de ser nombrado poeta laureado de los Estados Unidos (la noticia, aquí) para compartir una traducción más de este poeta, tan ligado a España y tan desconocido sin embargo por acá.



ACERCA DEL ENCUENTRO ENTRE GARCÍA LORCA Y HART CRANE

Brooklyn, 1929. Por supuesto Crane
ha estado bebiendo y no tiene ni idea
de quien es este curioso andaluz, incapaz
incluso de comunicarse en el idioma de la poesía.
El joven que los ha juntado
sabe tanto español como inglés,
pero le duele la cabeza de saltar
una y otra vez de un idioma
a otro. Para descansar un momento
se acerca a la ventana a mirar
el East River, que va oscureciéndose
allí abajo según va llegando la noche.
Algo destella enfrente de sus ojos,
una visión doble de tal horror
que tiene que taparse la boca
con las manos para no gritar.
No seamos frívolos, no
pretendamos que los dos poetas intercambiaron
sabiduría o amor o que pasaron
un buen rato, no
inventemos un diálogo de tal elocuencia
que no olvidarían ni las hormigas 

de nuestra propia casa. Los dos
mayores genios poéticos vivos
se encontraron, ¿y qué pasó? Una visión
le llega a un hombre corriente que observa
un asqueroso río. ¿Has tenido alguna
vez una visión? ¿Has sacudido la cabeza
hasta hacerla pedazos para alejarte
bruscamente de la imagen de tu hijo pequeño
cayendo a través del espacio, no
desde la popa de un barco procedente
de Vera Cruz a New York sino desde
el tejado del edificio en que trabaja?
¿Te has levantado de la cama para caminar
incesante hasta el alba para rogar a un Dios inmisericorde
que se llevara estas imágenes? Ah, sí,
bendita sea la imaginación. Nos proporciona
los mitos mediante los que vivimos. Bendito
sea el visionario poder del ser humano
— el único animal que lo tiene —,
bendita la imagen precisa de tu padre
muerto y del mío, muerto, benditas las imágenes
que acechan en los rincones de nuestra vista
y que no desaparecerán. El joven
era mi primo, Arthur Lieberman,
después estudiante de lenguas en Columbia,
que me contó todo esto antes de que muriera
tranquilamente mientras dormía en 1983
en un hotel en Perugia. Un buen hombre,
Arthur, que sobrevivió a la escuela superior,
después volvió a casa a Detroit y vendió
pianos a lo largo de toda la Depresión.
Le prestó a mi hermano uno usado
para que compusiera sus espantosas canciones,
que Arthur pensaba eran obras maestras.
¡Qué imaginación la de Arthur!

(Philip Levine, The Simple Truth,  1994)

(Traducción de A. Catalán)

Arthur Leipzig: Divers, East River, 1948

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