Cuando la revolución llegó estábamos holgazaneando en casa.
Ellos, bailando de repente en Praga
y nosotros poniendo la mesa, los tenedores a la izquierda,
los cuchillos a la derecha. Todas nuestras categorías eran viejas.
Deberíamos haber estado haciendo el amor cuando el Muro
cayó. Deberíamos haber estado haciendo juegos de palabras.
Cuando la revolución llegó fue el ensanchamiento de una grieta,
el levantamiento del gris. Los tiranos simplemente dimitieron.
Algunos se disculparon. La Historia se revolvió en su enorme tumba.
Cuando la revolución llegó llevábamos puestas
las botas de trabajo del minero, el hirsuto chaleco
del estibador, conscientes siempre del estilo.
Cuando la revolución llegó estábamos haciendo recuento
de nuestras privaciones como solo pueden hacerlo
[los de estomago lleno.
Walesa alzó sus brazos en triunfo. Nuestras gargantas
se tensaron. Los berlineses del este se pasearon por la tierra
del comercio; nuestras gargantas se tensaron de nuevo.
¿Pensábamos en nosotros cuando la revolución
llegó? ¿Nos sentimos acaso un tanto petulantes?
Era un diciembre frío cuando el siglo cambió,
más frío aún para algunos. No era aún Navidad,
no era aún Rumanía, ese áspero regalo, empapado de sangre,
todo su pasado expuesto a la luz. Todos los años nos prometíamos
desear menos cosas, y siempre fracasábamos.
Cuando la revolución llegó observamos la insistencia
de las masas, casi con tanta libertad como para llegar a ser nosotros.
(Stephen Dunn, Landscape at the End of the Century, 1991)
(Traducción de A. Catalán)
Praga, 1989 |
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