1 de agosto de 2025

'Beso', de Goffredo Parise

 

Beso

De Sillabari [Abecedarios], de Goffredo Parise

Trad. Andrés Catalán

 

 

Un día de verano una mujer de cincuenta años con un precioso nombre griego pasó junto a un río y al ver en la otra orilla un prado de hierba alta con álamos recordó un beso.

         Ella tenía veinte años, él trece y vivían en una antigua ciudad italiana. El chico se había hecho «amigo íntimo» del hermano, pero ella nunca lo había visto, sólo lo había oído y a medias intuido mientras en su cuarto estudiaba cálculo infinitesimal (era la mejor alumna de la facultad de física) y los dos amigos charlaban en la puerta de casa. No le caía bien: los chicos pasaban demasiado tiempo juntos, se hacían llamar Aquiles y Patroclo (el hermano era Patroclo y a ella en cambio le habría gustado que fuera Aquiles, su protector) y sus juegos, todos inventados por el nuevo amigo, eran peligrosos y extraños. Una señora vino a casa a protestar: recorrían los tejados y los árboles de los jardines y, de los tejados a las ramas, trepaban hasta las enormes encinas del parque público.

         El hermano se pasaba el día hablando de la construcción de cierta tavern of Jamaica, hecha de ladrillos, con ventanas y muebles en miniatura, que los tenía ocupados desde hacía un mes; todo ese trabajo para poder prenderle fuego una noche de tormenta y verla arder. No sabía por qué, pero habría preferido que esa amistad terminara y no volverlo a ver jamás: y sin embargo lo vio el día de Navidad de 1943, pocos minutos después del primer bombardeo de su vida: ella entraba en casa temblando y él salía corriendo; fuera el miedo o la emoción de encontrarse vivos, se abrazaron y se reconocieron como si se hubieran estado buscando sin haberse visto nunca. Pero aquello no fue suficiente para que desapareciera la antipatía.

         La guerra avanzaba, ella se instaló con su familia en una gran villa en el campo, los «dos héroes» fueron separados con rabietas y llantos pero su amistad era tan grande que encontraron la forma de reunirse y también el chico se trasladó con su familia al campo, a una casita de campesinos muy cercana a la villa.

         Los chicos sacaban a pasear los caballos y los limpiaban, por la tarde dormían abrazados y sudorosos en el heno, al atardecer subían a los tejados para domesticar a los pavos reales, por la noche construían un barco llamado Marianna (como el prao de Sandokán) que una vez terminado y botado en un canal acabaría siendo hundido por una batería de diminutos cañones. ¿Por qué esa manía de construir con tanto entusiasmo y luego destruir? se preguntaba ella, y aquello le hacia sospechar de la existencia de algo, funesto y a la vez vital, imposible de demostrar mediante sus queridas y limpias ecuaciones. Pero una mañana temprano vio al chico dentro de un coche, muy pálido y desencajado de dolor mientras lo llevaban al hospital; pensó que iba a morirse, lo besó en la frente y luego se pasó todo el día llorando mientras caminaba por el campo. Pero no murió (tenía una ridícula lombriz, desconocida para la medicina general) y se rieron juntos cuando, con el hermano llorando, fueron a visitarlo. Sanó, y ella volvió a mostrarse altiva con él. Un día se miró en un gran espejo y al ver que el chico la observaba sintió en su interior un instante de inmensa y desconcertante vanidad que se le reflejó en el rostro. El chico vio ese instante (que a ella misma le sorprendió y le hizo sonrojarse) y estuvo seguro de que era por él.

         Ella tenía un novio, un estudiante de medicina oficial en Grecia; se escribían cartas y en la familia se decía que una vez acabada la guerra y la universidad se casarían. El chico robó esas cartas y las leyó escondido en el heno de un establo; luego las devolvió a su sitio, ella lo vio en la sombra de su cuarto, pero no dijo nada. El chico comprendió por las cartas que el novio tal vez la amaba pero ella no.

         Un día ella le pidió que la ayudara a lavarse el pelo en una fuente: el chico le lavó y cepilló el pelo al sol, un pelo corto, negrísimo y muy rizado, pero el corazón le latía fuerte, le temblaban las manos y pensó con inmensa vergüenza que se había enamorado. Pero, para empezar, ¿qué era el amor? Sin saberlo ambos se hacían la misma pregunta. Para el muchacho responderse: «Es ella» era algo imposible, confuso e ilícito. Para ella, que ya sentía una incomodidad muy parecida al placer cuando lo veía, el amor era una cosa «seria», que debería llegar más tarde, al regreso del novio de la guerra, o que surgiría de repente sin saber de dónde.

         Por desgracia, surgió, o ella creyó verlo surgir, en la persona de un joven capitán alemán, una especie de gitano de ojos negrísimos, que llegó rugiendo para requisar la villa. Luego llegaron los soldados y la familia de ella se mudó a un ala junto al granero. Los alemanes sacrificaban cerdos fuera de temporada con secos disparos en la frente, por la noche daban el alto y disparaban, organizaban fiestas de baile a las que ella asistía con un vestido plisado de organdí, pero el chico nunca quiso verla. Una noche la vio entre las sombras, oyó el susurro del plisado y contuvo la respiración durante todo el tiempo. Los pavos reales abandonaron el tejado de la villa, ella escuchó su canto alejándose en la noche mientras no dormía y pensaba en el capitán alemán (se llamaba Werner), tendido al sol con un slip negro como una serpiente, la pistola colgada del cinturón sobre la piel negra, que la miraba pasar con una sonrisa. Ante aquella sonrisa ella componía el rostro como ante el espejo, con inmensa vanidad, y sin embargo habría hecho todo lo que él hubiera querido.

         Algo sucedió una tarde de innumerables cigarras en los graneros de la villa, algo con muchas luchas, sudor y arañazos pero desde aquel día ella se volvió triste y diferente, no volvió a mirar a Werner que fumaba cigarros y reía, y se escapó de casa durante tres días; quería alistarse en el cuerpo auxiliar de la república de Saló. Pero regresó, y al volver a ver al muchacho con gran alegría pensó: «¿Qué me pasa? Tiene siete años menos que yo».

         La familia de ella se trasladó de pronto a Milán, la guerra terminó, la amistad entre los dos muchachos ya había alcanzado ese verano el punto más álgido, no volvieron a verse durante dos años. Él se olvidó pronto y empezó a salir con chicas de su edad; cuando ella regresó apenas recordaba nada pero igual se reencontraron, hablaron del verano en el campo durante la guerra como si hubieran pasado muchos años, ambos habrían querido decirse algo más de aquellos días pero se contuvieron con la sensación de que no se podía decir más. Ese «algo más», no dicho, hizo que comenzaran a encontrarse cada vez más a menudo por las noches y el chico, que se había hecho «mayor» (tenía dieciséis años), la llevaba a pasear sobre el tubo de la bicicleta. Supo que el novio había vuelto de Grecia pero que ya no estaban juntos. Ella se graduaría ese año, hablaban mucho de cosas que les parecían importantísimas y ella se daba aires de persona escéptica y racional para llevarle la contraría, ya que a él la razón siempre le parecía insuficiente y a menudo mezquina. Él cursaba primero de bachillerato y leía mucho, ella decía amar a Hegel (pero no era cierto, no sabía nada de Hegel) y él no: de Marx entonces no se hablaba mucho entre los jóvenes y las noticias eran vagas, de todos modos lo mencionaron de pasada y se lo «saltaron». La familia de ella había sido fascista, el abuelo de él, en cambio, era anarquista y el nieto más o menos. Aun así la frase «la propiedad es un robo» oída en la más tierna infancia él la recordaba pero no la dijo porque, aunque esa frase tuviera algo de verdad, decirla le parecía falso.

         Ocurrió que el chico, de pronto, se «coló» de una «señora rubia» que todos los bachilleres miraban: tuvo suerte, pero no hizo lo que todos sus compañeros pensaban que hacía con la «señora rubia». No lo hizo porque pensaba en ella y se avergonzaba. También ella pensaba en él, un día lo vio salir de casa de la «señora rubia» con unos pantalones cortos de pana, zapatillas de tenis y una chaquetilla de algodón azul con cremallera, un poco desteñida. Se sonrojaron, ella bajó la cabeza, el chico la siguió en silencio con sus zapatillas, y ella hizo como si nada pero entendió que aquel «algo más» tan complicado e imposible de decir era en realidad algo bastante simple. Un día se dijo: «Entre nosotros hay algo más que una simple amistad». Pero pensaba: «¿Cómo es posible? Tiene siete años menos que yo, yo soy una mujer y él un niño».

         Empezaron a tomarse de la mano, cosa que duró más de dos meses, una noche tumbados en la hierba bajo un álamo y junto a un río no hablaron ni se tomaron de la mano. El chico se decía: «Ahora la beso», ella pensaba que él la besaría y se preparaba imaginando el momento. Pero pasaron más de dos horas, tout était dans l’air, no ocurría nada y ella giró la cabeza masticando una brizna de hierba y pensando: «Lo sabía, es una cosa imposible, tiene siete años menos que yo y no le gusto porque soy demasiado vieja». Pero el chico se giró y con una autoridad que a ella le pareció absoluta le quitó de la boca la brizna de hierba y posó los labios cerrados sobre los suyos.

 

'Odio', de Goffredo Parise

 

Odio

De Sillabari [Abecedarios], de Goffredo Parise

Trad. Andrés Catalán

 

Un día un estudiante pasó frente a la puerta de un lujoso hotel de montaña y vio salir a una mujer un tanto anciana, o más bien la oyó, porque lo que captó su atención fue un sonido animal, un croar de rana. Miró hacia allí y efectivamente vio a una mujer menuda, regordeta, envuelta en un abrigo de visón blanco con un forro de visón negro. En la cabeza llevaba un puntiagudo sombrero de piel, también de visón blanco y negro. También las botas que calzaba estaban decoradas con visón blanco y negro en espiga.

         Observó su rostro: un rostro tostado por el sol, marrón, grasiento y reluciente, con forma de excremento de vaca, como con círculos concéntricos; al mismo tiempo recordaba al hocico aplastado de un sapo, con dos globos oscuros y saltones a los lados, coronados por una especie de reborde de cejas trazadas con un lápiz negro, y una boca muy ancha que le colgaba en las comisuras, desprovista de labios pero llena de carmín. Abrió la boca que parecía no tener dientes y emitió aquel sonido de sapo cantarín, hinchando la garganta y las venas del cuello exactamente igual que un sapo.

         El estudiante, que estaba muy cerca, no entendió el significado de aquel sonido, pero debía de tratarse de una orden, puesto que un camarero de inmediato se dirigió hacia una tumbona, la abrió y le hizo un gesto servicial a la mujer: esta se sentó con las piernas abiertas, extrajo diez mil liras a estrenar de un blancuzco bolso de cocodrilo y con una mano oscura toda membranas y uñas pintadas se las ofreció al camarero.

         Aquella imagen y el sonido que con felicidad y satisfacción brotaba de la hendidura húmeda y roja de la boca impactaron violentamente al joven, que se sintió palidecer y después ruborizarse abrumado por un fuerte sentimiento de odio. Había sentido odio muchas veces, aunque tal vez no fuera odio si se lo comparaba con lo que sentía en aquel momento: en aquel momento habría querido agarrar a la mujer de la tumbona, arrastrarla por la calle, golpearla, pisotearla y matarla con las botas de esquí.

         Esperaba a unos amigos que ya lo llamaban desde un largo automóvil, con enorme esfuerzo apartó la vista y el oído de la mujer y se encaminó hacia ellos. De carácter alegre, hizo el viaje con los amigos hacia las pistas de esquí sin pronunciar ni una sola palabra, hasta el punto que una chica de nombre Marina, la Marilyn de la facultad de física, le preguntó:

         —¿Qué pasa, Pino? —(el estudiante tenía el extraño nombre de Fiordispino)— ¿te has levantado con el pie izquierdo?

         —No me siento bien —respondió el estudiante con voz débil, como si estuviera a punto de desmayarse.

         Estaba pálido, abrumado aún por aquel sentimiento que no lograba explicarse de lo intenso que era. La carretera subía hacia las pistas de esquí por unas curvas estrechas y tras dos o tres de estas curvas el estudiante, que jamás se había mareado en el coche, pidió al conductor que parara, se bajó y vomitó en la nieve.

         Se avergonzó, sobre todo por estar delante de las chicas, Marina en cambio se acercó de inmediato a él, que estaba boca abajo sobre la nieve de la cuneta y que con una mano recogía para frotarse la cara. Les dijo a los chicos en el coche:

         —Seguid vosotros, si hace falta haré autostop, no me siento bien esta mañana, perdonadme.

         Hubo protestas de solidaridad, sobre todo por parte de Marina que con su mono rojo se negaba a moverse. El conductor, que ese invierno debía graduarse en medicina, aparcó el coche en la cuneta y, cumpliendo su deber de doctor en ciernes, bajó a echarle un vistazo a su amigo, blanco como la nieve.

         —Te haría falta un coñac o algo así —dijo el doctor en ciernes.

         En seguida otro muchacho, gordo y de pelo rojizo y rizado, sacó del bolsillo de la gabardina una diminuta botella de whisky que le ofreció al amigo. El estudiante echó un trago largo y enseguida se sintió mejor, recuperó incluso el color y tras dar algunos pasos y hacer algunos ejercicios de gimnasia (era un excelente atleta del equipo universitario), echó una carrerita y volvió a subirse al coche.

         Llegaron a los telesillas, desde allí subieron a la cima y esquiaron hasta las dos de la tarde.

         Hablaron muchísimo mientras esquiaban, se daban consejos y recomendaciones, los menos hábiles a los más expertos: «¡Cuidado con la avalancha!», le dijeron al estudiante que se había salido de la pista hacia la nieve virgen para hacer una de sus habituales exhibiciones «de cabra montesa». Pero el estudiante no se sentía bien y cayó provocando una pequeña avalancha de la que, sin embargo, logró levantarse y retomar el descenso, sosteniéndose a duras penas sobre la nieve «rota». Pero no se sentía bien, en el refugio apenas comió, regresaron a las cuatro, poco antes de que el aire helado del crepúsculo descendiera sobre las montañas desde las cimas teñidas de rosa.

         Ya a solas en su habitación, Pino debía estudiar, pero no fue capaz porque, delante de las fórmulas, mejor dicho, pensó él, «delante de la cultura de las fórmulas», se le apareció de inmediato la ancha cara con forma de excremento de vaca de la mujer y su voz de sapo. De nuevo lo invadió aquel sentimiento que a punto estaba de hincharle los músculos, listos para tomar la decisión, sin necesidad de pasar por la mente, de abalanzarse contra la mujer para golpearla, pisotearla y matarla.

         El estudiante se desahogó contra la almohada de la cama y después de una buena tanda de puñetazos se sintió más tranquilo y se puso a pensar: ¿quién podía ser aquella mujer? Una ricachona, sin duda, por cómo iba vestida con aquel visón doble, triple, y aquel bolso, y las diez mil liras que le había dado al camarero solo por abrirle la tumbona. Tal vez una frutera mayorista, una de los mercados centrales, pero no, algo más: tal vez una comerciante de ganado, quizá incluso tuviera un banco, pero su origen era sin duda popular, una self-made woman, si no una fulana que se había casado con un ricachón.

         Pero no debía de ser el caso: claramente el dinero lo había ganado personalmente, con sus negocios, o mejor dicho, con alguna fábrica semiclandestina, claramente no tenía marido o si lo tenía el marido no pintaba nada, era un pobrecillo, flaco, pequeño y servicial.

         ¿Pero por qué aquel sentimiento, aquel odio? Ahora el estudiante entendía que aquel sentimiento era solamente odio, y como era culto lo analizó y descartó enseguida que se tratara de odio de clase, que siempre es indirecto: aquí se trataba de un odio directo, inmediato, en ciertos aspectos animal, en definitiva lo definió para sí como odio de raza, de especie.

         Su personal interés por la biología, por el comportamiento animal, no le sirvió de nada. Persistió en la definición de odio de raza, de especie, concluyendo para sí, y sintiéndose cada vez más tranquilo, que los hombres pertenecían a la misma raza, a la misma especie, solo por convención, por mucho que fuera científica, y que en realidad eran de razas distintas, de una multitud de especies distintas que multiplicaban hasta llegar al individuo.

         El estudiante durmió mal, se despertaba sobresaltado continuamente pero no recordaba si eran sueños o pesadillas lo que lo despertaba, ni cuáles. Por la mañana se levantó temprano, fue a comprar los periódicos, se sentó en el café, leyó pero siempre con desgana y olvidando, de lo que leía, una palabra tras otra. Deambuló por el pueblo (durante la noche había caído mucha nieve) en un estado de gran inquietud. Casi no quería confesárselo ni a sí mismo, pero temía volver a ver a aquella mujer, encontrársela en algún sitio, y al mismo tiempo lo deseaba.

         Era casi la hora en que habían quedado, el estudiante había apoyado los bastones y los esquís contra un surtidor de gasolina cerrado, y fue en ese momento cuando oyó la llamada, el croar de rana de la mujer. Había salido, esta vez con otro abrigo de piel, de lobo o de lince, muy abultado y largo hasta los pies. Llevaba, sin embargo, el mismo gorro de piel y un bolso de cocodrilo oscuro. Hablaba y reía mostrando el hueco vacío y negro de su ancha boca, dentro del cual se alcanzaba a ver la lengua roja y brillante. «Quizá tenga un defecto en la boca», pensó el estudiante con calma, pero inmediatamente el odio lo hizo ruborizarse y le hinchó los músculos, justo en el momento en que la mujer pasaba a su lado. El estudiante vio cómo los párpados verdes de maquillaje de la mujer descendían un instante sobre los globos oculares, exactamente como las membranas de los sapos, y sin embargo queriendo expresar algo: un momento de concentración, una cuenta, unas cuentas, como si se tratara de una enorme ganancia por obtener o no obtenida.

         El estudiante le asestó un puntapié con una risa extraña, una patadita con la punta de las botas. Los párpados verdes de la mujer se abrieron de golpe, sus ojos saltones lo miraron asustados, las manitas aferraron con fuerza el bolso apretándolo contra sí. El estudiante propinó otra patada mucho más fuerte, en ese momento la mujer emitió aquel croar de rana que sin embargo era lento, entrecortado, casi como si quisiera llamar a la gente, pero la gente no podía entender aquel sonido y el estudiante le asestó un puñetazo muy fuerte, primero en el gorro, que se le caló hasta los ojos, y luego en plena cara, de la que brotó enseguida la sangre. La mujer forcejeó, ejecutó como un pequeño baile a ciegas en torno a sí misma, resbaló sobre el hielo y cayó.

         Desde la terraza la gente miraba, más curiosa que asustada, también había un guardia y un camarero con chaqueta blanca, pero quién sabe por qué nadie intervino. Todos miraban pero nadie se movía. Los golpes del estudiante eran tremendos, la sangre goteaba sobre la nieve y a ellos respondía aquel croar lento de rana, algún que otro pataleo y nada más.

         En cierto momento el estudiante intentó levantarla del suelo por la solapa del abrigo, que enseguida se descosió, y acercó el rostro grasiento y oscuro al suyo, dispuesto a asestar el golpe más fuerte, aquel con el que habría querido matarla, en toda la cara: llegó incluso a percibir el olor de la crema solar pero en ese instante la mujer pareció casi sonreír, ensanchando la ya ancha boca vacía con su roja lengua en una sonrisa de entendimiento, de acuerdo, en suma, de negocios.

         Fue un instante, el instante en el que el estudiante, con el puño levantado sobre su propia cabeza, estaba a punto de descargarlo sobre el rostro de ella con todas sus fuerzas. Pero aquella sonrisa, aquella propuesta de negocios, le arrebató toda la fuerza al puño y venció. El estudiante soltó a la mujer, que resbaló y cayó al suelo repitiendo su sonido y siempre mirándolo con aquella sonrisa: se dio la vuelta de golpe y se dirigió hacia el coche de los amigos, que ya estaban allí esperándolo. Cargó los esquís y partieron. Nadie del hotel ni de las tumbonas se movió, ni siquiera el agente, y la mujer, primero a cuatro patas, luego tambaleándose, volvió a ponerse en pie, se recompuso y lentamente, con un pañuelo en la nariz, reanudó su paseo.

29 de julio de 2025

'Antipatía', de Goffredo Parise

 

Antipatía

De Sillabari [Abecedarios], de Goffredo Parise

Trad. Andrés Catalán

 

Un día un hombre un poco perezoso que nunca se había interesado por la política porque no consideraba en modo alguno, a pesar de las reprimendas que recibía de todos lados, que «toda acción humana es una acción política», escuchó sonar el teléfono de una manera que le pareció antipática. Este hombre, a diferencia de tantos que tienen la certeza de explicarlo todo con la razón, a menudo no explicaba nada y, quizás debido a su pereza, se conformaba con recibir de las personas y las cosas señales que, sin ninguna explicación, ya contenían su propia explicación. Si aquel día por ejemplo el timbre del teléfono le parecía antipático aquello no constituía una ley en la que hubiera que «profundizar» con la razón, sino simplemente una casualidad, pues, de hecho, otras veces el sonido le había parecido simpático, saltarín, o frívolo, o chismoso, y anunciaba algo bueno y amigable. Pero aquel día, como lamentablemente en otras ocasiones, no: quizá debido a que el primer timbrazo le había parecido prolongado y de alguna manera irritante, quizás debido al hecho de que el teléfono continuaba sonando sin que la persona que llamaba se cansara de esperar (lo que mostraba una constancia sorda, un temperamento tenaz, sin miedo a resultar inoportuna), el caso es que el hombre sintió en ese momento antipatía por quien llamaba.

         Esperaba que la persona, quienquiera que fuese, le desmintiera esa sensación, pero tenía algo más que dudas y se dispuso a contestar de mala gana. Al otro lado escuchó una voz dulzona, «disfrazada», que le resultó completamente desconocida, incluso después de que anunciara su nombre. Sin embargo, conocía bien a esa persona, aunque en ese momento había olvidado tanto su nombre como el timbre de su voz. Era una persona que en aquellos años muchos consideraban importante, o mejor dicho, que muchos consideraban importante para darse importancia ellos mismos. Pero tenía un rostro huesudo y feo, en forma de puño, una boca hundida en un hueco óseo como algunos desdentados y sobre todo tenía unos ojos inquietos que nunca se detenían en los ojos de la persona con la que hablaba.

         Quien nunca mira a los ojos y desvía la mirada nerviosamente aquí y allá siempre resulta desagradable; aún más desagradable en su caso porque recordaba no a la inquietud humana y cognitiva sino a la ansiedad animal y astuta de los monitos que nunca miran a quien los observa y que en cambio desvían siempre la vista hacia los objetos, reales o imaginarios, que tienen la posibilidad de agarrar y comer: así miraba esa persona a hombres y cosas, evaluando inmediatamente la cantidad, lo tangible y por así decirlo comestible, pero nunca la calidad: de este modo había logrado acumular una gran cantidad de conocimientos sin calidad pero muy vigentes en aquellos años y que le habían dado fama de persona importante.

         Tratándolo de «tú» pero con voz dulzona fue directo al grano: pedía una subvención para algunos refugiados españoles que luchaban contra el régimen del generalísimo Franco y que en aquel momento se encontraban en Italia. Dijo que se había dirigido a él como persona «notoriamente progresista», confiado en que no rechazaría una contribución al «proceso de revolucionarización» que se estaba realizando en ese país.

         El hombre perezoso sintió una antipatía inmediata por dos razones: primero porque esas palabras no tenían sentido y segundo porque, considerándose una persona que sabía muy poco, envidió en el otro la habilidad fonética para asimilar y pronunciar sin dificultad palabras no solo sin sentido sino también muy difíciles de pronunciar. Dejó de lado esa modorra, que tan bien conocía y que siempre nacía de la antipatía (de hecho, la modorra se identificaba con la antipatía), y respondió que no se consideraba «notoriamente progresista» habida cuenta de que no se interesaba por la política (el otro comenzó de inmediato a decir que «toda acción humana es una acción política», como si anunciara una de aquellas largas y aburridas lecciones que, lamentablemente, a uno le toca sufrir en la vida pero que en todo caso hay que evitar al teléfono). Luego dijo que no conocía personalmente a los refugiados y, finalmente, repitió una vez más que, al no estar interesado en la política, no iba, digamos... a contribuir.

         Se hizo un silencio durante el cual el hombre adivinó exactamente la objeción del otro, que de hecho llegó pocos segundos después. Era esta: «Mira, piénsalo, porque esto es un típico lapsus: significa que eres un indiferente, por no decir un fascista». La advertencia, pronunciada siempre con voz dulzona, tenía la intención de provocar un resentimiento y una inmediata aclaración pero no provocó nada porque eso ya estaba previsto, y el hombre respondió con voz simple y casi humilde: «Puede ser, no entiendo mucho». El otro continuó: «Deberías ir a un psicoanalista», esperando un «¿por qué?» que nunca llegó, y en su lugar oyó un largo suspiro. Entonces cambió el tono, pero no la voz, y dijo: «Oye, ¿nos vemos una noche de estas? Ya no nos vemos nunca» y el hombre respondió que se iba de viaje, un viaje de muchos meses. «¿Y cuándo vuelves?».

         «Dentro de muchos meses, quizá seis, o más, pero a mi regreso, con mucho gusto».

         La conversación continuó un poco más sobre el tema del viaje, inventado en ese mismo momento por el hombre perezoso, por lo que resultó difícil y aburrida ya que el «otro» insistía en saber detalles de lugares y fechas, pero finalmente terminó.

         Pasaron los meses que debían pasar y un día el hombre, que ya se había olvidado por completo del asunto, escuchó de nuevo el timbre antipático del teléfono y con somnolienta inocencia contestó. Era él. Pedía una subvención para algunos guerrilleros palestinos que estaban de paso. Obtuvo un rechazo, repitió el discurso de hace meses, encontró «indiferencia culpable» y ninguna disposición al «diálogo». El hombre admitió no tener ninguna disposición al «diálogo», no por maldad sino por falta de competencia.

         Pasó aún más tiempo y otra vez el hombre oyó el timbre antipático del teléfono y también esta vez, sin recordar nada de las llamadas anteriores, levantó el auricular con un suspiro. No se trataba del «otro», sino de una voz de mujer que pedía la firma y la subvención mediante suscripción a una revista política muy de moda en esos años. El hombre repitió su estribillo y se negó. Luego vio que eran las ocho de la mañana de un domingo iluminado por un sol radiante y casi sin sombras y entendió que su rechazo no solo estaba justificado por muchas razones en las que sin embargo no «profundizaba», sino también por la naturaleza: la llamada se había producido en un día y una hora inoportunos, con un clima completamente impropio para una suscripción anual a una revista de un minoritario grupo político. Además la mujer, que había sido, a decir verdad, muy sucinta, había pronunciado las palabras «plataforma de lucha» y esa frase le resultó antipática porque le recordó el ring donde había visto morir a un hombre.        

         Una noche el hombre se encontró cenando cara a cara con el «otro», y de inmediato sintió que este tenía un fuerte deseo de «discutir» y suspiró. No podía irse, su lugar se lo había asignado la anfitriona y veía o le parecía ver alrededor de la mesa a algunas mujeres bellísimas y a hombres muy simpáticos e interesantes, de los que sin embargo el destino lo había alejado. El «otro» ya había empezado a hablar pero el hombre apenas lo escuchaba, concentrado solamente en las conversaciones frívolas de la anfitriona y los demás invitados que, para gran envidia suya, reían. Los miraba de reojo y apenas los oía pero por simpatía también había esbozado en los labios una sonrisa: el vino, un Brunello di Montalcino exquisito, el excelente roast-beef que la anfitriona había hecho traer frente a los invitados para que el cocinero lo deshuesara con un cuchillo veloz y brillante, las suaves pommes soufflées, los ojos negros y profundos de una mujer al otro lado de la mesa y su risita burbujeante como una fuente, todo aquello predisponía sus labios a una sonrisa. Pero el «otro» no entendió, o más bien, creyó entender de una manera que desconocida para el hombre el significado de su sonrisa, y por razones igualmente desconocidas se dirigió a él en voz alta para atraer su atención y quizás la de otros y dijo: «Entonces tú, puesto que no admites ninguna alternativa, prefieres a los coroneles...».

         En ese momento el hombre, que no había escuchado las frases anteriores, al oír aquellas palabras desconocidas e inconexas, hizo una pausa temerosa y pensó en el ejército y en algunos rangos militares para poder responder; y siempre con la sonrisa en los labios, aunque el sentimiento de esa sonrisa había sido perturbado por «algo» (que él no sabía qué era), dijo que lamentablemente, al no haber hecho el servicio militar y puesto que no conocía ese ambiente, no podía pronunciarse. La modorra rondaba su mente mientras hablaba pero al mismo tiempo, viendo la cara del «otro», como en un juego de damas, adivinó de qué coroneles se trataba. Se refería a los coroneles que en esos años se habían hecho con el poder en Grecia. Pero ni siquiera era así: el «otro» se refería a los coroneles italianos. Sin palabras debido a la apática ignorancia de su interlocutor, movió los ojos astutos y voraces por aquí y por allá, dio un sorbo al Brunello como si fuera un vino cualquiera y comió roast-beef y pommes soufflées rápidamente y sin mirarlos antes. El hombre perezoso aprovechó esa breve pausa para dirigirse a la esposa del «otro», que estaba sentada a su lado: le hizo un cumplido a un broche antiguo que llevaba prendido en el escote del vestido.

         «¿Es antiguo, sabe?» dijo la mujer, y levantando una manita regordeta, de muñequita, mostró el anillo a juego: «También este es antiguo», dijo, y luego, como avergonzándose de quién sabe qué, quizás de lo que ella consideraba un lujo excesivo, añadió: «Una ganga». En realidad el broche y el anillo eran objetos antiguos pero de poco valor, y el hombre entendió que la mujer, para sus adentros, desde el momento de la «ganga» debía haber sentido la emoción de una mujer pobre y poco elegante al tocar unas joyas que ella consideraba de gran valor material y mundano; y ese sentimiento puro le agradó al hombre e hizo que viera con mejor ojos también al marido que le inspiraba antipatía. Lo miró y justo en aquel momento el marido se metió en la boca, al mismo tiempo, con el tenedor una pomme soufflée y con los dedos un gran trozo de pan (dos cosas que no combinan) de una manera un tanto encorvada, entre humilde y glotón, de una humildad y una gula tan antiguas, irredimibles y lejanas a toda esperanza «futura» que el hombre, sabiendo lo breve que es la vida, con gran alivio dejó de sentir antipatía por él.

 

 


 

30 de junio de 2025

'La canción de amor de J. Alfred Prufrock', de T. S. Eliot

 

La canción de amor de J. Alfred Prufrock

T. S. Eliot

 

(Trad. Andrés Catalán)

 

 

S’io credesse che mia risposta fosse
A persona che mai tornasse al mondo,
Questa fiamma staria senza piu scosse.
Ma percioche giammai di questo fondo
Non torno vivo alcun, s’i’odo il vero,
Senza tema d’infamia ti rispondo.

 

Vayamos pues tú y yo,

cuando la tarde se tiende sobre el cielo

como un paciente anestesiado en la camilla;

vayamos, por ciertas calles solitarias,

los susurrantes refugios

de las noches de insomnio en baratas pensiones de una noche

y los restaurantes de serrín y restos de ostras:

calles que se suceden como una tediosa discusión

con la intención traicionera

de conducirte a una pregunta abrumadora...

 

Mira, no preguntes: «¿Qué sucede?».

Vayamos de una vez a hacer nuestra visita.

 

En la habitación las mujeres van y vienen

hablando de Miguel Ángel.

 

La niebla amarilla que se frota la espalda en las ventanas,

el humo amarillo que se frota el hocico en las ventanas,

lamió con su lengua los rincones de la tarde,

flotó sobre los charcos que forman los desagües,

dejó caer sobre su lomo el hollín que cae de las chimeneas,

resbaló en la azotea, dio de repente un salto,

y al ver que la noche de octubre era agradable,

se acurrucó alrededor de la casa, y se durmió.

 

Y sin duda habrá tiempo

para el humo amarillo que se desliza por la calle,

frotándose la espalda en las ventanas;

habrá tiempo, habrá tiempo

para prepararse una cara que afronte las caras que has de afrontar;

habrá tiempo para asesinar y para crear,

y tiempo para todas las obras y los días llenos de manos

que levantan y dejan caer una pregunta en tu plato;

tiempo para ti y tiempo para mí,

y tiempo aún para cien indecisiones,

y para cien visiones y otras tantas revisiones,

antes de tomar el té y una tostada.

 

En la habitación las mujeres van y vienen

hablando de Miguel Ángel.

 

Y sin duda habrá tiempo

para preguntarse: «¿Me atrevo?» y «¿Me atrevo?».

Tiempo para darse la vuelta y bajar por la escalera,

con la calva incipiente en mi pelo...

(Dirán: «¡Se está quedando calvo!»).

Mi chaqué, el cuello apretado y subido hasta el mentón,

mi lujosa y recatada corbata, pero sujeta con un sencillo alfiler...

(Dirán: «¡Qué delgados tiene los brazos y las piernas!»).

¿Me arriesgaré acaso

a perturbar el universo?

En un minuto hay tiempo

para decisiones y revisiones que en un minuto cambiarán.

 

Porque ya las conozco, todas las conozco:

conozco las noches, las mañanas, las tardes,

he medido mi vida con cucharillas de café;

conozco las voces que se apagan con una cadencia moribunda

bajo la música que llega de una habitación lejana.

            Así que, ¿cómo voy a atreverme?

 

Y conozco ya los ojos, todos los conozco...

Los ojos que te fijan en una frase hecha,

y reducido a una frase hecha, despatarrado en un alfiler,

bien clavado y retorciéndome en la pared,

entonces ¿cómo voy a empezar

a escupir todas las colillas de mis días y costumbres?

            ¿Y cómo voy a atreverme?

 

Y conozco ya los brazos, todos los conozco...

Brazos con pulseras y blancos y desnudos

(¡pero a la luz de la lámpara, con un pelillo rubio!).

¿Será el perfume de un vestido

lo que me hace divagar de esta manera?

Brazos que descansan en la mesa, o envueltos en un chal.

            ¿Y entonces debería atreverme?

            ¿Y cómo voy a empezar?

 

¿Debería decir: he recorrido al atardecer las callejuelas

y he visto el humo que sale de las pipas

de hombres solitarios asomados a las ventanas, en mangas de camisa?...

 

Preferiría haber sido un par de tenazas afiladas

que se escabullen por el lecho de un mar en silencio.

 

¡Y la tarde, la noche, duerme tan plácidamente!

Tranquilizada por unos largos dedos,

dormida... cansada... o haciéndose la enferma,

tendida sobre el suelo, aquí junto a ti y junto a mí.

¿Acaso, tras el té y los pasteles y los helados,

tendré fuerza para precipitar el momento a su crisis?

Pero aunque he llorado y ayunado, llorado y rezado,

aunque he visto cómo traían mi cabeza (ya algo calva) en un plato,

no soy ningún profeta... Y poco importa;

he visto destellar el momento de mi grandeza,

y he visto al eterno Lacayo sujetarme el abrigo, y reírse,

y la verdad, tuve miedo.

 

Y acaso habría merecido la pena, después de todo,

después de las tazas, la mermelada, el té,

entre la porcelana, entre las habladurías sobre ti y sobre mí,

acaso habría merecido la pena

haberle hincado el diente al asunto con una sonrisa,

haber reducido el universo a una pelota

para hacerla rodar hacia una pregunta abrumadora,

para decir: «Soy Lázaro, volví de entre los muertos,

volví para deciros a todos, os lo diré a todos...».

Si uno, al colocar una almohada junto a su cabeza

            dijera: «No es eso lo que quería decir;

            No es eso para nada».

 

¿Y acaso habría merecido la pena, después de todo,

acaso habría merecido la pena,

después de los atardeceres y los patios y las calles regadas,

después de las novelas, las tazas de té, después de las faldas que arrastran por el suelo...

y esto, y tantas otras cosas?

¡Me resulta imposible solo decir lo que pretendo!

Pero como si una linterna mágica proyectara los nervios en una pantalla:

acaso habría merecido la pena

si uno, al colocar una almohada o quitarse un chal

y volverse hacia la ventana, dijera:

            «No es eso para nada,

            no es eso lo que quería decir para nada».

 

¡No! No soy el príncipe Hamlet, ni pretendía serlo;

soy solo un simple cortesano, uno que servirá

para engrosar un desfile, empezar una escena o dos,

aconsejar al príncipe; no hay duda, un tonto útil,

respetuoso, feliz de servir para algo,

diplomático, cauto, y meticuloso;

capaz de grandes frases, pero un tanto obtuso;

a veces, sin duda, un tanto ridículo...

Un tanto, a veces, el Bufón.

 

Me hago viejo... me hago viejo...

Me haré un dobladillo a los bajos de los pantalones.

 

¿Debería peinarme con la raya al medio? ¿Me arriesgo a comer un durazno?

Me pondré pantalones de franela blanca y me iré a pasear por la playa.

He oído cantarse a las sirenas unas a otras.

 

No creo que canten nunca para mí.

 

Las he visto nadar sobre las olas mar adentro

peinando hacia atrás el blanco cabello de las olas 

cuando el viento encrespa las aguas de blanco y negro.

Nos demoramos demasiado en los aposentos del mar

junto a muchachas marinas adornadas con algas rojas y pardas

hasta que unas voces humanas nos despiertan, y nos ahogamos.