UN CADÁVER A LOS POSTRES
Andrés Catalán
Todo el mundo recordará la escena de la tragedia escocesa de Shakespeare en la que el fantasma de Banquo, destinado a engendrar un linaje de reyes y por ello mismo asesinado por su antiguo amigo y aliado, se aparece —poniéndolo todo perdido de ectoplasma— en el banquete del Acto tercero. Solo visible para un Macbeth atormentado por la culpa, su muda presencia basta para acabar con una reunión —que tampoco es que se anunciara excesivamente jaranera—, tal y como lo anuncia la terrible Lady Macbeth: "You have displac'd the mirth; broke the good meeting / with most admir'd disorder" [Habéis desterrado a la alegría; puesto fin a la reunión / con un trastorno digno de admirarse]. De este episodio procede la expresión inglesa "the ghost at the feast", que podemos encontrarnos en ocasiones en las variantes "the skeleton at the feast" o "the specter at the feast". Ser eso, "un fantasma en el banquete", viene a convertirte en esa persona cuya presencia basta para dar al traste con cualquier alborozado encuentro: una comida familiar, una recepción, un cumpleaños, una noche de copas; te convierte, dicho en castellano, en un inevitable aguafiestas, en un cenizo de cuidado.
No conocía la expresión y me la encontré hace poco en un poema del norteamericano Robert Frost. Como sucede la mayor parte de ocasiones en poesía, el autor juega con el significado literal y figurado de la expresión, haciendo imposible (nunca digas imposible: haciendo extremadamente difícil) la traducción: optar por "aguafiestas" donde había un fantasma y un banquete es perder demasiado significado (¡y demasiadas sílabas!) y lo contrario daría una dimensión paranormal al poema que este no tiene. "No human specter at the feast / can scant or hurry her the least. / She takes her time to take her fill". Como se trata de Frost, el granjero Frost, nuestra protagonista es una gallina, una pularda tragaldabas y bastante finolis: ni un fantasma de hombre o bestia, ningún entrometido, podría apresurarla o escatimarle nada del alimento al que aplica su total atención. El problema, claro, consiste en mantener el juego con la expresión sin perder el significado. Y aquí es donde el anecdótico problema de traductor me sirve para hablar de traducción y de entrometimientos. Uno menor (o no) es el de mi pareja que, acuciada por mis quejas ante los imposibles juegos de palabras de Frost, sugirió "convidado de piedra", cosa que jamás se me habría ocurrido. No es lo mismo (un convidado de piedra es alguien que en una reunión no participa de ella, mas no tiene por qué arruinar el encuentro), pero conserva el origen libresco (el Burlador de Tirso), el aspecto fantasmal (se trata de la estatua de piedra de un muerto), festivo (se le invita a una cena) y permite conservar el juego de palabras: "Ningún convidado de piedra a su banquete / podría escatimar o apresurarla lo más mínimo. / Se toma su tiempo en llenarse el buche".
Y es que se me ocurre que, de alguna manera, todo traductor es eso, un fantasma aguafiestas, una presencia hostil e indeseada en el texto que traduce. Si resulta demasiado visible hará fracasar irremediablemente la fiesta del poema, provocando que el lector huya despavorido como los invitados de Macbeth o dando pie a exabruptos nada cariñosos por su parte dedicados a la madre del editor. Lo peliagudo es sin embargo que no hay más remedio que hacer de fantasma, que pringar de ectoplasma la página que reconviertes a tu idioma. Más aún si se trata de un poema, si hace falta que de alguna manera el texto vibre con un aliento, con una longitud de onda perceptiblemente auténtica que una traducción aséptica y fielísima al original no permitiría en ningún caso. En ese equilibro, entre el ser aburridamente invisible y el convertirte —como el título de esa hilarante película— en un cadáver a los postres, se encuentra, supongo, el secreto de un poema bien traducido. Lo ideal sería, claro, pasar absolutamente desapercibido a la vez que infundes vida a las palabras, lo cual a veces no es posible ni de lejos. Pero that's the way the cookie crumbles o, en la ¿única? traducción posible de tan sugerente expresión anglosajona, es lo que hay.
(Publicado en Quimera, 364, 2014)

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