22 de agosto de 2018

Dos textos de P.P. Pasolini / Cecilia Mangini


Más allá de la ciudad nace una nueva ciudad, nacen nuevas leyes allí donde la ley es el enemigo, nace una nueva dignidad donde ya no hay dignidad, nacen jerarquías y convenciones despiadadas en la extensión de parcelas, en las zonas sin límite donde te parece que acaba la ciudad, que vuelve a empezar, sin embargo, vuelve a empezar enemiga miles de veces, en laberintos polvorientos, en frentes de casas que cubren horizontes enteros.
Ser pobre, ser humilde, dormir en una pequeña habitación de diez en diez, tener un padre con la misma ropa desde hace diez años, tener una madre que grita por la casa como los hombres, tener hermanos con los que hablar solo para discutir o pelearse, no conocer nada que no sea el propio barrio, no tener más que cuatro amigos vagabundos, no reconocer ninguna fe.
No tener una lira para el tranvía, arrastrar los pies por las aceras, sentarse sobre la hierba sucia y los cascotes, consolarse siendo un desalmado.
Haber caído del seno de la madre al fango y al polvo de un desierto que los quiere libres y solos, haber crecido en un bosque donde los hijos luchan con los hijos para educarse en la vida de los adultos, ser niños en una ciudad hecha para la piedad y la riqueza sin conocer otra cosa que la propia hambre.
El trabajo: cien liras para la madre y cien liras para divertirse. De corazón no se hace otra cosa que divertirse. La ciudad es una tentación. Al chaval de la calle que se desloma por ganar cien liras no le gusta trabajar: ha nacido cansado.
De los chavales de la calle todos ignoran el alma ligera y alegre que tienen. Son cínicos, demasiado experimentados, dispuestos a todo, pero es suficiente con una camiseta y un par de zapatos, porque resulta que también el más chulo tiembla.
Algún robo, algún atraco. Así terminan a veces en Porta Portese, en su prisión. Allí adentro pierden la voz de fumar. Los camaradas de afuera saben que por un paquete de cigarrillos harían casi cualquier cosa.
Amor, consuelo de la miseria. En la facilidad del amor el desposeído se siente hombre. Los jóvenes se lanzan a la aventura seguros de estar en un mundo que les tiene, a ellos, a su sexo, miedo.
Su piedad está en ser despiadados. Su inocencia en su vicio. Su fuerza en la ligereza. Su esperanza en no tener esperanza.
Están llenos de espíritu. Sus apodos son Baficchio, Luccicotto, Rondone, Zimmi'o, Fumetto, Paino, Rabadicchio, Lumacone, Candeletta, Chinotto, Sciacallo, Gricio, Buretta, Budda, Capinera, Cippa, Pallino, Pomodoro, Pluto, Rospetto, Bidone, Zu, Zagottone, Nasca, Branda, Spinoso, Pazzia, Brooklyn, Droga.
Algún robo, algún atraco. Especialmente en Pascua o Navidad, para disfrutar las fiestas. Estos nacidos en la miseria, de viejas familias de sirvientes o artesanos, o venidos del sur, o que han terminado aquí provenientes del norte, este ejército acampado tras los aguazales y los terraplenes, pasos elevados y viaductos desconchados, estos miles de rebeldes y de violentos están en realidad demasiado resignados, transforman demasiado a menudo las injusticias en una antigua y vital alegría.

(Pier Paolo Pasolini, texto para el corto documental de Cecilia Mangini "Ignoti alla città". La traducción es mía).

***

Llorad, madres que tenéis hijos, llorar con todo vuestro dolor, que os salga de las hojas del alma que os abandonan antes de tiempo. Viene la muerte que no nos respeta, que a todos nos ha señalado. Llorad con luto, llorad pequeños, llorad grandes, llorad muchachos, esta flor se quedó sin fuerza y tenía tan solo dieciséis años. Yo te esperaré, yo, oh hijito mío, te esperaré hasta las tres, cuando vea que no vienes correré a buscarte al jardín y al patio. Yo te esperaré, yo, oh hijito mío, te esperaré hasta las cinco, cuando vea que no vienes correré a buscarte entre todos los familiares. Yo te esperaré, yo, oh hijito mío, te esperaré hasta las nueve, cuando vea que no vienes, perderé toda esperanza y si veo que no vienes y a las diez no apareces, a las diez me convertiré en tierra, en tierra, en tierra para sembrar. Yo te esperaré, yo, oh hijito mío, te esperaré hasta que acabe el año, y cuando vea que no vienes me ennegreceré como el hollín. Y tú, corazón quemado, llora, llora, grita siempre como un buey salvaje que te has quedado sin luz en el mundo. Si me hubieses dicho, hijito mío, que estabas a punto de marcharte, te habría preparado una cesta con toda tu ropa. ¿Quién te preparará el traje de los domingos? Ninguno de los que están aquí. Te quedarás solo. ¿Quién te lavará la camisa, hijo mío? Te la lavarán la lápida y la tierra. ¿Y quién te la podrá planchar? Te la plancharán la lápida y la tierra. ¿Quién te despertará, hijito mío, cuando esté entrado el día? Ahí abajo es siempre sueño, es siempre noche oscura

(Pier Pasolo Pasolini, adaptación de un canto en griego salentino para el corto documental de Cecilia "Stendalì, suonano ancora". La traducción es mía).



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