6 de agosto de 2014

Tres reseñas de 'Ahora solo bebo té'


Luis Bagué Quílez, suplemento "Babelia" del diario El País, 10/5/2014

En su segunda salida en solitario, Andrés Catalán (Salamanca, 1983) se perfila como una voz singular en la poesía española reciente. Entre la plasticidad de la imagen y la precisión de la palabra, Ahora solo bebo té (Premio “Emilio Prados”) despliega una galería en la que encontramos naturalezas muertas, trampantojos pop e incluso instalaciones audiovisuales. [...] 

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Carlos Alcorta, Quimera, nº 367, junio de 2014

Que Ahora sólo bebo té lo encabece una cita de Robert Hass no es asunto que deba pasar inadvertido, porque la labor de traducción que Andrés Catalán ejerce traspasa sus demarcaciones e influye —de manera quizá sutil, pero inevitable— en la escritura de sus propios poemas. Es notable la influencia de la poesía norteamericana, pero no de la que abandera el Ashbery más impenetrable, sino aquella conformada por poetas de dicción más contenida, en los que la elocuencia irracional está tutelada, cuando existe, por un lenguaje apegado a la realidad congruentemente formulado —poetas como Strand o Simic, e incluso otros cuyo discurso es más narrativo, como Billy Collins o Sthepen Dunn. [...]

Para leer más, en el blog de Carlos Alcorta, aquí.





Agustín Pérez Leal, Turia, nº 111, 2014

La écfrasis o ecfrasis es el recurso retórico consistente en describir con minucia y detenimiento una obra artística, real o no, muchas veces como forma de incidir en algún aspecto poco definido de lo narrado. Consiste, habitualmente, en un paréntesis descriptivo que, como sucede en la aventura de Don Quijote con el vizcaíno, suspende la acción y la sustituye por la detenida observación del objeto que la representa. El más venerable ejemplo de écfrasis es la descripción del escudo de Aquiles en el canto XVIII de la Ilíada; un papel similar cumple para la lengua castellana la descripción pormenorizada de la tienda de Alexandre en el anónimo libro del mismo nombre. Modernamente, Flaubert dio a la écfrasis patente de corso para engastarse en el decurso narrativo de la novela, y usó de ella repetidamente, sobre todas, en Madame Bovary. Proust, Robbe-Grillet y todo lo posterior dependerá, por supuesto, del lector y su equipaje de lecturas. Ese mismo lector, que ahora me honra con su atención, sabrá disculparme una introducción tan escolar y extemporánea si le digo que Andrés Catalán, autor del libro que vengo a comentar, es experto en el susodicho procedimiento retórico y, amén de traductor y poeta, ha dedicado sus energías de investigador a rastrear el empleo de la écfrasis en la poesía moderna y contemporánea. De ese modo consigna la frecuente presencia en la lírica de un recurso tradicionalmente ligado al ámbito narrativo, al tiempo que predica con el ejemplo en este sorprendente y bien dispuesto Ahora solo bebo té. El libro está dividido en tres secciones de considerable unidad formal y coherente intención. La primera de ellas, la que da título al conjunto, es toda una declaración de intenciones: la écfrasis heroica de los tiempos antiguos, la de los bibelots y ornatos del arte decimonónico, centra ahora su atención en un elemento humilde, fabricado en serie: una taza de té de porcelana roja; es decir: un objeto industrial, exactamente igual a otros miles como él, al que sólo las circunstancias que lo asocian a la voz lírica dota de una precaria singularidad. Poema tras poema, la mirada del poeta se detiene en esa taza por motivos aparentemente personales, sentimentales: se trata del último rastro, el pecio final de un fracaso amoroso. Con ello, cada vez que el poeta se refiere a la taza y al hábito adquirido de beber té en ella cifra en el objeto y en el acto todos los elementos emocionales de la historia amorosa. La taza y el beber se convierten así, sucesivamente, en resto de un naufragio, emblema, símbolo, sacramento, fetiche y mito del amor perdido. La imaginación del poeta la crea y recrea una y otra vez para, por fin, destruirla hecha añicos en un inevitable desenlace que convierte la sección en una larga, detenida metáfora del olvido. Un evidente tono elegíaco y reflexivo domina toda esta primera parte. Las referencias culturalistas se suman en ella al inicial prosaísmo que, como punto de partida, se convierte en una declaración de intenciones: la antigua retórica de los héroes y sus armas ha sido sustituida por el autoanálisis que se proyecta en una taza de té roja como la pasión, algo que se vacía, que tiene posos, y que se hará añicos como un corazón roto. Lo sorprendente, lo más valioso a mi entender de la propuesta, reside en las constantes metamorfosis que la mirada del poeta opera sobre la taza: forrada con pelo como el famosísimo juego de desayuno en piel de Meret Oppenheim, remite de inmediato a la Venus de Sacher-Masoch; sobre la mesa de la cocina, es un bodegón de Morandi; ausente su dueña, se convierte en sustituto del objeto de deseo. Su ausencia es la de la amada; pero también lo es su presencia, su entidad irreductible. La etimología de su nombre se refleja en la historia de amor y desamor que se vive a través de ella; y lo mismo sucede con la Historia, a la que el poeta acude como a un bálsamo: puesto que todo acaba y se extingue, el final ya está escrito y ya ha sido vivido y aceptado de antemano. Todo el conjunto es servido al lector mediante una lengua desmenuzada y rota, replegada en sí misma, deliberadamente fría y cerebral (léase el poema que da título al conjunto), y un verso seco que lo mismo juega a los entrecortados de la prosa que se enreda en las circunvoluciones del excurso meditativo. La taza cantada, única entre mil otras idénticas como la rosa única del Principito, se atisba y entrevera con citas de Wallace Stevens, T.S. Eliot, Nacho Vegas o Aníbal Núñez. El resultado, parejo a la metonimia fetichista que cifra en sorbos de té los besos perdidos, es la sustitución de la historia de amor y su fracaso por la repetida manipulación artística de una simple taza, objet trouvé, tema o pretexto para una veintena de variaciones que van del surrealismo al nouveau roman; de Zurbarán o Magritte al inevitable trencadís final. A fin de cuentas, queda el perfume de una historia de amor acaso sucedida, y los restos de un naufragio que responden a una taza también quizá existente. Nada de eso importa: ya nos dijo Machado que “No prueba nada / contra el amor que la amada / no haya existido jamás.” Quedan dos partes del libro. La segunda, de tono decididamente culturalista, recoge poemas centrados en la descripción de modos de pintar, obras plásticas y visitas a museos (Whistler, Hammershøi, Monet, Modigliani, Van Gogh, Velázquez…), anécdotas y leyendas acerca del acto creativo o la naturaleza de la creación artística. El tono sigue siendo reflexivo y mental; a veces el poeta teoriza en verso, o analiza con pulcritud de taxidermista el objeto y tema de su texto. Cierran el libro diez poemas y una coda en rendido homenaje a la obra plástica de Antonio López. En ellos, la voz del poeta oscila entre la minuciosa descripción, el análisis deconstructivo de la obra de referencia (Gran vía, clavel) y la observación de la pintura como pretexto para dejar volar la imaginación (Lavabo y espejo). Ahora solo bebo té recibió el XIV premio de poesía “Emilio Prados” el pasado otoño. Algo de otoñal hay en todo el proceso: la descripción de todo objeto evoca lo ausente, pone en evidencia la pérdida o inaccesibilidad del objeto evocado. La taza evoca a la persona amada del mismo modo que el poema evoca a la taza desaparecida. La cadena prosigue y se imbrica con la de la Historia (una taza de té en la que se cifra la memoria personal de quien habla no deja de tener mucho de déjà vu): Proust, la madalena en forma de concha, el aroma del té, la tía Léonie, Combray, el tiempo nunca recobrado. Sospecho que esa evocación tácita y evidente es intencionada y encierra algo de socarronería: este libro sería a Proust lo que una serigrafía de Warhol a la Venus de Milo. El mundo en que se mueve Andrés Catalán ha perdido la inocencia. No busca tiempos perdidos: sabe de sobra que intentarlo sería un esfuerzo estéril, condenado al fracaso, irrealizable. Se limita a jugar con los conceptos y, de vez en cuando, mira por el retrovisor los restos del naufragio de la belleza que pasó. A esto llamamos hoy elegía.





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