Luis Bagué Quílez, suplemento
"Babelia" del diario El País, 10/5/2014
En su segunda salida en solitario, Andrés
Catalán (Salamanca, 1983) se perfila como una voz singular en la poesía
española reciente. Entre la plasticidad de la imagen y la precisión de la
palabra, Ahora solo bebo té (Premio “Emilio Prados”) despliega una galería en
la que encontramos naturalezas muertas, trampantojos pop e incluso
instalaciones audiovisuales. [...]
Para leer más, en el blog de Bagué Quílez, aquí.
Carlos Alcorta, Quimera, nº 367, junio de 2014
Que Ahora sólo bebo té lo encabece una cita de
Robert Hass no es asunto que deba pasar inadvertido, porque la labor de
traducción que Andrés Catalán ejerce traspasa sus demarcaciones e influye —de
manera quizá sutil, pero inevitable— en la escritura de sus propios poemas. Es
notable la influencia de la poesía norteamericana, pero no de la que abandera
el Ashbery más impenetrable, sino aquella conformada por poetas de dicción más
contenida, en los que la elocuencia irracional está tutelada, cuando existe,
por un lenguaje apegado a la realidad congruentemente formulado —poetas como
Strand o Simic, e incluso otros cuyo discurso es más narrativo, como Billy
Collins o Sthepen Dunn. [...]
Para leer más, en el blog de Carlos Alcorta, aquí.
Agustín Pérez Leal, Turia, nº 111, 2014
La écfrasis o ecfrasis es el recurso retórico
consistente en describir con minucia y detenimiento una obra artística, real o
no, muchas veces como forma de incidir en algún aspecto poco definido de lo
narrado. Consiste, habitualmente, en un paréntesis descriptivo que, como sucede
en la aventura de Don Quijote con el vizcaíno, suspende la acción y la
sustituye por la detenida observación del objeto que la representa. El más
venerable ejemplo de écfrasis es la descripción del escudo de Aquiles en el
canto XVIII de la Ilíada; un papel similar cumple para la lengua castellana la
descripción pormenorizada de la tienda de Alexandre en el anónimo libro del
mismo nombre. Modernamente, Flaubert dio a la écfrasis patente de corso para
engastarse en el decurso narrativo de la novela, y usó de ella repetidamente,
sobre todas, en Madame Bovary. Proust, Robbe-Grillet y todo lo posterior
dependerá, por supuesto, del lector y su equipaje de lecturas. Ese mismo
lector, que ahora me honra con su atención, sabrá disculparme una introducción
tan escolar y extemporánea si le digo que Andrés Catalán, autor del libro que
vengo a comentar, es experto en el susodicho procedimiento retórico y, amén de
traductor y poeta, ha dedicado sus energías de investigador a rastrear el
empleo de la écfrasis en la poesía moderna y contemporánea. De ese modo
consigna la frecuente presencia en la lírica de un recurso tradicionalmente
ligado al ámbito narrativo, al tiempo que predica con el ejemplo en este
sorprendente y bien dispuesto Ahora solo bebo té. El libro está dividido en tres
secciones de considerable unidad formal y coherente intención. La primera de
ellas, la que da título al conjunto, es toda una declaración de intenciones: la
écfrasis heroica de los tiempos antiguos, la de los bibelots y ornatos del arte
decimonónico, centra ahora su atención en un elemento humilde, fabricado en
serie: una taza de té de porcelana roja; es decir: un objeto industrial,
exactamente igual a otros miles como él, al que sólo las circunstancias que lo
asocian a la voz lírica dota de una precaria singularidad. Poema tras poema, la
mirada del poeta se detiene en esa taza por motivos aparentemente personales,
sentimentales: se trata del último rastro, el pecio final de un fracaso
amoroso. Con ello, cada vez que el poeta se refiere a la taza y al hábito
adquirido de beber té en ella cifra en el objeto y en el acto todos los
elementos emocionales de la historia amorosa. La taza y el beber se convierten
así, sucesivamente, en resto de un naufragio, emblema, símbolo, sacramento,
fetiche y mito del amor perdido. La imaginación del poeta la crea y recrea una
y otra vez para, por fin, destruirla hecha añicos en un inevitable desenlace
que convierte la sección en una larga, detenida metáfora del olvido. Un
evidente tono elegíaco y reflexivo domina toda esta primera parte. Las
referencias culturalistas se suman en ella al inicial prosaísmo que, como punto
de partida, se convierte en una declaración de intenciones: la antigua retórica
de los héroes y sus armas ha sido sustituida por el autoanálisis que se proyecta
en una taza de té roja como la pasión, algo que se vacía, que tiene posos, y
que se hará añicos como un corazón roto. Lo sorprendente, lo más valioso a mi
entender de la propuesta, reside en las constantes metamorfosis que la mirada
del poeta opera sobre la taza: forrada con pelo como el famosísimo juego de
desayuno en piel de Meret Oppenheim, remite de inmediato a la Venus de
Sacher-Masoch; sobre la mesa de la cocina, es un bodegón de Morandi; ausente su
dueña, se convierte en sustituto del objeto de deseo. Su ausencia es la de la
amada; pero también lo es su presencia, su entidad irreductible. La etimología
de su nombre se refleja en la historia de amor y desamor que se vive a través
de ella; y lo mismo sucede con la Historia, a la que el poeta acude como a un
bálsamo: puesto que todo acaba y se extingue, el final ya está escrito y ya ha
sido vivido y aceptado de antemano. Todo el conjunto es servido al lector
mediante una lengua desmenuzada y rota, replegada en sí misma, deliberadamente
fría y cerebral (léase el poema que da título al conjunto), y un verso seco que
lo mismo juega a los entrecortados de la prosa que se enreda en las
circunvoluciones del excurso meditativo. La taza cantada, única entre mil otras
idénticas como la rosa única del Principito, se atisba y entrevera con citas de
Wallace Stevens, T.S. Eliot, Nacho Vegas o Aníbal Núñez. El resultado, parejo a
la metonimia fetichista que cifra en sorbos de té los besos perdidos, es la
sustitución de la historia de amor y su fracaso por la repetida manipulación
artística de una simple taza, objet trouvé, tema o pretexto para una veintena
de variaciones que van del surrealismo al nouveau roman; de Zurbarán o Magritte
al inevitable trencadís final. A fin de cuentas, queda el perfume de una
historia de amor acaso sucedida, y los restos de un naufragio que responden a
una taza también quizá existente. Nada de eso importa: ya nos dijo Machado que
“No prueba nada / contra el amor que la amada / no haya existido jamás.” Quedan
dos partes del libro. La segunda, de tono decididamente culturalista, recoge
poemas centrados en la descripción de modos de pintar, obras plásticas y
visitas a museos (Whistler, Hammershøi, Monet, Modigliani, Van Gogh,
Velázquez…), anécdotas y leyendas acerca del acto creativo o la naturaleza de
la creación artística. El tono sigue siendo reflexivo y mental; a veces el
poeta teoriza en verso, o analiza con pulcritud de taxidermista el objeto y
tema de su texto. Cierran el libro diez poemas y una coda en rendido homenaje a
la obra plástica de Antonio López. En ellos, la voz del poeta oscila entre la
minuciosa descripción, el análisis deconstructivo de la obra de referencia
(Gran vía, clavel) y la observación de la pintura como pretexto para dejar
volar la imaginación (Lavabo y espejo). Ahora solo bebo té recibió el XIV
premio de poesía “Emilio Prados” el pasado otoño. Algo de otoñal hay en todo el
proceso: la descripción de todo objeto evoca lo ausente, pone en evidencia la
pérdida o inaccesibilidad del objeto evocado. La taza evoca a la persona amada
del mismo modo que el poema evoca a la taza desaparecida. La cadena prosigue y
se imbrica con la de la Historia (una taza de té en la que se cifra la memoria
personal de quien habla no deja de tener mucho de déjà vu): Proust, la madalena
en forma de concha, el aroma del té, la tía Léonie, Combray, el tiempo nunca
recobrado. Sospecho que esa evocación tácita y evidente es intencionada y
encierra algo de socarronería: este libro sería a Proust lo que una serigrafía
de Warhol a la Venus de Milo. El mundo en que se mueve Andrés Catalán ha
perdido la inocencia. No busca tiempos perdidos: sabe de sobra que intentarlo
sería un esfuerzo estéril, condenado al fracaso, irrealizable. Se limita a
jugar con los conceptos y, de vez en cuando, mira por el retrovisor los restos
del naufragio de la belleza que pasó. A esto llamamos hoy elegía.
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