24 de octubre de 2020

Anne Carson, Catulo y Cy Twombly

La pura velocidad y la fugacidad de Cy Twombly

Anne Carson

 

«¿Cómo dibujar una línea que no sea estúpida?» se pregunta Roland Barthes en su insuperable ensayo sobre los grafismos de Cy Twombly. Esta buena pregunta me resulta un consuelo, pues nunca me ha gustado mi propia letra. Su trazo me resulta insistente, exhibicionista, un tanto sensiblero... y sí, estúpido. No puedes alejarte de ti misma con tu propia letra. Y sin embargo Twombly lo hace. Encontró la manera de llegar a una letra que no es la de nadie, o es la de todos, o es mítica, o es solo una mancha dejada por algo escrito allí previamente. Barthes describe la letra de Twombly como «imprecisa», «torpe», «ociosa», «demorada», «a la deriva entre el deseo y la cortesía» y (citando al Tao Te Ching), la de un hombre que actúa «sin esperar nada». Ninguna persona sensata rebatiría las agudeza de las observaciones de Barthes o las sobresalientes persuasiones de su estilo. Así que tomaré ese ensayo como punto de partida para reflexionar sobre algunos de los misterios de la letra de Twombly.

            Puesto que no soy una experta en arte, aunque he estudiado a los clásicos, quiero tratar de reflexionar sobre Twombly a través de los poemas de Catulo. Estos dos espíritus me parece que están de alguna manera en sintonía.

            Alusiones eruditas y expresiones desenfadadas se mezclan en la obra de ambos. Catulo, como Twombly, era altamente susceptible a los encantos del pasado clásico, que en su caso eran los griegos.

            Estudió e imitó a los poetas líricos griegos, adaptó los metros griegos a la fonética latina, y tradujo los textos de Safo y Calímaco en frescas obras maestras romanas. Pero su impulso principal era la rebeldía. La sobria superficie de la poesía romana le aburría. La hizo pedazos. Las devociones convencionales le impacientaban. Las desfiguró. Su estilo poético yuxtapone la crudeza de los graffiti (en los poemas de invectivas) con una autopsia psíquica tan delicada como la de Safo (en los poemas amorosos). Cambió la dicción del verso lírico, permitiéndose palabras como lotum («meado») y defututa («muy follada»). Cambió toda la velocidad de la labor poética de decirlo tal como es, sea lo que sea: aceleró la superficie. Murió a los treinta años.

            Era costumbre de Twombly (así se lo escuché decir a Nicola Del Roscio, asistente y archivero de Twombly durante casi cincuenta años) enamorarse de diferentes poetas en momentos diferentes. Su saison con Catulo produjo el cuadro de dieciséis metros Di adiós, Catulo, a las costas de Asia Menor, comenzado en 1972 y acabado en 1994. No sé realmente lo que significaba Catulo para Twombly.

 

            Compartían lugares de vacaciones, pues Twombly vivía parte del año en una casa en la ciudad italiana de Gaeta, donde Catulo solía ir de vacaciones en el siglo primero antes de Cristo. «Catulo tenía amigos allí. Era una especie de colonia veraniega de artistas, como East Hampton... hace 2000 años», le contó Twombly a un entrevistador. Le divertía que las vacaciones de Catulo en Gaeta las pasara en casa de un cierto Mamurra (un prefecto romano, playboy y favorito de Julio César) a quien Catulo se refería en sus poemas como pathicus («maricón») y mentula («picha»). Los gays pueden ser crueles unos con otros. Pero (otra vez según Del Roscio) la conexión más profunda de Twombly con Catulo era elegiaca, como sugiere el título del cuadro de 1994.

            Asia Menor era el nombre antiguo de la península de Anatolia, la moderna Turquía, la mayor parte de la cual fue anexionada por los romanos en el primer siglo antes de Cristo y se convirtió en la provincia romana de Asia. Catulo pasó una temporada allí, probablemente en el 57-56 a.d.C, como parte del personal del gobernador romano de Bitinia. Nada se sabe de los sucesos de ese año salvo uno: su hermano murió repentinamente en la Tróade y Catulo acudió a celebrar sus exequias en la tumba. Fue la ocasión del que es quizá su poema más conocido, la elegía a su hermano (poema 101):

 

Multās per gentēs et multa per aequora uectus

 

Muchos países he atravesado

y muchos mares. Y aquí llego, hermano,

ante esta infortunada tumba tuya,

para darte los últimos honores,

los propios de la muerte, y dirigirme

inútilmente a tu ceniza muda,

ya que el destino te apartó de mí,

mi pobre hermano, ay, injustamente

perdido. Pero ahora estas ofrendas

han llegado hasta aquí, según la antigua

costumbre que heredaron nuestros padres,

con toda mi tristeza ante tu tumba.

Acéptalas, que vienen empapadas

por el llanto fraterno. Y para siempre,

hermano mío, te despido. Adiós.

[nota: cito por la traducción de J.A. González Iglesias para Cátedra]

 

Twombly admiraba particularmente este poema «por el esfuerzo del lenguaje que abarca toda clase de emociones», decía Del Roscio. El título del cuadro remite, posiblemente bastante explícitamente, al último verso del poema (atque in perpetuum, frater, ave atque vale). Y detrás está la límpida superficie de la tristeza del poeta donde podemos ver, como en un claro estanque oscuro, el instante en que la muerte se desgaja de la vida. Me fascina que Barthes encontrara pruebas de este instante en las grafías de Twombly, en su impulso metafísico. Al describir la torpeza de su letra, incide en su ligereza, su tendencia a borrarse gradualmente y desaparecer. Barthes analiza el impulso: «para enlazar en un estado único lo que aparece y lo que desaparece; [no] para separar la exaltación de la vida y el miedo a la muerte... [sino] para producir un efecto único: ni Eros ni Tánatos, sino Vida-Muerte, en una sola idea, un solo gesto». Del mismo modo resulta igualmente fascinante ver las ideas y los gestos que esta pintura evoca en los espectadores. Cuando se exhibió en la Menil Collection en Houston hace años, el guarda encontró a una mujer francesa frente al cuadro, totalmente desvestida. «La pintura hace que me den ganas de correr desnuda», escribió en el libro de visitas. A Twombly le encantó su reacción. «Es insuperable», declaró al New York Times.

            Mezclar la exposición y la supresión, Eros y Tánatos, es un instinto filosófico y un método artístico que comparten Twombly y Catulo, me parece. Todo método es un «acto de duda». Twombly no es un erudito, Catulo no es de su propiedad. Pero «Catulo» le ofrece un resorte de pura alegría para escribir. La ilegibilidad, la deformidad, los errores ortográficos, son todas formas de renegar de la posesión o el poder sobre su significado, a la vez que mantienen una presencia antigua que reluce en la obra. Debemos señalar de paso que el título exacto de la obra de 1994 es Sin título (Di adiós, Catulo, a las costas de Asia Menor). Los paréntesis apuntan a la vacilación de Twombly de reclamar a Catulo directamente.

            El carácter indirecto, dice la gente, era característico también de la manera de hablar de Twombly. Se detenía y recomenzaba, se hacía inaudible, se apagaba, se cubría la boca con la mano. Y sin embargo la pura velocidad es lo que se produce en su lienzo. «Todo vive en el presente, es el único momento en que podemos vivir», decía. Lo que Catulo aportó a la poesía romana fue esta chispa de un instante en el tiempo. Esa es la genialidad de un poema lírico: extraer y enmarcar un miniexplosión de «ahora». Y nadie celebra su fugacidad más jubilosamente que Catulo, salvo quizá Twombly. Todo lo lírico sucede solamente una vez, el mundo, tu corazón. Pensemos en el poema que Catulo escribió cuando dejó Asia Menor —en parte la oda de una partida y en parte un tributo a la estación primaveral— junto al lienzo totalmente jubiloso de Twombly titulado Primavera, de Quattro Stagioni. Mi traducción de Catulo es un tanto libre porque este poema en latín tiene toda la liberación y exuberancia de un joven inquieto ante un viaje: tiene luz y hojas y olas batidas por el sol; tiene nuevas y claras brisas, desiertos antiguos, y un crudo verde que ansía desaparecer; tiene temblor por el futuro y un atisbo de tristeza por el pasado, el cariño de los camaradas y el pavoneo de un poeta que se dirige a sí mismo (Poema 46):

 

¡Ahora se libera la primavera!

Ahora el equinoccio detiene sus azules furias

como si fueran páginas.

Te digo, Catulo, deja Troya, deja el suelo quemado, como hicieron.

Cuida que cambiemos todo, todos los significados,

todas las claras ciudades de Asia tú y yo.

Ahora la mente, ¿no es ella un ávido vagabundo anticipado?

Ahora los pies hacen crecer hojas alegres por ver quién aguarda sus verdes cebos.

Oh vida mía no regreses

por el mismo camino, ve por uno nuevo.

 

Y allá va Catulo partiendo hacia el futuro en pinceladas de primavera. «Las cosas antiguas son cosas nuevas», decía Twombly.

 

 

(Anne Carson, en Cy Twombly: Making Past Present, The Museum of Fine Arts, Boston, 2020)

(Traducción de Andrés Catalán)




 

 

 

 

 

 

23 de octubre de 2020

Un poema de Robert Hass

ARTE Y VIDA

¿Conoces la lechera de Vermeer? Ensimismada
en el acto de verter un chorrito de leche;
emociona en el Museo Mauritshuis de la Haya
ver lo blanca que es, y lo real, igual que al ver a la gente
cuando lee sus poemas o canta en un coro, crees
vislumbrar que el alma es un animal atareado en sus asuntos,
una ardilla, el pelaje lustroso en otoño, que se estira
a lo largo de una ramita para alcanzar la única baya madura
de un espino, poniendo a prueba la rama con su peso,
quedándose quieta al bajar, luego con cuidado alargando una pata.
No hay nada menos ambivalente que la atención animal
y por eso celebras, incluso admiras, que su atención,
apartada de ti, esté tan viva, y sientes sin embargo
cierta melancolía. Es mejor, por supuesto, ser el que está ocupado
y en el cual se piensa, ser la leche al verterse.
En La Haya, en la cafetería de empleados, me pregunté
quién sería el restaurador. La joven rubia
con el ancho y costoso abrigo japonés que picotea de un plato
de requesón... ¿requesón y un pastelillo? El azúcar
sobre el bollo, mucho antes de que ella se despertara, había sufrido
una transformación en el horno. Parece ser una persona
que haya hecho cuentas y decidido con qué conformarse.
Se ve en la manera en que su boca suave y abstraída
recibe los trocitos de pan y los plácidos azúcares.
O el anciano, pelo castaño y ralo, abrigo marrón de paño,
zapatos de ante marrón, como el lugar donde polvo y crepúsculo
se encuentran y desaparecen. Una boca formada por ironías privadas,
como si hubiera asistido en silencio a demasiadas reuniones
con personas que considerara más poderosas y menos inteligentes que él.
¿O el tipo delgado como un palillo, de pelo negro y repeinado,
y el destello en zigzag de un rayo escarificado en la sien?
No sabía si existiría un estereotipo. Quería
entrevistarla o entrevistarle. ¿A qué te dedicas?
Soy un acólito. Descortezo el tiempo, con total cuidado,
de las delgadas tiras de pintura en lienzos de trescientos años.
Hago que la leche sea leche que fluye de la pintura parduzca
desde el jarro que sostiene la mujer representada, joven, rosa
y delicadamente amarillo el pómulo que la luz acierta
a rozar, a través de alguna ventana que la refracta.
Soy el sirviente de un gesto tan perfecto, un cuerpo
tan en paz, que se ha convertido en una idea, del todo particular,
y, aunque aquieta el deseo, es infinitamente deseada,
aunque no la conozcas ni la poseas ni tú
ni ningún otro. El hombre de negro debe ser el asistente
del conservador. Tiene el aspecto de creerse él mismo una obra de arte.
Por todas partes en La Haya el llano olor a sal marina.
Nada sabemos acerca de la madre de Vermeer.
Obviamente aquí desplazó su pezón, tomó
toda la tradición de las Madonnas y la convirtió en luz y leche
mediante algún meticuloso hábito de cuidar las geometrías
de la composición que le inculcaron. Y ella: robusto cuerpo de alemana,
luz casi delicada, la sencillez de la habitación,
el tapiz rojo brillante que su piel, enrojecida ligeramente
tal vez con la aspereza de una toalla, adquiere.
Y el impulso creciente de lo que el anhelo te despierta
hacia cuál oscuro y cuál deslumbrado, agradecido después.
Uno de vosotros roza la vena en el cuello del otro,
siente el pulso ahí como un choque, la corriente de un río
o el caer de la leche. Quién quiere el Paraíso oriental de Amida
cuando existe todo este mundo que saborear con la lengua,
tocar con los dedos, pelitos como hilada hierbaseda
enrollada en los brazos, las piernas y la cintura de otro.
Por eso hablas. Después siempre el otro choque
de la singular vida vivida, una madre en un asilo,
quizá, una persona difícil, triste o vengativa.
Los cotilleos de los otros sirvientes. Un hermano que trabaja
como hostelero en una pensión y tiene plantas enormes.
Escuchas. Aprendiste hace mucho tiempo el truco
de no pensar en lo que irás a decir a continuación
cuando la otra persona está hablando. Parte de ti
se la bebe como si fuera leche. Parte de ti empieza a notar
que está intentando engañarse a sí misma con la cuenta
con cierta dificultad, con pereza. La observas
sacudir la cabeza corrigiéndose; te percatas
de que suele empeñarse en querer hacer las cosas bien.
El temblor de su cuerpo te provoca ganas de acariciarla
en un costado y te estiras para volver a sentir
la humedad que es lo que tenemos en lugar de la luminosidad
de la pintura. Después, en uno de los caminos a los que la mente
regresa cuando vuelve a estar en pie, ella habla
de Hans, el mayordomo, cómo molesta a las chicas,
reza con ahínco a intervalos de una hora los domingos.
Es domingo. Ahora ella se está vistiendo. Has accedido
a llamar un taxi y llevarla a casa de su madre
en Groningen. Se muestra agradecida, un poco llorosa,
realiza su primer pequeño gesto de posesión,
cepillándote el abrigo. En el exterior puedes escuchar
el ruido de cascos de los caballos sobre los adoquines.
Es el momento en el que la carga de la vida de otra persona
parece insoportable. Deseamos volver a nacer incesantemente
pero el hacerlo de verdad empieza... ¿lo has notado?
a resultar redundante. Aquí está la vida que te eligió
y la que tu elegiste. Aquí está el pincel, de crin,
de pelo de tejón, de barba de chivo, de marta,
y aquí está el olor de la pintura. Los aceites volátiles
de la linaza, de la colza. Aquí está el hedor de la esencia
de pino en una lata de trementina. Aquí está la mano,
el giro de la muñeca, la tensión de tendones de la pincelada. Aquí
—nube, agua del lago que se levanta una mañana de verano,
ceniza y ceniza y terrosa ceniza— está lo pegajoso de la pintura
que se adhiere al lino entretejido del lienzo, aquí
está la fidelidad de las capas sobre capas sobre capas de pintura.
Algo permanece así, cobra vida algo que no podemos
poseer, que podemos poseer porque no lo poseemos. 

(Robert Hass, Una historia del cuerpo, traducción de Andrés Catalán, Kriller71, 2017)




16 de octubre de 2020

Una entrevista a Louise Glück

[Entrevista aparecida en 2009 en American Poet, revista bianual de la Academy of American Poets]

Dana Levin: Me gustaría empezar preguntándote por tu libro, Una vida de pueblo (Farrar, Straus y Giroux, 2009; Pre-textos, 2020). El tiempo se percibe como espacio en el libro, como si todas las distintas voces del libro hablaran y los sucesos tuvieran lugar en una temporalidad simultánea.

 

Louise Glück: Hay algo muy extraño en estos poemas que no he sabido descifrar. Desde luego no es una cualidad voluntaria o deliberada, pero tiene que ver con esa simultaneidad. Y me sorprende que el libro tenga algo en común con "Paisaje", un poema de Averno, en el que las etapas de una vida están representadas por secciones individuales, pero los elementos narrativos e incluso el punto de vista cambian de sección en sección; y, sin embargo, lo que se representa es la totalidad de una vida. Se me ocurre que Una vida de pueblo dialoga con ese horrible axioma de que, al final de tu vida, mientras estás muriendo, toda tu vida regresa. Así es como percibo el libro: la totalidad de una vida, pero no progresiva, no narrativa: simultánea. Y no hay acompañamiento dramático en la idea de morir. Está más allá del drama de la pérdida del mundo; es solo una larga exhalación.

 

DL: ¿Qué te enseñó el libro estéticamente?

 

LG: Creo que ni siquiera lo sabré hasta que intente hacer otra cosa. Recuerdo haber hablado con Richard Siken después de Averno. No estaba escribiendo y me estaba empezando a preocupar. Paso por períodos, largos períodos, en que no escribo. Y a veces ese no es el motivo de mi ansiedad. No es que no tenga ansiedad, es que mi ansiedad está en otro lugar; entonces, de repente, me preocupo por mi silencio y me asusto bastante. Estaba entrando en ese período y Richard me dijo: "Tu próximo libro tiene que ser completamente diferente, sencillamente algo como jugar en el barro". Y esa era exactamente mi sensación, que había hecho todo lo que podía hacer en ese momento con poemas que operan en un eje vertical de trascendencia y dolor. Y este nuevo manuscrito tenía que ser más panorámico, de alguna manera, y desenfadado, con una especie de superficie carente de belleza. Así que me enseñó a escribir una superficie carente de belleza. Menudo triunfo [risa irónica].

 

El solo hecho de poder escribir un poema más largo, creo, fue interesante... Me resultó tremendamente placentero escribir estos poemas. Me encantaba estar en ese mundo. Y pude llegar allí casi sin esfuerzo. Bueno, por un breve período. Ya sabes, ahora no puedo ir...

 

DL: Nunca puedes regresar a Brigadoon.

 

LG: ¡No, nunca! No puedo regresar a ninguno de estos lugares. A ninguno. Nunca releo mis libros anteriores, así que ni siquiera sé lo que pienso.

 

DL: Cada uno de tus libros presenta una voz reconociblemente tuya y, sin embargo, también se pueden rastrear distintos cambios formales de un libro al siguiente. ¿Han sido estos cambios de enfoque un objetivo consciente?

 

LG: Creo que el único objetivo consciente es el deseo de sorprenderme. El hecho de sonar a mí misma me parece una especie de maldición.

 

DL: [risas] Eso me recuerda a lo que decía Wallace Shawn: «Creo que hay algo idiota en el yo, en la idea de que todos los días tienes que levantarte y ser la misma persona».

 

LG: ¡Sí! Esa es la limitación. Me alegro de que también pueda parecer una virtud.

 

DL: Sé que te tomas la enseñanza muy en serio y que durante más de una década has sido una defensora pública del trabajo de los escritores emergentes. ¿Cómo afectan tu vida el asesoramiento y la enseñanza?

 

LG: En fin, por dónde empezar. Se supone que esto es un acto de generosidad por mi parte: enseñar y editar. No puedo defender otra cosa con demasiada convicción. No creo que nadie haga nada que lleve tanto tiempo, fuera de la Iglesia católica, sin un motivo de profundo interés propio. Lo que hago con los escritores jóvenes lo hago porque me proporciona combustible. Y a veces les digo a los ganadores de estos concursos que soy Drácula, que estoy bebiéndome su sangre.

 

Siento bastante apasionadamente que el hecho de haberme mantenido viva como escritora y haber cambiado como escritora, si lo he hecho, se debe mucho a la intensidad con la que me he sumergido en el trabajo, a veces muy ajeno, de personas más jóvenes que yo, gente que produce sonidos que yo no había escuchado. Es de eso de lo que quiero estar al tanto.

 

Prácticamente todos los escritores jóvenes cuyo trabajo me ha apasionado me han enseñado algo. De ti, he aprendido la manera de hacer que un poema prosiga. Líneas largas. No es que haya escrito algo que suene a ti, pero sin duda lo estaba intentando. Cuando leí el trabajo de Peter Streckfus y caí completamente bajo su hechizo, me encontré escribiendo un poema que pensé que le había robado. Y me preocupé y leí detenidamente el libro que ganó el Yale ese año, así como el manuscrito, y no pude encontrar en su obra aquello que yo había escrito, pero me pareció que tenía que llamarle y disculparme.

 

DL: ¿Cómo se lo tomó?

 

LG: La actitud de Peter hacia lo que yo considero un robo es muy diferente. Dijo: «Pues creo que esto es maravilloso. Es lo que hacen los escritores. Estamos en diálogo». Y le dije: «Peter, no lo entiendes, ¡te lo robé!». Pero, ya sabes, en sentido estricto no lo había hecho. Las palabras eran mías. Pero era consciente de dónde procedía el impulso, el estímulo. Y luego traté de hacer algo que de hecho no había visto en la obra de Peter, para sentir que era mío.

 

DL: ¿Alguna vez esperaste o imaginaste la gran cantidad de lectores y el reconocimiento actual del que goza tu trabajo? Cuando echas la vista atrás en la trayectoria de tu carrera, ¿qué piensas o sientes?

 

LG: No tengo la sensación de tener un gran número de lectores y reconocimientos.

 

DL: Puedo atestiguarlo: existen.

 

LG: Cuando voy a una lectura, cuando hago una lectura, en primer lugar, estás de pie frente a una sala y ves los asientos vacíos. Y solo ves los asientos vacíos. Es porque te crió una madre que te decía: «¿Por qué has sacado un 98? ¿Por qué no has sacado un 100?».

 

DL: ¡Yo también tuve a esa madre!

 

LG: Sí, sé que la tuviste. Así que ves los asientos vacíos y la gente se va durante el transcurso de la lectura y los ves irse, y piensas: son simplemente las representaciones más contundentes de lo que está sintiendo toda la sala. Que todos quieren irse, pero solo unos pocos atrevidos lo hacen. Así que eso es lo que se siente. ¿Y reconocimiento? He recibido muchas críticas terribles y condescendientes o que condenan mediante elogios débiles: "Bueno, si te gusta este tipo de cosas, aquí tienes más".

Así que no tengo ninguna sensación de reconocimiento. Cuando me dicen que tengo un gran número de lectores, pienso: "Oh, genial, voy a resultar ser Longfellow": alguien fácil de entender, que es fácil que te guste, el tipo de experiencia diluida al alcance de muchos. Y no quiero ser Longfellow. Lo siento, Henry, pero no quiero. En la medida en que percibo el reconocimiento, pienso: Ah, es un fallo en el trabajo.

 

DL: Como si: si supieran más, ¿no te leerían?

 

LG: Cuando sepan más, no me leerán.

 

DL: Bueno, tengo un estudiante en este momento al que le gusta hablar de tarifas de ingreso; ya sabes, ¿cuánto cuesta entrar a este poema? Y recientemente me dijo: "La tarifa de ingreso para un poema de Louise Glück es más o menos un dólar, pero una vez que entras, el territorio es complejo". Y es cierto: no es difícil entrar en tus poemas, pero rápidamente se vuelven muy complicados psicológicamente y formalmente, sobre todo en cómo los poemas funcionan como conjunto para crear un todo mayor. Mi alumno se propuso realizar un seguimiento de toda tu obra, pero parece que no es capaz de dejar de leer Ararat. Está perdido allí, aunque solo pagó un dólar para entrar. Tendré que recuperarlo para poder seguir adelante.

 

LG: Bueno, sería bueno si fuera cierto. Espero que sea cierto.

 

DL: Última pregunta. Estamos viviendo en tiempos extraordinarios y sé, por mí misma, que a menudo lucho con esto: ¿qué significa estar orientada personal y psicoanalíticamente en la página en un momento en el que están sucediendo tantas cosas sociopolíticas y medioambientales en la cultura? Muchos de mis estudiantes dedican mucho tiempo a pensar  en cómo la experiencia personal encaja en la declaración pública y viceversa, en cuestiones de audiencia, actualidad e importancia cultural. ¿Tienes alguna idea?

 

LG: No creo que necesariamente responda a estas preguntas luchando conscientemente con ellas. Creo que pesan sobre ti y, hasta cierto punto, las soluciones se resuelven inconscientemente. Se manifiestan, estas soluciones parciales, en tu obra. Nunca pienso en la audiencia. Odio esa palabra. Pienso en un lector. Creo que mis poemas requieren de un lector y que los complete un lector. Pero es un lector único, y si esa persona existe de forma múltiple o no, no supone ninguna diferencia espiritual, aunque tenga un impacto práctico. Lo que me importa es la sutileza y profundidad de la respuesta del lector y si resultan duraderas. La idea de ampliar la audiencia de la poesía me parece ridícula.

Creo que el poema es una comunicación entre una boca y un oído, no una boca y un oído reales, sino una mente que envía un mensaje y una mente que lo recibe. Para mí, la experiencia auditiva de un poema se transmite visualmente. Escucho con mis ojos y no me gusta leer en voz alta y (excepto en muy raras ocasiones) que me lean. El poema se convierte, cuando se lee en voz alta, en una forma secuencial mucho más simple: la red se convierte en una calle de un solo sentido. En cualquier caso, el conocimiento, o la esperanza, de que el lector existe es un gran consuelo.

 

(Traducción de Andrés Catalán)