10 de julio de 2023

Los hijos de Lir, una leyenda irlandesa

 

Los hijos de Lir

 

Lir, uno de los Tuatha de Danaan, y su esposa Eve tenían dos hijos, Fionnuala y Aed, a los que querían muchísimo. Al cabo de pocos años nacieron dos mellizos, Conn y Fiacra, lo que llenó de felicidad a sus padres. Pero su alegría no duró mucho, pues al poco de nacer los mellizos Eve enfermó y murió. Su marido estaba desconsolado. Su hermosa esposa había muerto y solo deseaba morir y reunirse con ella, pero el amor que sentía por sus hijos lo salvó.

            El padre de Eve, el rey de los Tuatha de Danaan de por aquel entonces, tenía por nombre Bodb Dearg, o Bov el Rojo. Era un rey sabio y muy querido, y también él estaba muy triste por la muerte de su hija. Ya que sentía un gran aprecio por Lir y no quería perder su amistad, le hizo venir a su fortaleza y le entregó por esposa a su segunda hija adoptiva, Aoife. Aoife era tan bella como Eve y quería mucho a los hijos de su hermana, así que durante un año o dos Lir y su familia fueron felices de nuevo. Todo aquel que conocía a los hijos de Lir se encariñaba con ellos y el propio rey les quería tanto que a menudo dejaba su fortaleza para ir a visitarlos. En cuanto a Lir, sentía tanta devoción por sus hijos que dormían en su habitación para que pudieran ser lo primero que veía por la mañana y lo último que veía por la noche.

            Tras un tiempo Aoife empezó a sentir celos de toda la atención que tanto Lir como Bodb prestaban a los niños. Sus celos crecían a la par que crecían los niños y con el paso del tiempo se convirtieron en odio. Al final no pudo soportar más su presencia y cayó enferma. Durante un año no salió de la cama, atormentaba por los celos. Al final tomó la decisión de librarse de los niños para que solamente ella pudiera disfrutar del amor de su esposo y de su padre adoptivo.

            Una mañana los llamó a sus aposentos y les dijo que iban a ir a visitar a su abuelo, Bodb Dearg. Los niños más pequeños estaban encantados porque disfrutaban mucho del bullicio de la casa del rey, pero Fionnuala tenía miedo. La noche anterior había tenido unos sueños perturbadores y presentía que Aoife tramaba algún mal. Trató de convencer a su madrastra de no ir a visitar al rey pero Aoife, decidida a llevar a cabo su plan, se negó a escuchar las súplicas de Fionnuala. Con tristeza la niña se resignó a su suerte.

            La reina hizo venir a los aurigas, que uncieron los caballos al carruaje. Aoife sacó a toda prisa a los niños de la casa y los hizo subir al carruaje, pues no quería que Lir viera cómo se los llevaba. Azuzaron a los caballos y salieron a todo correr de la fortaleza de Lir. A mitad de camino de la fortaleza de Bodb, Aoife ordenó a los aurigas que se detuvieran. Dejó a los niños en el carruaje, llamó a un lado a los sirvientes y les ordenó que se llevaran a los niños al bosque y los mataran. Los aurigas quedaron horrorizados. Eran guerreros, endurecidos en mil batallas, pero no podían llevar a cabo las crueles órdenes de Aoife. Le dijeron a Aoife que no matarían a niños inocentes y le advirtieron del castigo que sin duda acarrearía semejante crimen. Enfurecida, la reina arrebató una espada a uno de los hombres para matar ella misma a los niños, pero su cruel corazón flaqueó y no se atrevió a asesinar a los niños que una vez había amado. 

            Fionnuala, que esperaba en el carruaje, estaba asustada y sospechaba algo, pero no quería alarmar a sus hermanos, ajenos a cuanto pasaba, así que no dijo nada. Cuando Aoife regresó al carruaje fingió afecto y amabilidad. Continuaron hacia el oeste en dirección a la corte de Bodb Dearg hasta que llegaron a un lago rodeado de robles llamado Lough Derravaragh, el lago de los robles, y allí hicieron un alto.

            Aoife preguntó a los niños si querían bañarse en el lago y lavarse el polvo del camino. Los tres niños saltaron del carruaje y se metieron corriendo en el agua, chapoteando y gritando, pero Fionnuala se quedó atrás. Cuando Aoife la vio, ordenó a la niña que fuera con sus hermanos y Fionnuala se adentró reticente en el lago.

            Tan pronto como los niños estuvieron todos juntos Aoife sacó una vara de druida de entre los pliegues de su manto y, apuntando a cada niño, levantó la voz y entonó un hechizo:

            —¡Hijos de Lir, la suerte siempre os ha acompañado pero vuestra suerte acabó! Desde ahora las bandadas de aves acuáticas serán vuestra única familia, y vuestros gritos se mezclarán con los gritos de los pájaros.

            Cuando acabó de entonar el encantamiento, Fionnuala, Conn, Aed y Fiacra habían desaparecido y nadando en el lago en el lugar donde habían estado los niños había cuatro hermosos cisnes blancos.

            Los cuatro cisnes se acercaron a la orilla donde estaba Aoife y hablando con las voces de los hijos de Lir le dijeron:

            —Ay, ¿por qué nos haces esto? No te hemos hecho ningún mal. Eras nuestra madrastra. ¡Antes nos querías, ten ahora piedad de nosotros! ¡Devuélvenos nuestra forma! ¡Por favor, te suplicamos que no nos dejes así!

            Aoife no contestó. Hizo oídos sordos a sus gritos lastimeros y se quedó mirando indiferente a las criaturas que agitaban desesperadamente las alas en el agua. Fionnuala se acercó apresuradamente a la orilla y dijo entre dientes a Aoife:

            —¡Pagarás por esto, Aoife! Nuestros parientes nos vengarán y te castigarán por este hechizo cruel. Y sabrán consolarnos lo mejor que puedan.

            Aoife seguía sin hablar. Fionnuala estiró el largo cuello hacia su madrastra y le suplicó una última vez:

            —¡Ay, Aoife, si no nos quieres devolver nuestra forma, al menos pon algún límite a este encantamiento! ¡No nos condenes a ser cisnes para siempre!

            El helado corazón de Aoife se derritió al fin al escuchar las desesperadas súplicas de Fionnuala, pero su remordimiento había llegado demasiado tarde para poder salvar a los niños.

            —Si pudiera romper el hechizo ahora, lo haría —exclamó— pero lo hecho, hecho está, y el hechizo es demasiado poderoso para que yo lo deshaga. No puedo anularlo pero tengo el poder de hacerlo más suave. No seréis cisnes para siempre. Pero tendréis que mantener la forma de cisne durante novecientos años y tendréis que permanecer en el agua y no podréis poner un pie en tierra. Pasaréis trescientos años aquí en Lough Derravaragh, trescientos años en el mar de Moyle entre Irlanda y Escocia y los últimos trescientos años en el océano Atlántico. Cuando un rey del norte se case con una reina del sur, y oigáis el sonido de una campana anunciando una nueva fe, sabréis que vuestro exilio ha acabado. ¡Hasta entonces, aunque tengáis la apariencia de cisnes, hablaréis con vuestras voces y razonaréis con vuestras mentes y sentiréis con vuestros nobles corazones! Vuestro grito no será el ininteligible grito del cisne. En su lugar tendréis el don de una música tan dulce que consolará a cuantos la escuchen. ¡Pero ahora alejaos de mí! Es una tortura veros. No puedo soportar el dolor y la penuria que os he causado y temo la ira y la pena de Lir.

            Fionnuala se apartó lentamente, cabizbaja por la angustia, y nadó para reunirse con sus hermanos. Luego los cisnes se alejaron. Al cobrar consciencia de lo horrible de su acción, Aoife corrió desde la orilla hasta el carruaje que la esperaba. Los asustados aurigas estaban igual de deseosos  que ella de abandonar el lugar, y azuzaron a los caballos y se dirigieron a todo galope a la fortaleza de Bodb Dearg. Allí Aoife fue recibida por su padre, pero al ver que estaba sola, se sorprendió y sintió una gran decepción.

            —¿Dónde están tus hijastros? —le preguntó—. ¿Por qué no los has traído a verme?

            Este era el momento que Aoife temía, así que había preparado una historia.

            —He venido sola —le dijo a Bodb Dearg— porque Lir está celoso de tu amor por sus hijos y no quiso permitir que los trajera a tu casa. ¡Tiene miedo de que se los arrebates y te los quedes!

            Al escuchar tal cosa, Bodb Dearg se enfadó mucho al principio. Luego desconfió. Sospechaba que Aoife estaba mintiendo, así que envió un mensaje a Lir invitándolo a visitarlo al día siguiente, ya que quería hablar con él. Le dijo que se asegurara de traer a sus hijos con él. Cuando Lir recibió el mensaje quedó horrorizado. Se había preocupado cuando escuchó que Aoife y sus hijos habían abandonado a toda prisa su fortaleza y se habían ido a visitar al rey sin decírselo. Sabía que su esposa había empezado a odiar a sus hijos y ahora temía que les hubiera hecho algún daño.

            A la mañana siguiente, muy temprano, Lir y su séquito partieron hacia la fortaleza de Bodb para averiguar la suerte que habían corrido los niños. Tomaron la misma ruta suroeste que había tomado Aoife y tras un tiempo llegaron a Lough Derravaragh.

            Desde en medio del lago los niños vieron cómo a lo lejos se aproximaban los carruajes y las tropas, y llena de alegría Fionnuala les dijo a sus hermanos que miraran hacia la orilla. Aed, Fiacra y Conn vieron cómo la compañía se acercaba mientras su hermana gritaba:

            —¡Sé quiénes son! Es el séquito de nuestro padre, y mirad, allí está Lir a la cabeza. Nos están buscando. ¡Por eso parece tan triste! Acerquémonos para que oigan nuestras voces.

            Los cuatro niños-cisnes volaron hasta la orilla del lago y aterrizaron con un ruido de alas. Gritaron el nombre de su padre y los nombres de su compañía. Lir oyó las voces de sus hijos pero no entendía de dónde procedía el sonido. Se quedó perplejo, tratando de agudizar el oído, y los niños repitieron su nombre. Cuando Lir se dio cuenta de que quienes lo llamaban eran los cuatro cisnes se le rompió el corazón. Supo entonces que este hechizo había sido obra de la malvada Aoife y que los cisnes eran sus hijos.

            —¡Fionnuala, Aed, Fiacra, Conn! ¡Hijos míos! ¿Cómo puedo ayudaros? —exclamó—. ¿Hay algún poder que pueda devolveros vuestra forma?

            —¡Ninguno! —le contestó Fionnuala—. Fueron los celos de Aoife los que nos transformaron. Estamos condenados a tener esta forma durante novecientos años y no hay poder que pueda remediarlo.

            Al escucharla, la compañía entera soltó un grito de furia y Lir exclamó:

            —Venid a la orilla, hijos míos. Ay, hijos míos, tenéis aún vuestros sentidos y vuestras voces y podéis venir a la tierra y vivir con nosotros. Os protegeremos.

            —No podremos poner un pie en la tierra o vivir con nuestra propia gente hasta que no pasen novecientos años —respondió Fionnuala—. Debemos permanecer aquí en las aguas de Lough Derravaragh durante trescientos años.

            Luego, al ver la tristeza que se dibujaba en el rostro de su padre, trató de consolarlo.

            —Pero podemos hablar y cantar. Nuestra música es una música mágica y os consolará y podréis olvidar lo que ha sucedido.

            Los cisnes empezaron a cantar y el desconsuelo que Lir sentía empezó a desaparecer. La rabia lo abandonó y él y su séquito se sintieron tan tranquilizados por la música que se quedaron allí escuchando hasta el anochecer, momento en que cayeron en un plácido sueño.

            Por la mañana los cisnes se habían adentrado en el lago, y la pena de Lir regresó. Maldijo el día en que trajo a Aoife a su casa y gritó los nombres de sus hijos una y otra vez. Los cisnes volaron hasta la orilla y le hablaron. Luego se despidió con tristeza de ellos y partió a contarle al rey la terrible noticia.

            Bodb Dearg lo esperaba con Aoife a su lado y, al oír el ruido de los cascos, salió corriendo a su encuentro. Cuando el rey escuchó la historia de la traición de Aoife se volvió contra ella hecho una furia.

            —Les has deparado un destino cruel a los hijos de Lir, así que mereces un gran castigo. ¡Te convertiré en un demonio del aire, condenada siempre a ser arrastrada entre las nubes y los cielos!

            Nada más apuntarla con su vara de druida, una repentina ráfaga de aire barrió el lugar y en un instante Aoife fue arrastrada como si fuera una hoja seca, mientras sus gritos se mezclaban con el aullido del viento. Mientras la enmudecida muchedumbre observaba, Aoife subió más y más alto hasta que desapareció de la vista, pero aún se podían oír sus chillidos y gemidos resonando en el vendaval. La gente cuenta que aún se puede escuchar su voz en las noches de tormenta, suspirando y sollozando sobre el sonido del viento.

            Cuando cesaron los gritos de Aoife, Lir, Bodb y sus seguidores fueron a Lough Derravaragh. Los niños, encantados con la compañía, hablaban con sus amigos y les consolaban con su canto. La gente acudía desde toda Irlanda para escuchar la música que devolvía la paz y consolaba a los afligidos de corazón. Bodb Dearg y Lir se quedaron allí, y poco a poco creció un enorme asentamiento en torno al lago. Cada noche los cisnes nadaban hasta la orilla y les contaban historias a la gente y escuchaban las noticias que les traían de toda Irlanda y luego cantaban a los allí congregados hasta que se dormían.

            Una estación siguió a otra, y los hijos de Lir, rodeados de familias queridas y amigos leales, a veces olvidaban lo que les había sucedido y estaban tan felices como les era posible, a pesar de su destino cruel.

            Los años se convirtieron en décadas, y las décadas en siglos, hasta que una mañana Fionnuala supo que habían pasado trescientos años y que había llegado la hora de marchar. Apesadumbrada informó a sus hermanos y a Lir y a Bodb Dearg.

            —Padre, debemos dejarte muy pronto —le dijo a Lir—. Nos queda solo una noche en Lough Derravaragh. Los años que podíamos pasar aquí han acabado y tenemos que ir al norte al mar de Moyle. Tu amor y tu compañía han hecho de estas aguas tranquilas un hogar lejos del hogar para nosotros, y es un duro golpe que no podamos regresar a nuestro verdadero hogar contigo. Es nuestro terrible destino que, en cambio, tengamos que dejar este lago tranquilo por las desoladas agua de Moyle. No habrá nadie allí que nos hable o nos consuele como tú has hecho aquí. No habrá nada allí para nosotros, solo soledad y dolor.

            Lir y Bodb estaban tan desconsolados como los niños, y juntos se quedaron a la orilla del lago todo el día contando historias y lamentándose del cruel hechizo que los separaba. Luego, al caer la noche, los cisnes empezaron a cantar sus canciones encantadas. Su padre y sus amigos escucharon su música una última vez, y su tristeza se deshizo con el sonido, como había hecho a lo largo de los tres siglos de vigilia, y se durmieron.

            Al rayar el día toda la compañía se reunió al borde del agua y tras una triste despedida los cuatro cisnes se elevaron en el aire. Dieron vueltas sobre los llantos de la muchedumbre bajo ellos, y luego, virando hacia el norte con Fionnuala en cabeza, los cuatro cisnes-niños partieron al mar de Moyle. Volaron en formación de flecha, descendiendo y ascendiendo, cantando lastimeramente para sí. Un largo suspiro se elevó de la muchedumbre mientras miraban el cielo desierto. Bodb Dearg y Lir, ancianos ya, se prepararon para regresar a sus fortalezas, pues no podían soportar quedarse en las cercanías de Lough Derravaragh. Tan pronto como Bodb llegó a casa dictó una ley que prohibía hacer daño a un cisne y esa ley sigue vigente hoy día.

            Los cisnes volaron hacia el norte, empujados por la maldición de Aoife, hasta que llegaron al mar de Moyle. Era una franja tormentosa de agua entre Irlanda y Escocia. En primavera la azotaban los vendavales, en invierno el hielo y el granizo. En ese lugar desolado la única compañía que tenían los niños era la de las focas y las aves marinas. Grandes olas los zarandeaban y tenían frío y se sentían solos. No había nadie que escuchara sus historias o apreciara su música exquisita. No había nadie a quien consolar con sus canciones y no había paz para sus tristes corazones.

            Una noche se levantó una feroz tormenta. Fionnuala gritó a sus hermanos por encima del estrépito de las olas que si se separaban debían ir a la Roca de las focas, Carraignarone, y esperar por los demás.

            La tormenta empeoró. Grandes y negros nubarrones se acumularon en el cielo y el viento arreció. Las olas se sucedían unas a otras y se levantaban como enormes muros. Los relámpagos rasgaban el cielo, y los cisnes se dispersaron como la espuma del mar. Toda la noche fueron arrastrados por los aires por feroces vendavales y cuando amaneció Fionnuala estaban tan agotada que apenas podía volar, pero logró llegar hasta el lugar acordado y aterrizó en la roca. Vio salir el sol por encima de un mar en calma y elevarse en un cielo despejado, pero no había señal alguna de Conn, Fiacra o Aed. Mientras escrutaba los cielos, Fionnuala lloraba por su propia suerte y la suerte de sus hermanos. Se acurrucó en la roca desesperanzada, lamentando su soledad y su pérdida.

            De repente vio a Conn volando hacia la roca. Estaba tan cansado que apenas podía esquivar las olas. Aterrizó junto a ella, demasiado agotado para hablar, y Fionnuala lo acogió bajo su ala derecha. Un poco después Fiacra apareció en el horizonte, las alas empapadas del agua del mar y con la cabeza lánguida, y cuando aterrizó pesadamente en la roca su hermana lo cobijó bajo su ala izquierda. Por fin, llegó Aed, abatido y exhausto, y se arrastró bajo las plumas del pecho de Fionnuala y allí descansaron juntos hasta que recuperaron las fuerzas.

            Un invierno especialmente cruento hubo una helada tan intensa que el mar de Moyle se convirtió en una lámina de hielo y los hijos de Lir se acurrucaron juntos en una roca e intentaron conservar el calor. Las plumas se les volvieron tan duras y quebradizas como el cristal y se dieron cuenta de que debían levantar el vuelo o morirse de frío. Cuando trataron de levantarse descubrieron que se habían quedado pegados a la roca. Lucharon para liberarse y cuando lo lograron, dejaron tras de sí la piel de sus patas y la punta de sus alas. Cuando el mar se fundió, sufrieron la agonía del agua salada en sus heridas.

            Invierno tras invierno padecían el frío y cada primavera los vendavales los arrastraban de roca en roca. Empezaron a pensar que su sufrimiento no tendría fin.

            Un día mientras nadaban cerca de la desembocadura del río Bann en la costa norte de Irlanda, los niños-cisnes vieron una tropa de caballeros que galopaba a lo largo de la ribera. Nadaron hacia la orilla preguntándose unos a otros con sus voces si alguno reconocía el apuesto grupo de jinetes. Los caballeros oyeron a los cisnes hablar y se dieron cuenta de que eran los hijos de Lir. Habían oído hablar de la crueldad de Aoife, pues eran los hijos de Bodb Dearg. Impacientes, los niños se apresuraron a hablar con sus amigos, preguntando por Lir y Bodb. Los jinetes les contaron que los dos ancianos estaban juntos en Sidhe Fionnachaid, la fortaleza de Lir, celebrando el Festín de la Edad. Salvo por su tristeza por haber perdido a los niños, estaban felices y contentos. Fionnuala recordó su vida anterior y exclamó con añoranza:

            —Lir y su séquito están felices esta noche bebiendo y comiendo en una casa caliente mientras sus hijos viven desamparados. Antes vestíamos de púrpura real, ahora las plumas blancas son nuestro único abrigo. Solíamos beber vino y aguamiel de copas preciosas y ahora nuestra bebida es el agua salada y nuestra comida los granos de arena. Las duras rocas son nuestro lecho, y las crestas de las olas, nosotros que solíamos dormir sobre almohadones rellenos de suaves plumones. Los hijos de los reyes galopaban a nuestro lado por los montes de Bodb, pero nuestra única compañía ahora son las blancas olas del mar. Y yo, tanto como me gustaba tumbarme en la hierba fragante y sentir el sol, ahora debo surcar, sin descanso, las frías corrientes del mar de Moyle.

            Los jinetes escucharon con tristeza el lamento de Fionnuala y luego le dijeron adiós a ella y a sus hermanos y partieron hacia la fortaleza de Lir con las noticias de sus hijos.

            Un día Fionnuala llamó a sus hermanos y les dijo una vez más que habían pasado trescientos años y que era hora de dejar el sombrío mar de Moyle para dirigirse al océano del oeste, a Inish Glora donde pasarían el último periodo de su exilio.

            —Y de camino —dijo— visitaremos Sidhe Fionnachaid y veremos a nuestro padre.

            Volaron hasta Carraignarone, la roca donde se habían refugiado de tantas tormentas y aterrizaron en ella. Echaron un último vistazo a las desoladas extensiones del mar de Moyle y luego se elevaron elegantemente hacia el cielo, rumbo al oeste.

            Mientras volaban sobre el hermoso paisaje de su infancia escudriñaban el suelo en busca de un primer atisbo de la fortaleza de Lir, pero no había rastro de ella. Desconcertados, volaron más y más bajo, preguntándose si se habrían perdido, hasta que, al final, vislumbraron la colina familiar. Sobrevolaron el lugar donde se había levantado Sidhe Fionnachaid, más y más alarmados a cada giro. No había rastro de la muralla o del foso, de las fortificaciones o de los verdes campos de juegos. No había rastro de vida alguna, solo un montículo de hierba áspera cubierto de matorrales. Con tristeza aterrizaron en el centro y allí se acurrucaron mirando con incredulidad los montones dispersos de piedras y los terraplenes rotos, las terrazas cubiertas de ortigas y cardos y raquíticos arbusto de tojos que crecían apretujados en las laderas.

            Mientras se acurrucaban allí, con las plumas erizadas por el viento que se colaba entre los montículos, recordaron Sidhe Fionnachaid tal como lo habían dejado junto a Aoife en aquella fatídica mañana, y el dolor casi les rompió el corazón. Recordaron los banquetes reales, a los caudillos y a las damas atentos a la música, a los arpistas y los relatos heroicos de los bardos. Recordaron a sus camaradas, los jóvenes y las hermosas muchachas con los que reían mientras observaban las cacerías y las carreras de carros, las partidas de ajedrez en los pasillos y los partidos de hurling al aire libre en el prado. Recordaron la sabiduría de los druidas y las proezas de los campeones. Ahora no había puertas, ni fuegos, ni banquetes, ni otro ser vivo a la vista.

            Los hijos de Lir alzaron la voz y entonaron un lamento por todo lo que se había perdido, y el sonido resonó en el montículo desierto y solo ellos podían oírlo. Con tristeza se elevaron en el aire y sobrevolaron las ruinas por última vez. Luego se dirigieron volando hacia el océano del oeste para pasar los últimos trescientos años de su exilio.

            El océano Atlántico era tormentoso pero no tan frío y desierto como el mar de Moyle. Cuando las tormentas arreciaban desde el oeste, los niños-cisne podían refugiarse en las ensenadas y bahías que salpicaban la costa. En una de estas bahías había una pequeña isla llamada Inish Glora y en esta isla había un pequeño lago donde los cisnes solían acudir en busca de refugio. Allí cantaban sus incomparables canciones y los pájaros acudían en masa a Inish Glora desde Achill y Aran y las otras islas del oeste de Irlanda. Se instalaban en los árboles y escuchaban en silencio una música mucho más dulce que la que ellos podían producir y el lago acabó conociéndose como el Lago de las aves. La música de los cisnes, llena de añoranza por otra época, flotaba sobre el agua en los días tranquilos y las personas que la escuchaban recordaban la vieja historia de los hijos de Lir.

            Una nueva era había amanecido en Irlanda y los Tuatha De Danaan habían sido desplazados por otra raza. Una nueva religión se había extendido por todo el país, traída por San Patricio y sus monjes, y la gente ahora adoraba al Dios cristiano. Los viejos dioses habían sido enterrados. Mannanan, Lugh, Nuada, los propios hijos de Lir, se habían convertido en leyendas.

            En una pequeña isla en el Lago de las aves se había instalado un hombre santo. Había oído hablar de los cisnes de Inish Glora que hablaban con voces humanas y, como muchos otros, había oído la leyenda de la suerte de los hijos de Lir. Sintió que el momento de su liberación debía estar cerca y quería estar allí para ayudarlos. Levantó una pequeña iglesia en la isla y todas las mañanas y tardes tocaba una campana de bronce cuando comenzaba a rezar.

            Una noche, los cisnes regresaron volando a Inish Glora desde el sur. Al amanecer, Conn, Fiacra y Aed se despertaron alarmados cuando un sonido que nunca antes habían oído resonó a través del agua. Gritaron asustados y Fionnuala se despertó. También ella había oído el sonido, pero su grito fue de felicidad. Sabía que el sonido de esta campana anunciaba la libertad que Aoife había prometido casi mil años antes.

            Los cuatro cisnes miraron hacia el bosque de la pequeña isla y allí vieron una cabaña. A través de la puerta vieron al ermitaño de rodillas y a su lado el brillo de la campana que los había despertado. Escucharon al monje cantar las maitines y respondieron con su propia música, pero ahora la soledad y añoranza de mil años había sido reemplazada por una nota de esperanza.

            Al escuchar el sonido, el ermitaño se apresuró hacia la orilla. Allí, a la luz de la mañana, vio cuatro cisnes. Los llamó a través del agua:

            —¿Sois los hijos de Lir? ¿Sois Fionnuala y Aed y Fiacra y Conn?

Los cuatro cisnes se acercaron unos a otros en el lago pero no respondieron a su pregunta y no quisieron acercarse a tierra. Entonces Fionnuala inclinó la cabeza en señal de asentimiento.

            —¡No tengáis miedo! No os haré daño —dijo el santo—. Vosotros sois la razón de que viniera a este lago. Durante siglos la gente ha escuchado los ecos de vuestro hermoso canto y ha contado la historia de vuestro exilio. Vuestro calvario casi ha terminado. Una nueva religión, una religión de amor ha llegado a Irlanda. Gracias a ella seréis liberados.

            Los cisnes escucharon las palabras de consuelo del ermitaño y confiaron en él, así que lo siguieron hasta la orilla. El santo forjó una cadena de plata y se la ató alrededor de los cuellos y los unió unos a otros, para que nunca más se separaran. Los hijos de Lir empezaron a vivir en la cabaña del santo, y hablaban y rezaban con él. Este los alimentaba y protegía y ellos cantaban a cambio para él. Aunque la última parte del hechizo de Aoife aún tenía que suceder antes de que pudieran recuperar su propia forma, allí eran felices y se sentían por fin en paz.

            Entonces, mientras vivían con el monje en Inish Glora, Lairgren, el rey de Connacht, viajó hacia el sur a Munster y tomó por esposa a la hija de un rey, y gracias a este matrimonio se cumplió la última parte de la profecía de Aoife.

            Cuando la nueva reina llegó a Connacht, escuchó oír hablar de la música de los maravillosos cisnes que vivían en el Lago de las aves. Le dijo a su esposo que se los trajera para que pudiera escucharlos en persona. Lairgren se negó porque sabía que el santo no permitiría que los cisnes abandonaran su isla. Pero la reina estaba decidida a escucharlos y amenazó con dejar a su esposo y regresar a la casa de su padre si no le concedía su deseo. Esto habría supuesto una gran desgracia para Lairgren, por lo que envió un mensaje al ermitaño ordenándole que enviara los cisnes a su corte como regalo para la nueva reina. El santo se negó y el mensajero trasladó su negativa al rey. Lairgren estaba furioso porque sus órdenes habían sido ignoradas y decidió acudir en persona al Lago de las aves. El ermitaño lo vio venir por el agua y escondió a los cisnes en la pequeña iglesia. Luego bajó a la orilla para dar la bienvenida al rey.

            — ¿Es cierto que rechazaste a mi mensajero y no me concediste el favor que te pedí? —exigió el rey.

            —Es cierto —contestó el hombre santo—. Rechacé al mensajero del rey y rechazaré al mismo rey. ¡Los hijos de Lir han encontrado refugio en mi iglesia y allí se quedarán!

            Lairgren empujó al monje a un lado y entró en la iglesia. Agarró las cadenas que unían a los cisnes entre sí y arrastró a las asustadas criaturas fuera de la iglesia. Los cisnes aterrorizados lucharon con todas sus fuerzas, batiendo frenéticamente sus alas, pero Lairgren los hizo alejarse de la puerta y los condujo hacia el agua. Solo había dado unos pocos pasos cuando el ruido a su espalda cesó y el rey se volvió rápidamente para comprobar la razón. Mientras los miraba, el plumaje de los cisnes cayó y en el suelo, encadenados entre sí, aparecieron cuatro personas de muchísima edad, una mujer frágil y arrugada y tres ancianos enclenques. Lleno de horror por lo que veía, Lairgren corrió hacia su barca y huyó del lugar con las palabras de enfado del ermitaño resonando en sus oídos.

            El monje corrió al lado de los cuatro ancianos asustados que yacían indefensos en el suelo y trató de consolarlos. Fionnuala, que sabía que su vida estaba llegando a su fin, le pidió al santo que los bautizara. Este roció sobre sus cabezas agua del Lago de las aves y los bendijo. Cuando terminó, Fionnuala le dijo:

            —Nuestra muerte está cerca. Mi amable amigo, estamos tan tristes de dejarte como tú de vernos partir. Entiérranos aquí donde encontramos la paz. Cuando éramos cisnes, cobijé a mis hermanos bajo mis alas, Conn a mi derecha, Fiacra a mi izquierda y Aed bajo mi pecho, así que déjanos yacer de ese modo en nuestra tumba.

            Entonces los hijos de Lir murieron en paz, con el santo a su lado, y fueron enterrados como había pedido Fionnuala. Sobre su tumba, el ermitaño levantó una piedra y en ella, en escritura ogham, talló sus nombres.

 

(De 'Over Nine Waves: A Book of Irish Legends', de Marie Heaney)

(Traducción de A. Catalán)