IMPOSIBLE DE CONTAR
Para Robert Hass y en memoria de
Elliot Gilbert
Lento
dulcimer, gavota y arco, en otoño
Bashô
y sus amigos salen a mirar la luna;
en
verano, arcoiris de gasolina en la cuneta,
la
secreta cortesía que corre como icor
por
la versión antigua de un chiste grosero a gran escala,
imposible
de contar por escrito. "Bashô",
se
llamó a sí mismo, "Platanero": plátano
como
la planta que unos alumnos le entregaron,
quizás
en agradecimiento a sus consejos
al
atravesar una larga noche por las reglas y canales
del
poema encadenado, colectivo,
compuesto
en el corazón de su profesor: vivo, rígido, fluido
como
pasajes grabados en un circuito microscópico.
Elliot
sabía de memoria tantos chistes
que
parecían reproducirse como microbios en un cultivo
en
su cerebro, cada uno dando paso a tantos otros
que
era imposible poder contarlos todos:
en
la cultura cortesana de los chistes, el mandamás.
Imagina
una corte de un solo miembro: la reina, una madre joven,
desgraciada,
a solas todo el día con su primogénito
y
su nuevo bebé en un apartamento miserable
de
poquísimas habitaciones, de una raza distinta a sus vecinos.
Le
dice al niño que va a suicidarse.
Se
obsesiona, se enfurece. Con la esperanza de distraerla,
el
niño juguetea, canta, hace imitaciones
de
diferentes personas del edificio, bromea,
siente
que si la mantiene con vida hasta que el padre
llegue
del trabajo, estarán a salvo hasta mañana.
Es
la risa contra el dormitorio y las pastillas.
¿Qué
es él al esforzarse sino un cortesano?
Imposible
de contar su total decepción.
En
los primeros meses tras haber vuelto al Este
desde
California, al dejar un mensaje
en
el contestador de Bob, cogí la costumbre
de
contarle a la cinta un chiste; y en algún momento,
solía
fingir que olvidaba el final,
o
pretendía que algo quizá me interrumpía:
como
para que con las ansias de escuchar el final
tuviera
que devolverme la llamada. El chiste era de Elliot,
las
más de las veces. Los médicos cometieron el error
que
le mataría algún tiempo después ese mismo año.
Un
día cuando llegué a casa encontré un mensaje
de
Bob en el contestador. Era una historia
sobre
dos rabinos, uno alto, el otro bajo,
un
día mientras caminan juntos por la calle
ven
el cadáver de un chino frente a ellos,
y
Bob decía: perdón. Había olvidado el resto.
Por
supuesto él sabía que su chiste era solo un simulacro,
imposible
de contar: un desafío sin salida posible.
Pero
aquí está, tal y como Elliot me lo contó:
la
viuda del muerto se acerca llorando a los rabinos,
implorándoles,
que si pueden, lo resuciten.
Estupefacto,
el rabino alto dice rotundamente que no.
Pero
el rabino bajo le dice que lleve el cuerpo
dentro
del estudio, y ordena cerrar los postigos
para
que el cuarto quede a oscuras. Después reza
sobre
el cuerpo, entonando una secreta letanía
sacada
de la Cábala. "Levántate y respira", grita;
pero
nada sucede. El cuerpo sigue inerte. Entonces
el
pequeño rabino pide cientos de velas
y
baila alrededor del cuerpo, cantando y rezando
en
hebreo, después en yiddish, luego en arameo. Reza
en
turco y en egipcio y en el idioma de la antigua Galitzia
durante
casi tres horas, saltando alrededor del ataúd
a
la luz de las velas de modo que sus pequeños zapatos
parecen
no tocar el suelo. Con una última plegaria
gimoteada
en un español anterior a la Inquisición
se
detiene, agotado, y observa fijamente la cara del muerto.
Jadeando,
alza los dos brazos en un místico gesto
y
dice, "¡Levántate y respira!" Y como antes
el
cuerpo sigue inerte. Imposible de contar
con
palabras como las cejas de Elliot se estremecían y bramaban
como
greñudos mamuts cuando —con el permiso
de
la viuda china— el pequeño rabino entona
la
loa con que debe realizar la circuncisión
y
elimina el prepucio del muerto, cantando loas
en
finés y swahili, y baña el cadáver
de
la cabeza a los pies, y con una oración final
en
babilónico, resoplando por el agotamiento,
toma
la cabeza del muerto y le besa en los labios
y
la deja caer de nuevo y apartándose de un salto ordena:
"¡Levántate
y respira!". El cuerpo, inerte como siempre.
Aquí,
como cuando los discípulos de Bashô serpentean
a
lo largo del sinuoso espinazo que une el renga
a
través de las diferentes voces, que añaden cada una
una
transformación adicional de acuerdo a las reglas
de
la pausa y la repetición, todo según un orden
y
sin embargo imposible de saber con antelación,
Elliot
se prepara para el remate del chiste: el pequeño
rabino,
aún jadeando, como un boxeador sobresaltado,
mira
al muerto, después a todos los que le observan,
con
una especie de ademán a lo Mel Brooks: "¡Oh tío!", dice,
"A
eso llamo yo estar bien muerto". Oh mortales
poderes
y príncipes terrenales, y vosotros inmortales
Señores
del abismo y la vida eterna,
Jehová,
Raa, Bol-Morah, Hécate, Plutón,
¿Qué
tiene que ver un alma viva y brillante
con
vuestras arpas y fuegos y barcas, vuestras baratijas
y
pozos de humeante sangre? Canallas provincianos,
nuestros
idiomas no os tocan, sois como esa madre
a
la que su hijo pequeño entretenía para rogarle por su vida.
Posiblemente
creció hasta convertirse en el rabino alto,
el
que se lavó las manos ante todas esas bromas
desde
el principio. O quizá se convirtió
en
el autor de estas líneas, un renga de un solo hombre,
ese
a quien le parece que es imposible
contar
una historia sin rodeos. Era un procedimiento
de
rutina. Cuando terminó los médicos
le
dijeron a Sandra y a los niños que había sido un éxito,
pero
que Elliot no iba a despertarse hasta dentro de una hora,
que
deberían ir a comer algo. A los dos les encantaba discutir
de
una forma que por parte de él se remontaba al yiddish,
por
parte de Sandra a cierto dialecto siciliano.
Solía
regañarla interminablemente por fumar.
Cuando
regresó de la cena con sus hijos
los
doctores les tuvieron que informar del error.
¡Oh,
torbellino de pétalos, hojas caídas! El movimiento
del
renga encadenado persigue instante tras instante
su
sentido, dice Bob en su libro de haikus.
Oh,
torbellino de pétalos, todas las cosas vivas son fortuitas,
hojas
caídas, y efímeras, y sufren.
Pero
lo Universal es el objeto de cualquier chiste,
especialmente
de ciertos chistes étnicos, que se estrechan
a
través del embudo espiral de las lenguas y los gestos
hacia
su absurda Ítaca. Hay uno
que
me contó un periodista. Lo escuchó mientras un héroe
del
movimiento de liberación sudafricano hablaba
a
unos ancianos judíos. El brazo derecho del orador
se
lo había volado un paquete bomba de la Derecha.
Contaba
a los oyentes que tuvieron que votar
por
el ANC: un grupo al que los viejos judíos temían
como
algo "a favor de los árabes". Pero empezaron a llorar
mientras
el viejo y tullido luchador les contaba que su país
necesitaba
que votaran por lo correcto, su voto
podría
producir un país al que sus hijos pudieran volver
de
Londres y Chicago. Los emocionados ancianos
aplaudieron
como locos, y el amigo del orador
susurró
al periodista, "Es el chiste
del
Ejercito Belga en vivo". Ojalá pudiera contárselo
a
Elliot. En el Ejercito Belga, la contienda
entre
flamencos y valones se pone bastante seria,
así
que el ejercito, fuera de control, funciona a duras penas.
Finalmente
un comandante reúne a sus hombres
en
una gran sala, para tratar las cosas directamente.
Cuadrándose,
permanecen ante él. "Todos los flamencos",
ordena,
"a la pared izquierda". La mitad de los hombres
se
apiñan a la izquierda. "Ahora todos los valones", ordena,
"muévanse
a la derecha". El mismo número se acumula
contra
la pared derecha. Solamente un hombre queda
en
posición de firmes en el medio: "¿Qué es usted, soldado?"
Saludando,
el hombre dice: "Señor, soy belga".
"¡Vaya!
Eso es asombroso, cabo; ¿cómo se llama?"
Saludando
otra vez, contesta: "Rabinowitz":
un
chiste que parece a primera vista una historia
sobre
los judíos. Pero al igual que el renga adopta
un
significado religioso al incorporar pétalos a la deriva
y
hojas quebradizas que tocan y mueren y sufren
los
vientos cambiantes que acarician el remolino en la cuneta,
así
en el chiste, justo por debajo de la música estridente
de
flamencos, judíos, valones, una lealtad cortés
pasa
al dulcimer, gavota y arco,
sobre
el platanero la luna en otoño:
lealtad
a un estado imposible de contar.
(Robert Pinsky, The Figured Wheel,
1996)
(Traducción
de Andrés Catalán)