3 de octubre de 2024

Un fragmento de 'Todo a peor' ('Worstward Ho'), de Samuel Beckett

 

Más. Digamos más. Se diga más. De algún modo más. Hasta ni modo más. Ni modo dicho más. 

 

            Digamos por dicho. Mal dicho. Desde ahora digamos por mal dicho.

 

            Digamos un cuerpo. Donde no. Sin mente. Donde no. Al menos eso. Un lugar. Donde no. Para el cuerpo. Estar allí. Moverse allí. Salir de. Volver a. No. De salir nada. De volver nada. Solo allí. Quedarse allí. Más allí. Quieto.

 

            Todo de antes. Siempre más nada. Siempre probar. Siempre fracasar. Da igual. Probar otra vez. Fracasar otra vez. Fracasar mejor.

 

            Primero el cuerpo. No. Primero el lugar. No. Primero ambos. Ahora el uno o el otro. Ahora el otro o el uno. Harto del uno probar el otro. Harto del otro otra vez harto del uno. Y más. De algún modo más. Hasta harto de ambos. Vomitar e irse. Donde ni uno ni otro. Hasta harto de allí. Vomitar y volver. El cuerpo otra vez. Donde no. El lugar otra vez. Donde no. Probar otra vez. Fracasar otra vez. Mejor otra vez. O mejor peor. Fracasar peor otra vez. Todavía peor otra vez. Hasta harto del todo. Vomitar del todo. Irse del todo. Donde ni uno ni otro del todo. Totalmente del todo.

 

            En pie. ¿Qué? Sí. Digamos que en pie. Tener que levantarse al final y ponerse en pie. Digamos huesos. Sin huesos pero digamos huesos. Digamos suelo. Sin suelo pero digamos suelo. Como para decir dolor. ¿Sin mente y dolor? Digamos sí para que los huesos duelan tanto que no quede otra que ponerse en pie. De algún modo levantarse y ponerse en pie. O mejor peor lo que quede. Digamos lo que quede de la mente donde nada quepa del dolor. Dolor de huesos hasta que no quede más que levantarse y ponerse en pie. De algún modo levantarse. De algún modo ponerse en pie. Lo que quede de la mente donde nada a efectos del dolor. De huesos aquí. Otros ejemplos si hicieran falta. Del dolor. Su alivio. Su cambio.

 

            Todo de antes. Siempre más nada. Pero fracasar así jamás. Fracasar peor. Con esmero jamás fracasar peor. 

 

            Vaga luz de origen desconocido. Conocer lo mínimo. Nada de conocer nada. Es demasiado pedir. A lo más lo mero mínimo. Lo meromísimamente mínimo.

 

            No queda otra que ponerse en pie. De algún modo levantarse y ponerse en pie. De algún modo levantarse. Eso o quejarse. La queja que tanto tarda. No. Sin queja. Solo dolor. Solo levantarse. Una ocasión para probar qué. Probar a ver. Probar a decir. Qué yaciente al principio. Luego de algún modo de rodillas. Poco a poco. Luego desde ahí. Poco a poco. Hasta que al final en pie. No ahora. Fracasar mejor peor ahora.

 

            Otro. Digamos otro. La cabeza hundida entre las manos lisiadas. El vértice vertical. Los ojos cerrados. Sede de todo. Germen de todo.

 

            Sin futuro en esto. Desgraciadamente sí.

 

            En pie. Ver en el vago vacío cómo al final en pie. En la vaga luz de origen desconocido. Antes de los ojos abatidos. Los ojos cerrados. Los ojos fijos. Los ojos cerrados fijos.

 

            Esa sombra. Antes yaciente. Ahora en pie. ¿Un cuerpo eso? Sí. Digamos que eso un cuerpo. De algún modo en pie. En el vago vacío.

 

[...]

 

 

(Traducción de Andrés Catalán) 




26 de septiembre de 2024

Un fragmento de 'La noche', de G. Manganelli


(Seudonimia)2

 

Hace poco me crucé con un amigo por la calle —un día tontamente ordinario— y, entre monsergas y cuentos chinos (es un amigo que ha perdido los modales a cuenta de los muchos funerales a los que gusta presentarse), me puso al corriente de que yo había publicado un libro. No lo dijo con particular aspereza ni, a mi parecer, con malicia, si bien su modo de expresarse hace que uno sospeche siempre de que se trata de un perverso calumniador. Evidentemente la noticia, o más bien el rumor, de que yo había publicado un libro no podía dejarme indiferente. No quería darle a aquel señor la impresión de estar completamente in albis al respecto, y sin embargo no se me venían a la mientes más que palabras genéricas: «¿Y qué te pareció?»; «¿te gustó?». En realidad no solo no estaba al tanto de haber publicado un libro; más exactamente ignoraba que un libro con mi nombre en la cubierta se hubiera ofrecido a las librerías y estas a su vez lo ofrecieran al público. Podía tratarse de la mediocre invención de un chismoso, pero lo cierto es que no era la primera vez que me veía envuelto en algo así. Otras veces libros con mi nombre y apellido habían sido vistos por personas serias en escaparates verosímiles, y una vez yo mismo había visto un librito coronado con mi nombre, pero me encontraba en la estación, debía coger un tren que resoplaba en el andén, y no me dio tiempo a ver de qué iba aquello. En realidad sé que no se trata de un caso de homonimia —que postergaría el problema, pero no lo resolvería— sino un caso de seudonimia cuadrática que, como todo el mundo sabe, consiste en usar un seudónimo del todo coincidente con el verdadero nombre. En este caso el nombre, a pesar de ser auténtico e incuestionable, aparte de servir de protección, sigue siendo falso y engañoso. El procedimiento era, por supuesto, levemente inmoral, de lo contrario aquel amigo mío ni siquiera habría reparado en ello; pero no quedaba más remedio que reconocer como verdadera la noticia de que un libro mío —o mejor un libro de mi auténtico homoseudónimo ficticio— se había publicado. En general no siento demasiada curiosidad por los libros que llevan ese nombre, tan familiar y rústico, pero esta vez experimenté una suerte de irritado interés, dado que temía que aquella repetición de actos de compulsión libresca pudiera dejarme en mala posición ante la autoridad político-religiosa que desde hace dieciséis años se reúne en un cónclave estético para decidir si la literatura es fatua o directamente delictiva. Así pues, tras despedirme de mi amigo, me acerqué a una librería y comencé a buscar entre las mesas y los estantes.

         Ignoraba si el libro que me concernía trataba de floricultura, de historia romana, de lingüística minoica; al amigo no se lo había preguntado, por natural recato, y tampoco me atrevía acudir al aburrido dependiente y pedirle un libro de tal, un tal que tenía un nombre que no era «como», sino que era «el mío».

         Por casualidad, entre las novedades, reparé en aquel libro. Mostré indiferencia. Hojeé otros libros, examiné cubiertas, repasé índices; sonreí con la sonrisa tonta de quien al abrir una página se encuentra con una frase ingeniosa y feliz. Finalmente sostuve en mis manos «aquel» libro. En la solapa de la cubierta había datos sobre mí —escondido bajo el seudónimo verdadero— que me parecieron indiscretos y comprometedores, por mucho que evitaran alusiones políticas, religiosas, culturales, nacionales, estéticas. Hojeé el libro, un libro breve, probablemente de relatos, y leí atentamente una página. Naturalmente, no recordaba, no reconocía nada. Compré el libro y me lo llevé a casa. Me puse a leerlo; lo encontré aburrido, presuntuoso, y no entendí gran cosa. Los relatos estaban conectados gracias a las figuras repetidas de ciertos personajes, cosa que me pareció una inútil complicación. Estaba claro que el libro contenía un mensaje, y la cosa me irritaba. Tal vez se tratara de un libro ideológicamente comprometido, cosa que encuentro insoportable. Cuidadosamente leí una página tras otra, tomando apuntes para recordar los nombres de aquellos ridículos personajes. Aquello me parecía una tarea escolar, una engorrosa tarea escolar.

         Con todo, no podía negar la extrañeza de aquella situación; había comprado y parcialmente leído un libro que un calumniador honrado, un historicista, un funcionario del registro habría definido como «mío». Pero si lo hubiera escrito yo, si hubiera existido un «yo» capaz de escribir un libro, aquel libro, ¿qué habría podido explicar la absoluta, fastidiosa extrañeza que me separaba de aquella cosa escrita? ¿Por qué no sabía nada, ni recordaba la historia, ni distinguía los significados, o incluso cómo es que me salté sin querer una página y no encontré mayor inconveniente? En realidad nada me resultaba ya extraño en aquel libro que, qué bastardo, se introducía en mi vida. Lo tiré sobre un sillón y me puse a pensar.

         Necesitaba una explicación general, y no era probable que en una cavilación nocturna fuera capaz de encontrarla. Porque, estaba claro, me encontraba frente a uno de los Grandes Problemas de nuestra existencia, o al menos de la mía, uno de esos Problemas que han venido a sustituir las Angustias Religiosas y Filosóficas. La única explicación razonable debería tener en cuenta la extrañeza y la intimidad del seudónimo cuadrático, la novedad de algo con lo que por lo demás se me decía que había convivido. La lengua que hablo es pobre, supongo, para describir una situación de este pelo. Pero, en pocas palabras, a la pata llana, la conclusión a la que llegué fue más o menos la siguiente. Perdónenme, la recuerdo mal. En fin, yo no había escrito nada; pero por «yo» entendía eso dotado de nombre, pero carente de seudónimo. ¿Lo había escrito el seudónimo? Probablemente, pero el seudónimo seudoescribe y es, técnicamente, ilegible por el yo, y más aún por el yo seudónimo cuadrático, el cual, como es evidente, no existe; pero si el lector es inexistente, yo sé qué puede leer; eso que puede escribir el seudónimo de grado cero, cualquier cosa que nadie que no sea el seudónimo cuadrático, el inexistente, sería capaz de leer. De hecho, lo que está escrito es la nada. El libro no significa nada, y en todo caso yo no puedo leerlo si no es renunciando a existir. Quizás no sea más que una burla: como quedará claro, yo ya llevo muerto muchos años, como el amigo que me encontré, y el libro que hojeo es siempre incomprensible, lo leo, lo releo, lo pierdo. Quizás sea necesario morirse más veces.

 

(Traducción de Andrés Catalán)

 

 


 

11 de septiembre de 2024

'Imposible de contar', de Robert Pinsky

 

IMPOSIBLE DE CONTAR

 

Para Robert Hass y en memoria de Elliot Gilbert

 

Lento dulcimer, gavota y arco, en otoño

Bashô y sus amigos salen a mirar la luna;

en verano, arcoiris de gasolina en la cuneta,

 

la secreta cortesía que corre como icor

por la versión antigua de un chiste grosero a gran escala,

imposible de contar por escrito. "Bashô",

 

se llamó a sí mismo, "Platanero": plátano

como la planta que unos alumnos le entregaron,

quizás en agradecimiento a sus consejos

 

al atravesar una larga noche por las reglas y canales

del poema encadenado, colectivo,

compuesto en el corazón de su profesor: vivo, rígido, fluido

 

como pasajes grabados en un circuito microscópico.

Elliot sabía de memoria tantos chistes

que parecían reproducirse como microbios en un cultivo

 

en su cerebro, cada uno dando paso a tantos otros

que era imposible poder contarlos todos:

en la cultura cortesana de los chistes, el mandamás.

 

Imagina una corte de un solo miembro: la reina, una madre joven,

desgraciada, a solas todo el día con su primogénito

y su nuevo bebé en un apartamento miserable

 

de poquísimas habitaciones, de una raza distinta a sus vecinos.

Le dice al niño que va a suicidarse.

Se obsesiona, se enfurece. Con la esperanza de distraerla,

 

el niño juguetea, canta, hace imitaciones

de diferentes personas del edificio, bromea,

siente que si la mantiene con vida hasta que el padre

 

llegue del trabajo, estarán a salvo hasta mañana.

Es la risa contra el dormitorio y las pastillas.

¿Qué es él al esforzarse sino un cortesano?

 

Imposible de contar su total decepción.

En los primeros meses tras haber vuelto al Este

desde California, al dejar un mensaje

 

en el contestador de Bob, cogí la costumbre

de contarle a la cinta un chiste; y en algún momento,

solía fingir que olvidaba el final,

 

o pretendía que algo quizá me interrumpía:

como para que con las ansias de escuchar el final

tuviera que devolverme la llamada. El chiste era de Elliot,

 

las más de las veces. Los médicos cometieron el error

que le mataría algún tiempo después ese mismo año.

Un día cuando llegué a casa encontré un mensaje

 

de Bob en el contestador. Era una historia

sobre dos rabinos, uno alto, el otro bajo,

un día mientras caminan juntos por la calle

 

ven el cadáver de un chino frente a ellos,

y Bob decía: perdón. Había olvidado el resto.

Por supuesto él sabía que su chiste era solo un simulacro,

 

imposible de contar: un desafío sin salida posible.

Pero aquí está, tal y como Elliot me lo contó:

la viuda del muerto se acerca llorando a los rabinos,

 

implorándoles, que si pueden, lo resuciten.

Estupefacto, el rabino alto dice rotundamente que no.

Pero el rabino bajo le dice que lleve el cuerpo

 

dentro del estudio, y ordena cerrar los postigos

para que el cuarto quede a oscuras. Después reza

sobre el cuerpo, entonando una secreta letanía

 

sacada de la Cábala. "Levántate y respira", grita;

pero nada sucede. El cuerpo sigue inerte. Entonces

el pequeño rabino pide cientos de velas

 

y baila alrededor del cuerpo, cantando y rezando

en hebreo, después en yiddish, luego en arameo. Reza

en turco y en egipcio y en el idioma de la antigua Galitzia

 

durante casi tres horas, saltando alrededor del ataúd

a la luz de las velas de modo que sus pequeños zapatos

parecen no tocar el suelo. Con una última plegaria

 

gimoteada en un español anterior a la Inquisición

se detiene, agotado, y observa fijamente la cara del muerto.

Jadeando, alza los dos brazos en un místico gesto

 

y dice, "¡Levántate y respira!" Y como antes

el cuerpo sigue inerte. Imposible de contar

con palabras como las cejas de Elliot se estremecían y bramaban

 

como greñudos mamuts cuando —con el permiso

de la viuda china— el pequeño rabino entona

la loa con que debe realizar la circuncisión

 

y elimina el prepucio del muerto, cantando loas

en finés y swahili, y baña el cadáver

de la cabeza a los pies, y con una oración final

 

en babilónico, resoplando por el agotamiento,

toma la cabeza del muerto y le besa en los labios

y la deja caer de nuevo y apartándose de un salto ordena:

 

"¡Levántate y respira!". El cuerpo, inerte como siempre.

Aquí, como cuando los discípulos de Bashô serpentean

a lo largo del sinuoso espinazo que une el renga

 

a través de las diferentes voces, que añaden cada una

una transformación adicional de acuerdo a las reglas

de la pausa y la repetición, todo según un orden

 

y sin embargo imposible de saber con antelación,

Elliot se prepara para el remate del chiste: el pequeño

rabino, aún jadeando, como un boxeador sobresaltado,

 

mira al muerto, después a todos los que le observan,

con una especie de ademán a lo Mel Brooks: "¡Oh tío!", dice,

"A eso llamo yo estar bien muerto". Oh mortales

 

poderes y príncipes terrenales, y vosotros inmortales

Señores del abismo y la vida eterna,

Jehová, Raa, Bol-Morah, Hécate, Plutón,

 

¿Qué tiene que ver un alma viva y brillante

con vuestras arpas y fuegos y barcas, vuestras baratijas

y pozos de humeante sangre? Canallas provincianos,

 

nuestros idiomas no os tocan, sois como esa madre

a la que su hijo pequeño entretenía para rogarle por su vida.

Posiblemente creció hasta convertirse en el rabino alto,

 

el que se lavó las manos ante todas esas bromas

desde el principio. O quizá se convirtió

en el autor de estas líneas, un renga de un solo hombre,

 

ese a quien le parece que es imposible

contar una historia sin rodeos. Era un procedimiento

de rutina. Cuando terminó los médicos

 

le dijeron a Sandra y a los niños que había sido un éxito,

pero que Elliot no iba a despertarse hasta dentro de una hora,

que deberían ir a comer algo. A los dos les encantaba discutir

 

de una forma que por parte de él se remontaba al yiddish,

por parte de Sandra a cierto dialecto siciliano.

Solía regañarla interminablemente por fumar.

 

Cuando regresó de la cena con sus hijos

los doctores les tuvieron que informar del error.

¡Oh, torbellino de pétalos, hojas caídas! El movimiento

 

del renga encadenado persigue instante tras instante

su sentido, dice Bob en su libro de haikus.

Oh, torbellino de pétalos, todas las cosas vivas son fortuitas,

 

hojas caídas, y efímeras, y sufren.

Pero lo Universal es el objeto de cualquier chiste,

especialmente de ciertos chistes étnicos, que se estrechan

 

a través del embudo espiral de las lenguas y los gestos

hacia su absurda Ítaca. Hay uno

que me contó un periodista. Lo escuchó mientras un héroe

 

del movimiento de liberación sudafricano hablaba

a unos ancianos judíos. El brazo derecho del orador

se lo había volado un paquete bomba de la Derecha.

 

Contaba a los oyentes que tuvieron que votar

por el ANC: un grupo al que los viejos judíos temían

como algo "a favor de los árabes". Pero empezaron a llorar

 

mientras el viejo y tullido luchador les contaba que su país

necesitaba que votaran por lo correcto, su voto

podría producir un país al que sus hijos pudieran volver

 

de Londres y Chicago. Los emocionados ancianos

aplaudieron como locos, y el amigo del orador

susurró al periodista, "Es el chiste

 

del Ejercito Belga en vivo". Ojalá pudiera contárselo

a Elliot. En el Ejercito Belga, la contienda

entre flamencos y valones se pone bastante seria,

 

así que el ejercito, fuera de control, funciona a duras penas.

Finalmente un comandante reúne a sus hombres

en una gran sala, para tratar las cosas directamente.

 

Cuadrándose, permanecen ante él. "Todos los flamencos",

ordena, "a la pared izquierda". La mitad de los hombres

se apiñan a la izquierda. "Ahora todos los valones", ordena,

 

"muévanse a la derecha". El mismo número se acumula

contra la pared derecha. Solamente un hombre queda

en posición de firmes en el medio: "¿Qué es usted, soldado?"

 

Saludando, el hombre dice: "Señor, soy belga".

"¡Vaya! Eso es asombroso, cabo; ¿cómo se llama?"

Saludando otra vez, contesta: "Rabinowitz":

 

un chiste que parece a primera vista una historia

sobre los judíos. Pero al igual que el renga adopta

un significado religioso al incorporar pétalos a la deriva

 

y hojas quebradizas que tocan y mueren y sufren

los vientos cambiantes que acarician el remolino en la cuneta,

así en el chiste, justo por debajo de la música estridente

 

de flamencos, judíos, valones, una lealtad cortés

pasa al dulcimer, gavota y arco,

sobre el platanero la luna en otoño:

 

lealtad a un estado imposible de contar.

 

 

 

(Robert Pinsky, The Figured Wheel, 1996)

(Traducción de Andrés Catalán)

 


 

 

 

 

 

 

 

1 de septiembre de 2024

Dos poemas de Kevin Prufer

 

Condominios

 

¿Qué fue lo que llevó al emperador Constantino

a asesinar a su propio hijo

                                          y luego

borrar su nombre de los monumentos?

 

Nadie lo sabe. Sin embargo,

Constantino era un gobernante benévolo,

si hemos de creer

                             a los historiadores de la Iglesia.

 

Anoche, tarde,

de paseo por la ciudad infectada,

llegué a mi demolido

instituto.

              Así, sin más,

lo habían derribado. Bárbaros.

 

Hace mucho me sentaba en un pupitre

mientras una monja vieja mentía

sobre la historia americana.

 

Ahora era un montón

                                   de ladrillos y cristales.

Una excavadora dormitaba

                                           en un rincón,

como un tirano gordo.

                                   El ruido

del comercio llegaba constante

desde la cercana carretera.

Cómo te amo,

                        América. Eres tan

desmemoriada. Constantino

gobernó durante décadas

tras el deceso de su hijo olvidado

y murió feliz en Nicomedia.

 

Deberíamos asesinar la historia

para hacer sitio

                        a la historia.

No, me dije. A la verdad.

No.

     Condominios.


 

Lo último de Diocleciano

 

 

Tras gobernar desapasionadamente

                                                           durante veinte años

el emperador se jubiló

                                    Tras sobrevivir a su gobierno

el emperador se hizo granjero

                                                Tras jubilarse

felizmente

                  se dedicó a cultivar repollos    Eran unos repollos

hermosos

                 Crecían en marciales hileras

Cuando el imperio

                               estalló en guerra

el emperador apenas se enteró

                                                  Tras estallar en guerra

el pueblo le pidió

                            que volviera

a ser emperador

                           Se estaban matando unos a otros

No dejaban

                    de matarse unos a otros    Si pudierais ver

estos hermosos repollos

                                       les dijo

nunca me pediríais algo así

Si pudieras ver

                         estos repollos morados

no me pediríais

                         que los regara

con vuestros estallidos

                                    de avaricia insaciable

Así habló el emperador

                                     que tras gobernar bien

se jubiló

              no exactamente para nada

Se jubiló para tomar conciencia

                                                  del caos que siempre

sigue a las buenas épocas:

                                            la destrucción

de los seres amados

                                   el colapso del Estado

Tras gobernar bien

                              murió al final

por su propia mano

                                El derramamiento de sangre

continuó

               Luego una breve paz

Luego otra vez la guerra

                                       Así una y otra vez     Siglos

de emperadores muertos

                                          desvaneciéndose a lo lejos

Piensa en esas hileras

                                   de repollos perfectos

 

 

De Kevin Prufer, The fears, 2023 

Trad. Andrés Catalán