Vemos levantarse el viento secreto tras el cerebro,
la esfinge de luz posarse en los ojos,
el código de los astros traducirse en el cielo.
Una noche secreta desciende entre
el cráneo, las células, las plegables orejas
sosteniendo eternamente la luna muerta.
Un grito sube al cielo como un cohete,
calamidad del populacho de los ciegos
decoradores de la frente de la ciudad,
doradores de calles, las manos del populacho
aplauden a la atareada hermandad
de la vara y la rueda que resucita a los muertos.
Una deidad urbana, movida por turbinas, esculpida de acero,
relumbra en las calles eléctricas;
un salvador urbano, en el huerto
de farolas y frutas de altos voltios,
pronuncia un evangelio de acero a los desgraciados
que hacen girar las ruedas y fijan los tornillos.
Oímos levantarse el viento secreto tras el cerebro,
la voz secreta nos grita en los oídos,
el evangelio urbano clama al cielo.
Sobre la deidad eléctrica crece
un Dios, más poderoso que el sol.
Las ciudades no nos robaron los ojos.
(Trad. de Andrés Catalán)
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