LA POESÍA
I
¡Sea yo una lámpara que arda
suave!
La lámpara, tal vez, que observa,
colgando del ahumado travesaño,
a las que en compañía hilan;
y escucha cuentos y razones
de bocas
veladas por la sombra, en rincones,
tras las mullidas ruecas
que se albean en fila:
razones, cuentos, y saludos
de amor, al oído, confusos:
los constantes susurros perdidos
en el constante bisbiseo de los husos;
las viejas palabras oídas
de cerca con pálpitos nuevos,
entre el sordo y manso rumiar
de los bueyes:
II
la lámpara, tal vez, que a la cena
convoca;
que despunta en lo blanco, y serena
sobre el gran mantel reposa, luna
sobre un prado de nieve;
y anima el alegre convite;
luego insinúa,
de repente, un pequeño dedo,
allí, negro aún de la pluma
que corre y que bebe:
pero deja en la sombra, en la mesa,
a la madre, al tiempo que estudia
a la hija mayor que piensa
mirando mi rayo de aurora:
absorta en mi llama dorada
no siente tu vana inspección;
¡ya huye, y ya, pobre madre,
se aleja!
III
Y si no soy yo la lámpara
que oscila
delante de una dulce María,
viviendo de las humilde gotas
de cien cabañas:
recojo el parejo tributo
del olivo
de todo el pueblo, y el saludo
de la colina rocosa y del arroyo
sonoro de juncos:
y enciende, mi rayo, al caer la tarde,
entre la sombra de tristes violetas,
en los ojos que rezan y desesperan,
la pobre lágrima sola;
y muere, en el alba radiante,
temblando, mi pálido rayo,
entre coros de vírgenes y flores
de mayo:
IV
o aquella, cubierta, que a su lado
te señala
a la mujer más blanca que el blanco
lienzo, que en el vientre, durmiente,
madura tu semilla;
o aquella que alumbra la cuna
—la barca
que, alzando el fanal de borrasca,
surca el mar del existir,
se mece, y gime—;
o aquella que callada ilumina
tumbas profundas —con rostros
descarnados de viejos; tenaces
sonrisas de rubias vírgenes;
¡tú madre... en la sombra sin horas,
por ti, en su triste reposo,
junta las manos sobre su corazón
ya carcomido!
V
¡Yo soy la lámpara que arde
suave!
en las horas más solas y más oscuras,
en la sombra más triste, más grave,
la mejor, hermano mío!
Que cuelgue sobre la cabeza de la
doncella
que piensa,
sobre la madre que reza, sobre la cuna
que llora, sobre la bulliciosa mesa,
sobre el sepulcro en silencio;
a lo lejos brilla mi llama
casta para el peregrino que sigue,
nocturno, con corazón lloroso,
el pálido camino de la vida:
se detiene; pero ve mi rayo
que blandamente le enciende el alma:
reemprende el oscuro viaje
cantando.
(Giovanni Pascoli, Cantos de Castelvecchio)
(Traducción de Andrés Catalán y María Bastianes)
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