A Jo Shapcott (1953) la descubrí una tarde, sentado en el suelo de la sección de poesía de la librería londinense de Foyles en Charing Cross Road mientras hojeaba todos -y cuando digo todos, digo todos- los poemarios de las estanterías. Estar en Londres una semana entera y no tener nada que hacer, ni siquiera turismo, es un regalo y un peligro para el bolsillo del saqueador de librerías. Of Mutability, que fue uno de los libros que me llevé, es un poemario crudo y luminoso, lleno de humor negro pero también de euforia. En 2003 a la autora le diagnosticaron un cáncer de mama, cáncer que vencería siete años después coincidiendo con la publicación de este libro. Los poemas, así, tienen que ver con la enfermendad, con la mutabilidad, con el cambio, a veces destructivo y a veces liberador, del cuerpo y del mundo que nos rodea.
Para muestra, un botón (bueno, tres):
DE LA MUTABILIDAD
Demasiadas de las mejores células del cuerpo
me escuecen, como aserradas, están en carne viva
con este frío primaveral. Es el año dos mil cuatro
y no conozco a nadie que no se sienta empequeñecido
por las cifras. Pequeños como una cuchilla.
Baja la vista estos días para poder verte los pies
recelar de las aceras y a tus análisis de sangre
hacer que la expresión del médico se ponga seria.
Alza la vista para captar eclipses, pan de oro, cometas,
ángeles, lámparas de araña, por el rabillo del ojo,
únete a ellos si quieres, estudia astrofísica, o
música popular, los sacrificios humanos, la mortalidad,
el vuelo, la pesca, el sexo sin contacto excesivo.
No te preocupes, eso sí, de poner rumbo a ningún lado salvo al cielo.
LAS MUERTES
Pensé que conocía a mi muerte.
Pensé que se daría a conocer
con todos esos pequeños crujidos
y quejidos de los que se oye hablar,
que nos haríamos amigas y daríamos
nuestros paseos como dos borrachas
con ella parloteando dentro de mí
acerca de nódulos y arterias
y de su obsequio de dolor que sería
demasiado grande para envolverlo,
que en algún momento durante el cortejo
ella me pondría ojitos y
yo implosionaría como un mango maduro.
Pensé que conocía a mi muerte
así que cuando, tras una tarde
de no parar, comenzó a llover
y los pelillos se me encresparon en el cuello
y el pelo me tiró del cuero cabelludo
y la boca me empezó a apestar a algas
y un hormigueó me recorrió las muñecas,
no la reconocí. Prendió
una llama verde sobre mi cabeza
e incluso así no lo entendí. Me arrojó
a yardas de distancia, trazó sus caricaturas
de filigrana roja sobre las palmas de mis manos
hasta que desaparecí y aún así no lo entendí.
ESCORPIÓN
Lo mato porque no podemos estar en la misma
habitación. Lo mato porque no podemos estar en la misma habitación
mientras duermo. Lo mato porque podría mirar a otro lado y no verlo ahí
sobre la pared al mirar de vuelta. Lo mato porque podría pasarme la
noche entera intentando cazarlo. Lo mato porque me da miedo acercarme lo
suficiente con un vaso y un papel para llevarlo fuera. Lo mato porque
me han dicho que lo haga. Lo mato dando un golpe con un zapato contra la
pared porque me han dicho que lo haga
de ese modo. Lo mato manteniéndome lo más lejos posible y estirando la
mano que sujeta el zapato. Lo mato porque me ha obligado a sacudir las
sábanas, mirar dentro de los zapatos, vigilar las paredes durante toda
la noche. Lo mato con dos rápidos golpes en caso de que uno no sea
suficiente. Lo mato porque puedo. Lo mato porque no puede impedírmelo.
Lo mato porque sé que está ahí. Lo mato de tal modo que sus restos
quedan en el tacón del zapato. Lo mato de tal modo que su silueta con el
aguijón curvo queda sobre la pared. Lo mato para sentir la seguridad de
que seguiré viva. Lo mato para sentirme viva. Lo mato porque soy más
débil que él. Lo mato porque no lo comprendo. Lo mato sin mirarlo. Lo
mato porque no soy lo suficientemente buena como para dejarlo vivir. Lo
mato mirando por el rabillo del ojo, recordando que es negro, vertical,
que está pegado todavía a la pared blanca. Lo mato porque no va a hablar
conmigo.
(Jo Shapcott, Of Mutability, 2010)
(De la traducción, Andrés Catalán)