22 de diciembre de 2014

Jo Shapcott: poesía y enfermedad

A Jo Shapcott (1953) la descubrí una tarde, sentado en el suelo de la sección de poesía de la librería londinense de Foyles en Charing Cross Road mientras hojeaba todos -y cuando digo todos, digo todos- los poemarios de las estanterías. Estar en Londres una semana entera y no tener nada que hacer, ni siquiera turismo, es un regalo y un peligro para el bolsillo del saqueador de librerías. Of Mutability, que fue uno de los libros que me llevé, es un poemario crudo y luminoso, lleno de humor negro pero también de euforia. En 2003 a la autora le diagnosticaron un cáncer de mama, cáncer que vencería siete años después coincidiendo con la publicación de este libro. Los poemas, así, tienen que ver con la enfermendad, con la mutabilidad, con el cambio, a veces destructivo y a veces liberador, del cuerpo y del mundo que nos rodea.

Para muestra, un botón (bueno, tres):


DE LA MUTABILIDAD

Demasiadas de las mejores células del cuerpo
me escuecen, como aserradas, están en carne viva
con este frío primaveral. Es el año dos mil cuatro
y no conozco a nadie que no se sienta empequeñecido
por las cifras. Pequeños como una cuchilla.
Baja la vista estos días para poder verte los pies
recelar de las aceras y a tus análisis de sangre
hacer que la expresión del médico se ponga seria.

Alza la vista para captar eclipses, pan de oro, cometas,
ángeles, lámparas de araña, por el rabillo del ojo,
únete a ellos si quieres, estudia astrofísica, o
música popular, los sacrificios humanos, la mortalidad,
el vuelo, la pesca, el sexo sin contacto excesivo.
No te preocupes, eso sí, de poner rumbo a ningún lado salvo al cielo.


     LAS MUERTES

     Pensé que conocía a mi muerte.
     Pensé que se daría a conocer
     con todos esos pequeños crujidos
     y quejidos de los que se oye hablar,
     que nos haríamos amigas y daríamos
     nuestros paseos como dos borrachas
     con ella parloteando dentro de mí
     acerca de nódulos y arterias
     y de su obsequio de dolor que sería
     demasiado grande para envolverlo,
     que en algún momento durante el cortejo
     ella me pondría ojitos y
     yo implosionaría como un mango maduro.

     Pensé que conocía a mi muerte
     así que cuando, tras una tarde
     de no parar, comenzó a llover
     y los pelillos se me encresparon en el cuello
     y el pelo me tiró del cuero cabelludo
     y la boca me empezó a apestar a algas
     y un hormigueó me recorrió las muñecas,
     no la reconocí. Prendió
     una llama verde sobre mi cabeza
     e incluso así no lo entendí. Me arrojó
     a yardas de distancia, trazó sus caricaturas
     de filigrana roja sobre las palmas de mis manos
     hasta que desaparecí y aún así no lo entendí.


ESCORPIÓN

Lo mato porque no podemos estar en la misma habitación. Lo mato porque no podemos estar en la misma habitación mientras duermo. Lo mato porque podría mirar a otro lado y no verlo ahí sobre la pared al mirar de vuelta. Lo mato porque podría pasarme la noche entera intentando cazarlo. Lo mato porque me da miedo acercarme lo suficiente con un vaso y un papel para llevarlo fuera. Lo mato porque me han dicho que lo haga. Lo mato dando un golpe con un zapato contra la pared porque me han dicho que lo haga de ese modo. Lo mato manteniéndome lo más lejos posible y estirando la mano que sujeta el zapato. Lo mato porque me ha obligado a sacudir las sábanas, mirar dentro de los zapatos, vigilar las paredes durante toda la noche. Lo mato con dos rápidos golpes en caso de que uno no sea suficiente. Lo mato porque puedo. Lo mato porque no puede impedírmelo. Lo mato porque sé que está ahí. Lo mato de tal modo que sus restos quedan en el tacón del zapato. Lo mato de tal modo que su silueta con el aguijón curvo queda sobre la pared. Lo mato para sentir la seguridad de que seguiré viva. Lo mato para sentirme viva. Lo mato porque soy más débil que él. Lo mato porque no lo comprendo. Lo mato sin mirarlo. Lo mato porque no soy lo suficientemente buena como para dejarlo vivir. Lo mato mirando por el rabillo del ojo, recordando que es negro, vertical, que está pegado todavía a la pared blanca. Lo mato porque no va a hablar conmigo.

(Jo Shapcott, Of Mutability, 2010)
(De la traducción, Andrés Catalán)


17 de diciembre de 2014

Un poema reciente de Robert Pinsky


EN COMPAÑÍA DE FIDEOS

El Tomatl, traído desde México, fue en su día
tomado por venenoso hasta que un clérigo destapó
el error al comerse uno en la iglesia.
Pero esa historia es en sí misma engañosa, una leyenda
como la de Washington echando abajo un cerezo.
Emparentado con la belladona. No tóxico. Exótico.
Cristóbal Colón llevó hasta Italia el pomo d'oro
al tiempo que Marco Polo traía los fideos desde Asia.
En las viejas películas americanas algunas veces dicen
"tomate" refiriéndose a una mujer, algo así como "pastelito":
un menosprecio ocasional que ahora abucheamos.
Por aquel entonces mi abuela llamaba a los italianos "fideos".
Los espaguetis con salsa de tomate son aztecas y chinos.
Fideos del Este. Manzanas de oro del Oeste.
Invenciones criollas que el tiempo depura. Tipico
italiano. Por eso Nana podía advertirme en yiddish
sobre Joe Cittadino, "No te juntes con luckshens".
"Doro" debe implicar que los primeros fueron amarillos,
y al cultivarlos se volvieron rojos. O quizá el nombre
es otro malentendido; solamente la Sibila
lo sabe, la que lo escribió en una hoja que se perdió en el viento.

(Robert Pinsky, en el nº 140, invierno 2015, de la estupenda revista The Threepenny Review)
(De la traducción, Andrés Catalán)

(El original puede leerse aquí)



11 de diciembre de 2014

La camisa, de Robert Pinsky


En el New Yorker han colgado un video realizado por el Nantucket Project (al final de este post) del poema 'La camisa' de Robert Pinsky donde recitan él mismo, Herbie Hancock, el rapero Nas, la actriz Kate Burton y Elisa New.

He aprovechado para retocar la traducción del mismo poema que apareció en Ginza Samba (Vaso Roto, 2014), la antología de poemas que preparamos Luis Alberto Ambroggio y yo.

LA CAMISA

La espalda, el canesú, la tela. Las costuras dobladas,
las puntadas casi invisibles a lo largo del cuello
cosidas en una fábrica clandestina por coreanos o malayos


que chismorrean en el descanso entre el té o los fideos
o hablan de dinero o política mientras uno encaja
esta manga con su tejido extra en la banda

del puño que abotono en mi muñeca. La prensa, la cortadora,
el exprimidor, el rodillo. La aguja, la unión,
el pedal, el carrete. El código. El infame incendio

en la Fábrica Triangle en mil novecientos once.
Ciento cuarenta y seis murieron en las llamas
en el noveno piso, sin extintores, sin escaleras de incendios;

el testigo, en un edificio al otro lado de la calle,
que observó cómo un muchacho ayudaba a una chica a subirse
al alféizar de la ventana, y después la sostenía fuera

lejos de la pared de ladrillos y la dejaba caer,
y luego a otra. Como si estuviese ayudándolas
a entrar en un tranvía y no en la eternidad.

Una tercera antes de que la soltara le puso los brazos
alrededor de su cuello y lo besó. Entonces la sostuvo
en el espacio y la dejó caer. Casi al mismo tiempo.

Él mismo se subió al alféizar, su chaqueta flameó
Y se agitó sobre la camisa a medida que caía,
con el aire llenándole las piernas de sus pantalones grises;

igual que al demente de Hart Crane “se le hincha la camisa chillona".
Fascinante cómo el diseño combina perfectamente
a lo ancho de la solapa y sobre los remates bordados

en las esquinas de ambos bolsillos, como una rima estricta
o un acorde mayor. Estampados, telas escoceas, cuadros,
diseño pata de gallo, Tattersall, Madrás. Los tartanes

inventados por los dueños de los telares inspirados por el engaño de Ossian
para controlar a sus salvajes obreros escoceses, domesticados
por una heráldica inventada: MacGregor,

Bailey, MacMartin. El kilt, diseñado para que los obreros
la vistieran entre los ruidosos y polvorientos telares.
Tejedores, cardadores, hilanderos. El cargador,

el estibador, el peón. El sembrador, el recolector, el clasificador
sudando con su máquina en un desorden de algodón
como los esclavos con turbantes de percal sudaban en los campos:

George Herbert, tu descendiente es una Mujer
Negra de Carolina del sur, su nombre es Irma
y ella ha inspeccionado mi camisa. Su color y su ajuste

y su tacto y su olor a limpio nos ha dejado satisfechos
tanto a ella como a mí. Hemos elegido el precio y las calidades
de los botones de hueso falso,

los ojales, la talla, la entretela, las letras
impresas en negro en la tira del cuello y el faldón. La hechura,
la etiqueta, la mano de obra, el color, el tono. La camisa.

(Robert Pinsky)
(Traducción, Andrés Catalán)