EL ROBO DE EL GRITO
Fue un trabajo sin apenas sofisticación, el robo de El grito.
Eso lo sabemos con certeza, y lo que dejaron —
una escalera ordinaria, una ventana rota,
y cincuenta y un segundos de video, abstractos como una
obertura.
¿Y el resto? No lo sabemos. Pero podemos imaginarnos
como la luz de la luna entra a través de la ventana
proyectando un brillo sobre todas las cosas — los cuadros,
las baldosas del suelo, las cuerdas de terciopelo: un patrón
único y definido;
la estática histeria de la figura dotada de repente de ironía
por el hecho de que hay algo que sucede realmente; las casas
que se llevan mil manos de tejas a las estupefactas mejillas
a lo largo de la carretera de Oslo a Asgardstrand;
los guardias que entran a la carrera — ¡pero tarde! — para ser recibidos
solo por la sonrisilla desdentada de los muros del museo;
y colgada del cable del cuadro como un anzuelo y su carnada,
una postal: "Gracias por la pésima seguridad".
Los policías, perdidos cual turistas, prosiguen con sus
susurros
por las galerías: "¿... pero que significa todo
esto?"
Alguien tiene las respuestas, alguien que, al sujetar el
marco,
se vio la cara roja por el sol reflejada en ese familiar
cielo turbulento.
(Monica Youn, Barter,
2003)
(Traducción, Andrés Catalán)
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