De varia y tardes con Aníbal Núñez
Para Pepe Núñez y Ángela San Francisco
¿Aníbal? ¿Está Aníbal?
Enseguida se pone, y
escuchaba
la voz firme y timbrada
de Angelita.
Desde la sobremesa hasta
la cena
muchas tardes de invierno
comenzaron así;
tardes sin uñas ni
pavesas tristes.
El espacio remoto en sus
conversaciones,
desde los barcos ebrios
de la flota del verso,
hasta el perfil de
Salamanca (abierta
en sucesivas torres)
hacia el río
o la precisa descripción
de un viaje
de infancia, en tren, por
el pinar de Coca
hacia Segovia, era
excitante siempre.
Guardaba tiernas cartas
de muchachas...
En las de Merry Fine, de
USA, le contaba
incidentes oscuros de
aquel reino
con fotos del South
Boston, que ilustraban
las descripciones de esos
paraísos
mecidos por las dunas de
un Sahara de nieve.
Abríamos los cuadros
memorables
de la mejor pintura de
los tiempos;
las imágenes tiernas del
pionero O'Sullivan
que hiciera los retratos
finales de los búfalos
y de la libertad en las
praderas.
Veíamos llegar, de
frente, los ocasos
hablando de la forma de
fingir de Propercio
e íbamos a la calle, al
reconocimiento
de los barrios, a
encontrar la radiante
figura de una vieja máquina
de pin-ball,
en un bar que él había
evocado en sus versos,
notable novedad de imágenes
danzantes,
cadera articulada de
premio a los cien puntos
con panorama abierto
hacia una flora
exótica que cerca a mitos
gritos,
como el de Venus sobre nácar
rosa
surgiendo de las aguas,
en Haway, recibida
por el penacho de los
cocoteros.
Yo dejé de vivir en
Salamanca
(la sustancia del tiempo
al pudrirse es más pálida)
cuando comenzó Aníbal el
alzado
de ciertas ruinas...
Fieles lealtades
al incendio que en ella
la luz de ocaso deja
sobre el hueco dorado de
sus plazas
y la llama redonda de sus
cúpulas.
Luis Javier Moreno, Cuaderno de campo, Hiperión, 1996
Aníbal Núñez (1944-1987) |
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