Beso
De Sillabari [Abecedarios], de Goffredo Parise
Trad. Andrés Catalán
Un día de verano una mujer de cincuenta años con un precioso nombre griego pasó junto a un río y al ver en la otra orilla un prado de hierba alta con álamos recordó un beso.
Ella tenía veinte años, él trece y vivían en una antigua ciudad italiana. El chico se había hecho «amigo íntimo» del hermano, pero ella nunca lo había visto, sólo lo había oído y a medias intuido mientras en su cuarto estudiaba cálculo infinitesimal (era la mejor alumna de la facultad de física) y los dos amigos charlaban en la puerta de casa. No le caía bien: los chicos pasaban demasiado tiempo juntos, se hacían llamar Aquiles y Patroclo (el hermano era Patroclo y a ella en cambio le habría gustado que fuera Aquiles, su protector) y sus juegos, todos inventados por el nuevo amigo, eran peligrosos y extraños. Una señora vino a casa a protestar: recorrían los tejados y los árboles de los jardines y, de los tejados a las ramas, trepaban hasta las enormes encinas del parque público.
El hermano se pasaba el día hablando de la construcción de cierta tavern of Jamaica, hecha de ladrillos, con ventanas abatibles en miniatura, que los tenía ocupados desde hacía un mes; todo ese trabajo para poder prenderle fuego una noche de tormenta y verla arder. No sabía por qué, pero habría preferido que esa amistad terminara y no volverlo a ver jamás: y sin embargo lo vio el día de Navidad de 1943, pocos minutos después del primer bombardeo de su vida: ella entraba en casa temblando y él salía corriendo; fuera el miedo o la emoción de encontrarse vivos, se abrazaron y se reconocieron como si se hubieran estado buscando sin haberse visto nunca. Pero aquello no fue suficiente para que desapareciera la antipatía.
La guerra avanzaba, ella se instaló con su familia en una gran villa en el campo, los «dos héroes» fueron separados con rabietas y llantos pero su amistad era tan grande que encontraron la forma de reunirse y también el chico se trasladó con su familia al campo, a una casita de campesinos muy cercana a la villa.
Los chicos sacaban a pasear los caballos y los limpiaban, por la tarde dormían abrazados y sudorosos en el heno, al atardecer subían a los tejados para domesticar a los pavos reales, por la noche construían un barco llamado Marianna (como el prao de Sandokán) que una vez terminado y botado en un canal acabaría siendo hundido por una batería de diminutos cañones. ¿Por qué esa manía de construir con tanto entusiasmo y luego destruir? se preguntaba ella, y aquello le hacia sospechar de la existencia de algo, funesto y a la vez vital, imposible de demostrar mediante sus queridas y limpias ecuaciones. Pero una mañana temprano vio al chico dentro de un coche, muy pálido y desencajado de dolor mientras lo llevaban al hospital; pensó que iba a morirse, lo besó en la frente y luego se pasó todo el día llorando mientras caminaba por el campo. Pero no murió (tenía una ridícula lombriz, desconocida para la medicina general) y se rieron juntos cuando, con el hermano llorando, fueron a visitarlo. Sanó, y ella volvió a mostrarse altiva con él. Un día se miró en un gran espejo y al ver que el chico la observaba sintió en su interior un instante de inmensa y desconcertante vanidad que se le reflejó en el rostro. El chico vio ese instante (que a ella misma le sorprendió y le hizo sonrojarse) y estuvo seguro de que era por él.
Ella tenía un novio, un estudiante de medicina oficial en Grecia; se escribían cartas y en la familia se decía que una vez acabada la guerra y la universidad se casarían. El chico robó esas cartas y las leyó escondido en el heno de un establo; luego las devolvió a su sitio, ella lo vio en la sombra de su cuarto, pero no dijo nada. El chico comprendió por las cartas que el novio tal vez la amaba pero ella no.
Un día ella le pidió que la ayudara a lavarse el pelo en una fuente: el chico le lavó y cepilló el pelo al sol, un pelo corto, negrísimo y muy rizado, pero el corazón le latía fuerte, le temblaban las manos y pensó con inmensa vergüenza que se había enamorado. Pero, para empezar, ¿qué era el amor? Sin saberlo ambos se hacían la misma pregunta. Para el muchacho responderse: «Es ella» era algo imposible, confuso e ilícito. Para ella, que ya sentía una incomodidad muy parecida al placer cuando lo veía, el amor era una cosa «seria», que debería llegar más tarde, al regreso del novio de la guerra, o que surgiría de repente sin saber de dónde.
Por desgracia, surgió, o ella creyó verlo surgir, en la persona de un joven capitán alemán, una especie de gitano de ojos negrísimos, que llegó rugiendo para requisar la villa. Luego llegaron los soldados y la familia de ella se mudó a un ala junto al granero. Los alemanes sacrificaban cerdos fuera de temporada con secos disparos en la frente, por la noche daban el alto y disparaban, organizaban fiestas de baile a las que ella asistía con un vestido plisado de organdí, pero el chico nunca quiso verla. Una noche la vio entre las sombras, oyó el susurro del plisado y contuvo la respiración durante todo el tiempo. Los pavos reales abandonaron el tejado de la villa, ella escuchó su canto alejándose en la noche mientras no dormía y pensaba en el capitán alemán (se llamaba Werner), tendido al sol con un slip negro como una serpiente, la pistola colgada del cinturón sobre la piel negra, que la miraba pasar con una sonrisa. Ante aquella sonrisa ella componía el rostro como ante el espejo, con inmensa vanidad, y sin embargo habría hecho todo lo que él hubiera querido.
Algo sucedió una tarde de innumerables cigarras en los graneros de la villa, algo con muchas luchas, sudor y arañazos pero desde aquel día ella se volvió triste y diferente, no volvió a mirar a Werner que fumaba cigarros y reía, y se escapó de casa durante tres días; quería alistarse en el cuerpo auxiliar de la república de Saló. Pero regresó, y al volver a ver al muchacho con gran alegría pensó: «¿Qué me pasa? Tiene siete años menos que yo».
La familia de ella se trasladó de pronto a Milán, la guerra terminó, la amistad entre los dos muchachos ya había alcanzado ese verano el punto más álgido, no volvieron a verse durante dos años. Él se olvidó pronto y empezó a salir con chicas de su edad; cuando ella regresó apenas recordaba nada pero igual se reencontraron, hablaron del verano en el campo durante la guerra como si hubieran pasado muchos años, ambos habrían querido decirse algo más de aquellos días pero se contuvieron con la sensación de que no se podía decir más. Ese «algo más», no dicho, hizo que comenzaran a encontrarse cada vez más a menudo por las noches y el chico, que se había hecho «mayor» (tenía dieciséis años), la llevaba a pasear sobre el tubo de la bicicleta. Supo que el novio había vuelto de Grecia pero que ya no estaban juntos. Ella se graduaría ese año, hablaban mucho de cosas que les parecían importantísimas y ella se daba aires de persona escéptica y racional para llevarle la contraría, ya que a él la razón siempre le parecía insuficiente y a menudo mezquina. Él cursaba primero de bachillerato y leía mucho, ella decía amar a Hegel (pero no era cierto, no sabía nada de Hegel) y él no: de Marx entonces no se hablaba mucho entre los jóvenes y las noticias eran vagas, de todos modos lo mencionaron de pasada y se lo «saltaron». La familia de ella había sido fascista, el abuelo de él, en cambio, era anarquista y el nieto más o menos. Aun así la frase «la propiedad es un robo» oída en la más tierna infancia él la recordaba pero no la dijo porque, aunque esa frase tuviera algo de verdad, decirla le parecía falso.
Ocurrió que el chico, de pronto, se «coló» de una «señora rubia» que todos los bachilleres miraban: tuvo suerte, pero no hizo lo que todos sus compañeros pensaban que hacía con la «señora rubia». No lo hizo porque pensaba en ella y se avergonzaba. También ella pensaba en él, un día lo vio salir de casa de la «señora rubia» con unos pantalones cortos de pana, zapatillas de tenis y una chaquetilla de algodón azul con cremallera, un poco desteñida. Se sonrojaron, ella bajó la cabeza, el chico la siguió en silencio con sus zapatillas, y ella hizo como si nada pero entendió que aquel «algo más» tan complicado e imposible de decir era en realidad algo bastante simple. Un día se dijo: «Entre nosotros hay algo más que una simple amistad». Pero pensaba: «¿Cómo es posible? Tiene siete años menos que yo, yo soy una mujer y él un niño».
Empezaron a tomarse de la mano, cosa que duró más de dos meses, una noche tumbados en la hierba bajo un álamo y junto a un río no hablaron ni se tomaron de la mano. El chico se decía: «Ahora la beso», ella pensaba que él la besaría y se preparaba imaginando el momento. Pero pasaron más de dos horas, tout était dans l’air, no ocurría nada y ella giró la cabeza masticando una brizna de hierba y pensando: «Lo sabía, es una cosa imposible, tiene siete años menos que yo y no le gusto porque soy demasiado vieja». Pero el chico se giró y con una autoridad que a ella le pareció absoluta le quitó de la boca la brizna de hierba y posó los labios cerrados sobre los suyos.