1 de agosto de 2025

'Beso', de Goffredo Parise

 

Beso

De Sillabari [Abecedarios], de Goffredo Parise

Trad. Andrés Catalán

 

 

Un día de verano una mujer de cincuenta años con un precioso nombre griego pasó junto a un río y al ver en la otra orilla un prado de hierba alta con álamos recordó un beso.

         Ella tenía veinte años, él trece y vivían en una antigua ciudad italiana. El chico se había hecho «amigo íntimo» del hermano, pero ella nunca lo había visto, sólo lo había oído y a medias intuido mientras en su cuarto estudiaba cálculo infinitesimal (era la mejor alumna de la facultad de física) y los dos amigos charlaban en la puerta de casa. No le caía bien: los chicos pasaban demasiado tiempo juntos, se hacían llamar Aquiles y Patroclo (el hermano era Patroclo y a ella en cambio le habría gustado que fuera Aquiles, su protector) y sus juegos, todos inventados por el nuevo amigo, eran peligrosos y extraños. Una señora vino a casa a protestar: recorrían los tejados y los árboles de los jardines y, de los tejados a las ramas, trepaban hasta las enormes encinas del parque público.

         El hermano se pasaba el día hablando de la construcción de cierta tavern of Jamaica, hecha de ladrillos, con ventanas abatibles en miniatura, que los tenía ocupados desde hacía un mes; todo ese trabajo para poder prenderle fuego una noche de tormenta y verla arder. No sabía por qué, pero habría preferido que esa amistad terminara y no volverlo a ver jamás: y sin embargo lo vio el día de Navidad de 1943, pocos minutos después del primer bombardeo de su vida: ella entraba en casa temblando y él salía corriendo; fuera el miedo o la emoción de encontrarse vivos, se abrazaron y se reconocieron como si se hubieran estado buscando sin haberse visto nunca. Pero aquello no fue suficiente para que desapareciera la antipatía.

         La guerra avanzaba, ella se instaló con su familia en una gran villa en el campo, los «dos héroes» fueron separados con rabietas y llantos pero su amistad era tan grande que encontraron la forma de reunirse y también el chico se trasladó con su familia al campo, a una casita de campesinos muy cercana a la villa.

         Los chicos sacaban a pasear los caballos y los limpiaban, por la tarde dormían abrazados y sudorosos en el heno, al atardecer subían a los tejados para domesticar a los pavos reales, por la noche construían un barco llamado Marianna (como el prao de Sandokán) que una vez terminado y botado en un canal acabaría siendo hundido por una batería de diminutos cañones. ¿Por qué esa manía de construir con tanto entusiasmo y luego destruir? se preguntaba ella, y aquello le hacia sospechar de la existencia de algo, funesto y a la vez vital, imposible de demostrar mediante sus queridas y limpias ecuaciones. Pero una mañana temprano vio al chico dentro de un coche, muy pálido y desencajado de dolor mientras lo llevaban al hospital; pensó que iba a morirse, lo besó en la frente y luego se pasó todo el día llorando mientras caminaba por el campo. Pero no murió (tenía una ridícula lombriz, desconocida para la medicina general) y se rieron juntos cuando, con el hermano llorando, fueron a visitarlo. Sanó, y ella volvió a mostrarse altiva con él. Un día se miró en un gran espejo y al ver que el chico la observaba sintió en su interior un instante de inmensa y desconcertante vanidad que se le reflejó en el rostro. El chico vio ese instante (que a ella misma le sorprendió y le hizo sonrojarse) y estuvo seguro de que era por él.

         Ella tenía un novio, un estudiante de medicina oficial en Grecia; se escribían cartas y en la familia se decía que una vez acabada la guerra y la universidad se casarían. El chico robó esas cartas y las leyó escondido en el heno de un establo; luego las devolvió a su sitio, ella lo vio en la sombra de su cuarto, pero no dijo nada. El chico comprendió por las cartas que el novio tal vez la amaba pero ella no.

         Un día ella le pidió que la ayudara a lavarse el pelo en una fuente: el chico le lavó y cepilló el pelo al sol, un pelo corto, negrísimo y muy rizado, pero el corazón le latía fuerte, le temblaban las manos y pensó con inmensa vergüenza que se había enamorado. Pero, para empezar, ¿qué era el amor? Sin saberlo ambos se hacían la misma pregunta. Para el muchacho responderse: «Es ella» era algo imposible, confuso e ilícito. Para ella, que ya sentía una incomodidad muy parecida al placer cuando lo veía, el amor era una cosa «seria», que debería llegar más tarde, al regreso del novio de la guerra, o que surgiría de repente sin saber de dónde.

         Por desgracia, surgió, o ella creyó verlo surgir, en la persona de un joven capitán alemán, una especie de gitano de ojos negrísimos, que llegó rugiendo para requisar la villa. Luego llegaron los soldados y la familia de ella se mudó a un ala junto al granero. Los alemanes sacrificaban cerdos fuera de temporada con secos disparos en la frente, por la noche daban el alto y disparaban, organizaban fiestas de baile a las que ella asistía con un vestido plisado de organdí, pero el chico nunca quiso verla. Una noche la vio entre las sombras, oyó el susurro del plisado y contuvo la respiración durante todo el tiempo. Los pavos reales abandonaron el tejado de la villa, ella escuchó su canto alejándose en la noche mientras no dormía y pensaba en el capitán alemán (se llamaba Werner), tendido al sol con un slip negro como una serpiente, la pistola colgada del cinturón sobre la piel negra, que la miraba pasar con una sonrisa. Ante aquella sonrisa ella componía el rostro como ante el espejo, con inmensa vanidad, y sin embargo habría hecho todo lo que él hubiera querido.

         Algo sucedió una tarde de innumerables cigarras en los graneros de la villa, algo con muchas luchas, sudor y arañazos pero desde aquel día ella se volvió triste y diferente, no volvió a mirar a Werner que fumaba cigarros y reía, y se escapó de casa durante tres días; quería alistarse en el cuerpo auxiliar de la república de Saló. Pero regresó, y al volver a ver al muchacho con gran alegría pensó: «¿Qué me pasa? Tiene siete años menos que yo».

         La familia de ella se trasladó de pronto a Milán, la guerra terminó, la amistad entre los dos muchachos ya había alcanzado ese verano el punto más álgido, no volvieron a verse durante dos años. Él se olvidó pronto y empezó a salir con chicas de su edad; cuando ella regresó apenas recordaba nada pero igual se reencontraron, hablaron del verano en el campo durante la guerra como si hubieran pasado muchos años, ambos habrían querido decirse algo más de aquellos días pero se contuvieron con la sensación de que no se podía decir más. Ese «algo más», no dicho, hizo que comenzaran a encontrarse cada vez más a menudo por las noches y el chico, que se había hecho «mayor» (tenía dieciséis años), la llevaba a pasear sobre el tubo de la bicicleta. Supo que el novio había vuelto de Grecia pero que ya no estaban juntos. Ella se graduaría ese año, hablaban mucho de cosas que les parecían importantísimas y ella se daba aires de persona escéptica y racional para llevarle la contraría, ya que a él la razón siempre le parecía insuficiente y a menudo mezquina. Él cursaba primero de bachillerato y leía mucho, ella decía amar a Hegel (pero no era cierto, no sabía nada de Hegel) y él no: de Marx entonces no se hablaba mucho entre los jóvenes y las noticias eran vagas, de todos modos lo mencionaron de pasada y se lo «saltaron». La familia de ella había sido fascista, el abuelo de él, en cambio, era anarquista y el nieto más o menos. Aun así la frase «la propiedad es un robo» oída en la más tierna infancia él la recordaba pero no la dijo porque, aunque esa frase tuviera algo de verdad, decirla le parecía falso.

         Ocurrió que el chico, de pronto, se «coló» de una «señora rubia» que todos los bachilleres miraban: tuvo suerte, pero no hizo lo que todos sus compañeros pensaban que hacía con la «señora rubia». No lo hizo porque pensaba en ella y se avergonzaba. También ella pensaba en él, un día lo vio salir de casa de la «señora rubia» con unos pantalones cortos de pana, zapatillas de tenis y una chaquetilla de algodón azul con cremallera, un poco desteñida. Se sonrojaron, ella bajó la cabeza, el chico la siguió en silencio con sus zapatillas, y ella hizo como si nada pero entendió que aquel «algo más» tan complicado e imposible de decir era en realidad algo bastante simple. Un día se dijo: «Entre nosotros hay algo más que una simple amistad». Pero pensaba: «¿Cómo es posible? Tiene siete años menos que yo, yo soy una mujer y él un niño».

         Empezaron a tomarse de la mano, cosa que duró más de dos meses, una noche tumbados en la hierba bajo un álamo y junto a un río no hablaron ni se tomaron de la mano. El chico se decía: «Ahora la beso», ella pensaba que él la besaría y se preparaba imaginando el momento. Pero pasaron más de dos horas, tout était dans l’air, no ocurría nada y ella giró la cabeza masticando una brizna de hierba y pensando: «Lo sabía, es una cosa imposible, tiene siete años menos que yo y no le gusto porque soy demasiado vieja». Pero el chico se giró y con una autoridad que a ella le pareció absoluta le quitó de la boca la brizna de hierba y posó los labios cerrados sobre los suyos.

 

'Odio', de Goffredo Parise

 

Odio

De Sillabari [Abecedarios], de Goffredo Parise

Trad. Andrés Catalán

 

Un día un estudiante pasó frente a la puerta de un lujoso hotel de montaña y vio salir a una mujer un tanto anciana, o más bien la oyó, porque lo que captó su atención fue un sonido animal, un croar de rana. Miró hacia allí y efectivamente vio a una mujer menuda, regordeta, envuelta en un abrigo de visón blanco con un forro de visón negro. En la cabeza llevaba un puntiagudo sombrero de piel, también de visón blanco y negro. También las botas que calzaba estaban decoradas con visón blanco y negro en espiga.

         Observó su rostro: un rostro tostado por el sol, marrón, grasiento y reluciente, con forma de excremento de vaca, como con círculos concéntricos; al mismo tiempo recordaba al hocico aplastado de un sapo, con dos globos oscuros y saltones a los lados, coronados por una especie de reborde de cejas trazadas con un lápiz negro, y una boca muy ancha que le colgaba en las comisuras, desprovista de labios pero llena de carmín. Abrió la boca que parecía no tener dientes y emitió aquel sonido de sapo cantarín, hinchando la garganta y las venas del cuello exactamente igual que un sapo.

         El estudiante, que estaba muy cerca, no entendió el significado de aquel sonido, pero debía de tratarse de una orden, puesto que un camarero de inmediato se dirigió hacia una tumbona, la abrió y le hizo un gesto servicial a la mujer: esta se sentó con las piernas abiertas, extrajo diez mil liras a estrenar de un blancuzco bolso de cocodrilo y con una mano oscura toda membranas y uñas pintadas se las ofreció al camarero.

         Aquella imagen y el sonido que con felicidad y satisfacción brotaba de la hendidura húmeda y roja de la boca impactaron violentamente al joven, que se sintió palidecer y después ruborizarse abrumado por un fuerte sentimiento de odio. Había sentido odio muchas veces, aunque tal vez no fuera odio si se lo comparaba con lo que sentía en aquel momento: en aquel momento habría querido agarrar a la mujer de la tumbona, arrastrarla por la calle, golpearla, pisotearla y matarla con las botas de esquí.

         Esperaba a unos amigos que ya lo llamaban desde un largo automóvil, con enorme esfuerzo apartó la vista y el oído de la mujer y se encaminó hacia ellos. De carácter alegre, hizo el viaje con los amigos hacia las pistas de esquí sin pronunciar ni una sola palabra, hasta el punto que una chica de nombre Marina, la Marilyn de la facultad de física, le preguntó:

         —¿Qué pasa, Pino? —(el estudiante tenía el extraño nombre de Fiordispino)— ¿te has levantado con el pie izquierdo?

         —No me siento bien —respondió el estudiante con voz débil, como si estuviera a punto de desmayarse.

         Estaba pálido, abrumado aún por aquel sentimiento que no lograba explicarse de lo intenso que era. La carretera subía hacia las pistas de esquí por unas curvas estrechas y tras dos o tres de estas curvas el estudiante, que jamás se había mareado en el coche, pidió al conductor que parara, se bajó y vomitó en la nieve.

         Se avergonzó, sobre todo por estar delante de las chicas, Marina en cambio se acercó de inmediato a él, que estaba boca abajo sobre la nieve de la cuneta y que con una mano recogía para frotarse la cara. Les dijo a los chicos en el coche:

         —Seguid vosotros, si hace falta haré autostop, no me siento bien esta mañana, perdonadme.

         Hubo protestas de solidaridad, sobre todo por parte de Marina que con su mono rojo se negaba a moverse. El conductor, que ese invierno debía graduarse en medicina, aparcó el coche en la cuneta y, cumpliendo su deber de doctor en ciernes, bajó a echarle un vistazo a su amigo, blanco como la nieve.

         —Te haría falta un coñac o algo así —dijo el doctor en ciernes.

         En seguida otro muchacho, gordo y de pelo rojizo y rizado, sacó del bolsillo de la gabardina una diminuta botella de whisky que le ofreció al amigo. El estudiante echó un trago largo y enseguida se sintió mejor, recuperó incluso el color y tras dar algunos pasos y hacer algunos ejercicios de gimnasia (era un excelente atleta del equipo universitario), echó una carrerita y volvió a subirse al coche.

         Llegaron a los telesillas, desde allí subieron a la cima y esquiaron hasta las dos de la tarde.

         Hablaron muchísimo mientras esquiaban, se daban consejos y recomendaciones, los menos hábiles a los más expertos: «¡Cuidado con la avalancha!», le dijeron al estudiante que se había salido de la pista hacia la nieve virgen para hacer una de sus habituales exhibiciones «de cabra montesa». Pero el estudiante no se sentía bien y cayó provocando una pequeña avalancha de la que, sin embargo, logró levantarse y retomar el descenso, sosteniéndose a duras penas sobre la nieve «rota». Pero no se sentía bien, en el refugio apenas comió, regresaron a las cuatro, poco antes de que el aire helado del crepúsculo descendiera sobre las montañas desde las cimas teñidas de rosa.

         Ya a solas en su habitación, Pino debía estudiar, pero no fue capaz porque, delante de las fórmulas, mejor dicho, pensó él, «delante de la cultura de las fórmulas», se le apareció de inmediato la ancha cara con forma de excremento de vaca de la mujer y su voz de sapo. De nuevo lo invadió aquel sentimiento que a punto estaba de hincharle los músculos, listos para tomar la decisión, sin necesidad de pasar por la mente, de abalanzarse contra la mujer para golpearla, pisotearla y matarla.

         El estudiante se desahogó contra la almohada de la cama y después de una buena tanda de puñetazos se sintió más tranquilo y se puso a pensar: ¿quién podía ser aquella mujer? Una ricachona, sin duda, por cómo iba vestida con aquel visón doble, triple, y aquel bolso, y las diez mil liras que le había dado al camarero solo por abrirle la tumbona. Tal vez una frutera mayorista, una de los mercados centrales, pero no, algo más: tal vez una comerciante de ganado, quizá incluso tuviera un banco, pero su origen era sin duda popular, una self-made woman, si no una fulana que se había casado con un ricachón.

         Pero no debía de ser el caso: claramente el dinero lo había ganado personalmente, con sus negocios, o mejor dicho, con alguna fábrica semiclandestina, claramente no tenía marido o si lo tenía el marido no pintaba nada, era un pobrecillo, flaco, pequeño y servicial.

         ¿Pero por qué aquel sentimiento, aquel odio? Ahora el estudiante entendía que aquel sentimiento era solamente odio, y como era culto lo analizó y descartó enseguida que se tratara de odio de clase, que siempre es indirecto: aquí se trataba de un odio directo, inmediato, en ciertos aspectos animal, en definitiva lo definió para sí como odio de raza, de especie.

         Su personal interés por la biología, por el comportamiento animal, no le sirvió de nada. Persistió en la definición de odio de raza, de especie, concluyendo para sí, y sintiéndose cada vez más tranquilo, que los hombres pertenecían a la misma raza, a la misma especie, solo por convención, por mucho que fuera científica, y que en realidad eran de razas distintas, de una multitud de especies distintas que multiplicaban hasta llegar al individuo.

         El estudiante durmió mal, se despertaba sobresaltado continuamente pero no recordaba si eran sueños o pesadillas lo que lo despertaba, ni cuáles. Por la mañana se levantó temprano, fue a comprar los periódicos, se sentó en el café, leyó pero siempre con desgana y olvidando, de lo que leía, una palabra tras otra. Deambuló por el pueblo (durante la noche había caído mucha nieve) en un estado de gran inquietud. Casi no quería confesárselo ni a sí mismo, pero temía volver a ver a aquella mujer, encontrársela en algún sitio, y al mismo tiempo lo deseaba.

         Era casi la hora en que habían quedado, el estudiante había apoyado los bastones y los esquís contra un surtidor de gasolina cerrado, y fue en ese momento cuando oyó la llamada, el croar de rana de la mujer. Había salido, esta vez con otro abrigo de piel, de lobo o de lince, muy abultado y largo hasta los pies. Llevaba, sin embargo, el mismo gorro de piel y un bolso de cocodrilo oscuro. Hablaba y reía mostrando el hueco vacío y negro de su ancha boca, dentro del cual se alcanzaba a ver la lengua roja y brillante. «Quizá tenga un defecto en la boca», pensó el estudiante con calma, pero inmediatamente el odio lo hizo ruborizarse y le hinchó los músculos, justo en el momento en que la mujer pasaba a su lado. El estudiante vio cómo los párpados verdes de maquillaje de la mujer descendían un instante sobre los globos oculares, exactamente como las membranas de los sapos, y sin embargo queriendo expresar algo: un momento de concentración, una cuenta, unas cuentas, como si se tratara de una enorme ganancia por obtener o no obtenida.

         El estudiante le asestó un puntapié con una risa extraña, una patadita con la punta de las botas. Los párpados verdes de la mujer se abrieron de golpe, sus ojos saltones lo miraron asustados, las manitas aferraron con fuerza el bolso apretándolo contra sí. El estudiante propinó otra patada mucho más fuerte, en ese momento la mujer emitió aquel croar de rana que sin embargo era lento, entrecortado, casi como si quisiera llamar a la gente, pero la gente no podía entender aquel sonido y el estudiante le asestó un puñetazo muy fuerte, primero en el gorro, que se le caló hasta los ojos, y luego en plena cara, de la que brotó enseguida la sangre. La mujer forcejeó, ejecutó como un pequeño baile a ciegas en torno a sí misma, resbaló sobre el hielo y cayó.

         Desde la terraza la gente miraba, más curiosa que asustada, también había un guardia y un camarero con chaqueta blanca, pero quién sabe por qué nadie intervino. Todos miraban pero nadie se movía. Los golpes del estudiante eran tremendos, la sangre goteaba sobre la nieve y a ellos respondía aquel croar lento de rana, algún que otro pataleo y nada más.

         En cierto momento el estudiante intentó levantarla del suelo por la solapa del abrigo, que enseguida se descosió, y acercó el rostro grasiento y oscuro al suyo, dispuesto a asestar el golpe más fuerte, aquel con el que habría querido matarla, en toda la cara: llegó incluso a percibir el olor de la crema solar pero en ese instante la mujer pareció casi sonreír, ensanchando la ya ancha boca vacía con su roja lengua en una sonrisa de entendimiento, de acuerdo, en suma, de negocios.

         Fue un instante, el instante en el que el estudiante, con el puño levantado sobre su propia cabeza, estaba a punto de descargarlo sobre el rostro de ella con todas sus fuerzas. Pero aquella sonrisa, aquella propuesta de negocios, le arrebató toda la fuerza al puño y venció. El estudiante soltó a la mujer, que resbaló y cayó al suelo repitiendo su sonido y siempre mirándolo con aquella sonrisa: se dio la vuelta de golpe y se dirigió hacia el coche de los amigos, que ya estaban allí esperándolo. Cargó los esquís y partieron. Nadie del hotel ni de las tumbonas se movió, ni siquiera el agente, y la mujer, primero a cuatro patas, luego tambaleándose, volvió a ponerse en pie, se recompuso y lentamente, con un pañuelo en la nariz, reanudó su paseo.