JUNTO A LAS AGUAS DEL LLOBREGAT
Dos mujeres y una niña pequeña
—de tres o tal vez cuatro años—descansan
bajo la sombra de unos abetos.
Desde lejos el rugido del mundo
va regresando una vez más.
Primero algunas palabras al vuelo
entre los hombres que se despiertan
y luego las máquinas
que se hablan entre sí en el idioma
que comparten con los cuerpos celestiales
—planetas, motas de polvo, lejanos sistemas solares—
y que saben lo que es necesario
hacer y lo hacen. Hace ya tanto tiempo,
piensas, de aquellos días, tan diferentes a estos,
bendecidos por vientos favorables
y olvidados en los himnos
que canturreábamos en el largo camino
volviendo del trabajo o en las fábulas infantiles
que intentábamos creer. Nadie repara
en la niña pequeña y sus vigilantes
han desaparecido y nadie se acurruca
bajo la sombra de los abetos.
El aire, brillante y en calma, se queda
de testigo, la única nube perdida
entre el cielo y este lugar no se mueve,
las montañas bajan la vista y guardan
distancia, en algún lugar lejos
el mar sigue trabajando para sí.
Junto a las aguas del Llobregat
nadie se sienta a llorar por los hijos
del mundo, junto al Ebro, el Tajo,
el Guadalquivir, junto a las aguas
del mundo nadie se sienta y llora.
(Philip Levine)
(El original, en el número del 24 de noviembre de 2014 del New Yorker, aquí)
(Traducción, Andrés Catalán)
va regresando una vez más.
Primero algunas palabras al vuelo
entre los hombres que se despiertan
y luego las máquinas
que se hablan entre sí en el idioma
que comparten con los cuerpos celestiales
—planetas, motas de polvo, lejanos sistemas solares—
y que saben lo que es necesario
hacer y lo hacen. Hace ya tanto tiempo,
piensas, de aquellos días, tan diferentes a estos,
bendecidos por vientos favorables
y olvidados en los himnos
que canturreábamos en el largo camino
volviendo del trabajo o en las fábulas infantiles
que intentábamos creer. Nadie repara
en la niña pequeña y sus vigilantes
han desaparecido y nadie se acurruca
bajo la sombra de los abetos.
El aire, brillante y en calma, se queda
de testigo, la única nube perdida
entre el cielo y este lugar no se mueve,
las montañas bajan la vista y guardan
distancia, en algún lugar lejos
el mar sigue trabajando para sí.
Junto a las aguas del Llobregat
nadie se sienta a llorar por los hijos
del mundo, junto al Ebro, el Tajo,
el Guadalquivir, junto a las aguas
del mundo nadie se sienta y llora.
(Philip Levine)
(El original, en el número del 24 de noviembre de 2014 del New Yorker, aquí)
(Traducción, Andrés Catalán)
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