29 de julio de 2025

'Antipatía', de Goffredo Parise

 

Antipatía

De Abecedario, de Goffredo Parise

Trad. Andrés Catalán

 

Un día un hombre un poco perezoso que nunca se había interesado por la política porque no consideraba en modo alguno, a pesar de las reprimendas que recibía de todos lados, que «toda acción humana es una acción política», escuchó sonar el teléfono de una manera que le pareció antipática. Este hombre, a diferencia de tantos que tienen la certeza de explicarlo todo con la razón, a menudo no explicaba nada y, quizás debido a su pereza, se conformaba con recibir de las personas y las cosas señales que, sin ninguna explicación, ya contenían su propia explicación. Si aquel día por ejemplo el timbre del teléfono le parecía antipático aquello no constituía una ley en la que hubiera que «profundizar» con la razón, sino simplemente una casualidad, pues, de hecho, otras veces el sonido le había parecido simpático, saltarín, o frívolo, o chismoso, y anunciaba algo bueno y amigable. Pero aquel día, como lamentablemente en otras ocasiones, no: quizá debido a que el primer timbrazo le había parecido prolongado y de alguna manera irritante, quizás debido al hecho de que el teléfono continuaba sonando sin que la persona que llamaba se cansara de esperar (lo que mostraba una constancia sorda, un temperamento tenaz, sin miedo a resultar inoportuna), el caso es que el hombre sintió en ese momento antipatía por quien llamaba.

         Esperaba que la persona, quienquiera que fuese, le desmintiera esa sensación, pero tenía algo más que dudas y se dispuso a contestar de mala gana. Al otro lado escuchó una voz dulzona, «disfrazada», que le resultó completamente desconocida, incluso después de que anunciara su nombre. Sin embargo, conocía bien a esa persona, aunque en ese momento había olvidado tanto su nombre como el timbre de su voz. Era una persona que en aquellos años muchos consideraban importante, o mejor dicho, que muchos consideraban importante para darse importancia ellos mismos. Pero tenía un rostro huesudo y feo, en forma de puño, una boca hundida en un hueco óseo como algunos desdentados y sobre todo tenía unos ojos inquietos que nunca se detenían en los ojos de la persona con la que hablaba.

         Quien nunca mira a los ojos y desvía la mirada nerviosamente aquí y allá siempre resulta desagradable; aún más desagradable en su caso porque recordaba no a la inquietud humana y cognitiva sino a la ansiedad animal y astuta de los monitos que nunca miran a quien los observa y que en cambio desvían siempre la vista hacia los objetos, reales o imaginarios, que tienen la posibilidad de agarrar y comer: así miraba esa persona a hombres y cosas, evaluando inmediatamente la cantidad, lo tangible y por así decirlo comestible, pero nunca la calidad: de este modo había logrado acumular una gran cantidad de conocimientos sin calidad pero muy vigentes en aquellos años y que le habían dado fama de persona importante.

         Tratándolo de «tú» pero con voz dulzona fue directo al grano: pedía una subvención para algunos refugiados españoles que luchaban contra el régimen del generalísimo Franco y que en aquel momento se encontraban en Italia. Dijo que se había dirigido a él como persona «notoriamente progresista», confiado en que no rechazaría una contribución al «proceso de revolucionarización» que se estaba realizando en ese país.

         El hombre perezoso sintió una antipatía inmediata por dos razones: primero porque esas palabras no tenían sentido y segundo porque, considerándose una persona que sabía muy poco, envidió en el otro la habilidad fonética para asimilar y pronunciar sin dificultad palabras no solo sin sentido sino también muy difíciles de pronunciar. Dejó de lado esa modorra, que tan bien conocía y que siempre nacía de la antipatía (de hecho, la modorra se identificaba con la antipatía), y respondió que no se consideraba «notoriamente progresista» habida cuenta de que no se interesaba por la política (el otro comenzó de inmediato a decir que «toda acción humana es una acción política», como si anunciara una de aquellas largas y aburridas lecciones que, lamentablemente, a uno le toca sufrir en la vida pero que en todo caso hay que evitar al teléfono). Luego dijo que no conocía personalmente a los refugiados y, finalmente, repitió una vez más que, al no estar interesado en la política, no iba, digamos... a contribuir.

         Se hizo un silencio durante el cual el hombre adivinó exactamente la objeción del otro, que de hecho llegó pocos segundos después. Era esta: «Mira, piénsalo, porque esto es un típico lapsus: significa que eres un indiferente, por no decir un fascista». La advertencia, pronunciada siempre con voz dulzona, tenía la intención de provocar un resentimiento y una inmediata aclaración pero no provocó nada porque eso ya estaba previsto, y el hombre respondió con voz simple y casi humilde: «Puede ser, no entiendo mucho». El otro continuó: «Deberías ir a un psicoanalista», esperando un «¿por qué?» que nunca llegó, y en su lugar oyó un largo suspiro. Entonces cambió el tono, pero no la voz, y dijo: «Oye, ¿nos vemos una noche de estas? Ya no nos vemos nunca» y el hombre respondió que se iba de viaje, un viaje de muchos meses. «¿Y cuándo vuelves?».

         «Dentro de muchos meses, quizá seis, o más, pero a mi regreso, con mucho gusto».

         La conversación continuó un poco más sobre el tema del viaje, inventado en ese mismo momento por el hombre perezoso, por lo que resultó difícil y aburrida ya que el «otro» insistía en saber detalles de lugares y fechas, pero finalmente terminó.

         Pasaron los meses que debían pasar y un día el hombre, que ya se había olvidado por completo del asunto, escuchó de nuevo el timbre antipático del teléfono y con somnolienta inocencia contestó. Era él. Pedía una subvención para algunos guerrilleros palestinos que estaban de paso. Obtuvo un rechazo, repitió el discurso de hace meses, encontró «indiferencia culpable» y ninguna disposición al «diálogo». El hombre admitió no tener ninguna disposición al «diálogo», no por maldad sino por falta de competencia.

         Pasó aún más tiempo y otra vez el hombre oyó el timbre antipático del teléfono y también esta vez, sin recordar nada de las llamadas anteriores, levantó el auricular con un suspiro. No se trataba del «otro», sino de una voz de mujer que pedía la firma y la subvención mediante suscripción a una revista política muy de moda en esos años. El hombre repitió su estribillo y se negó. Luego vio que eran las ocho de la mañana de un domingo iluminado por un sol radiante y casi sin sombras y entendió que su rechazo no solo estaba justificado por muchas razones en las que sin embargo no «profundizaba», sino también por la naturaleza: la llamada se había producido en un día y una hora inoportunos, con un clima completamente impropio para una suscripción anual a una revista de un minoritario grupo político. Además la mujer, que había sido, a decir verdad, muy sucinta, había pronunciado las palabras «plataforma de lucha» y esa frase le resultó antipática porque le recordó el ring donde había visto morir a un hombre.        

         Una noche el hombre se encontró cenando cara a cara con el «otro», y de inmediato sintió que este tenía un fuerte deseo de «discutir» y suspiró. No podía irse, su lugar se lo había asignado la anfitriona y veía o le parecía ver alrededor de la mesa a algunas mujeres bellísimas y a hombres muy simpáticos e interesantes, de los que sin embargo el destino lo había alejado. El «otro» ya había empezado a hablar pero el hombre apenas lo escuchaba, concentrado solamente en las conversaciones frívolas de la anfitriona y los demás invitados que, para gran envidia suya, reían. Los miraba de reojo y apenas los oía pero por simpatía también había esbozado en los labios una sonrisa: el vino, un Brunello di Montalcino exquisito, el excelente roast-beef que la anfitriona había hecho traer frente a los invitados para que el cocinero lo deshuesara con un cuchillo veloz y brillante, las suaves pommes soufflées, los ojos negros y profundos de una mujer al otro lado de la mesa y su risita burbujeante como una fuente, todo aquello predisponía sus labios a una sonrisa. Pero el «otro» no entendió, o más bien, creyó entender de una manera que desconocida para el hombre el significado de su sonrisa, y por razones igualmente desconocidas se dirigió a él en voz alta para atraer su atención y quizás la de otros y dijo: «Entonces tú, puesto que no admites ninguna alternativa, prefieres a los coroneles...».

         En ese momento el hombre, que no había escuchado las frases anteriores, al oír aquellas palabras desconocidas e inconexas, hizo una pausa temerosa y pensó en el ejército y en algunos rangos militares para poder responder; y siempre con la sonrisa en los labios, aunque el sentimiento de esa sonrisa había sido perturbado por «algo» (que él no sabía qué era), dijo que lamentablemente, al no haber hecho el servicio militar y puesto que no conocía ese ambiente, no podía pronunciarse. La modorra rondaba su mente mientras hablaba pero al mismo tiempo, viendo la cara del «otro», como en un juego de damas, adivinó de qué coroneles se trataba. Se refería a los coroneles que en esos años se habían hecho con el poder en Grecia. Pero ni siquiera era así: el «otro» se refería a los coroneles italianos. Sin palabras debido a la apática ignorancia de su interlocutor, movió los ojos astutos y voraces por aquí y por allá, dio un sorbo al Brunello como si fuera un vino cualquiera y comió roast-beef y pommes soufflées rápidamente y sin mirarlos antes. El hombre perezoso aprovechó esa breve pausa para dirigirse a la esposa del «otro», que estaba sentada a su lado: le hizo un cumplido a un broche antiguo que llevaba prendido en el escote del vestido.

         «¿Es antiguo, sabe?» dijo la mujer, y levantando una manita regordeta, de muñequita, mostró el anillo a juego: «También este es antiguo», dijo, y luego, como avergonzándose de quién sabe qué, quizás de lo que ella consideraba un lujo excesivo, añadió: «Una ganga». En realidad el broche y el anillo eran objetos antiguos pero de poco valor, y el hombre entendió que la mujer, para sus adentros, desde el momento de la «ganga» debía haber sentido la emoción de una mujer pobre y poco elegante al tocar unas joyas que ella consideraba de gran valor material y mundano; y ese sentimiento puro le agradó al hombre e hizo que viera con mejor ojos también al marido que le inspiraba antipatía. Lo miró y justo en aquel momento el marido se metió en la boca, al mismo tiempo, con el tenedor una pomme soufflée y con los dedos un gran trozo de pan (dos cosas que no combinan) de una manera un tanto encorvada, entre humilde y glotón, de una humildad y una gula tan antiguas, irredimibles y lejanas a toda esperanza «futura» que el hombre, sabiendo lo breve que es la vida, con gran alivio dejó de sentir antipatía por él.