30 de diciembre de 2024

Un poema de 'Diario de otoño', de Louis MacNeice

XVI

 

La pesadilla te deja agotado:

            envidiamos a los hombres de acción

que duermen y velan, asesinan e intrigan

            sin embargarles la duda, sin sentirse atormentados.

Y yo envidio la intransigencia de mis propios

            compatriotas que disparan a matar y nunca

ven el rostro de su víctima convertirse en su propio rostro

            ni advierten que sus motivos sabotean los suyos.

De modo que al leer las memorias de Maud Gonne,

            hija de madre inglesa y de padre soldado,

compruebo que un único propósito puede fundamentarse

            en una confusión de opuestos:

el castillo de Dublín, el baile virreinal,

            las embajadas de Europa,

el odio garabateado en una pared,

            prisiones y revólveres.

Y recuerdo, cuando era pequeño, el extendido

            temor entre los sirvientes

a que Casement desembarcara en el muelle

            con una espada y una horda de rebeldes;

y cómo esperábamos, en fechas posteriores,

            cuando el viento soplaba del oeste, que el ruido de los disparos

empezara por las tardes a las ocho

            en el distrito de York Street en Belfast;

y el vudú de los partidarios de Orange

            que levantaban una malla metálica por el Ulster más oscuro,

trillando las tierras del limbo:

            las hilanderías, la húmeda hierba alta, el enmarañado espino.

Y uno leía negro donde el otro leía blanco, la esperanza

            de uno representaba la perdición del otro:

Vivan los rebeldes, A la mierda el Papa,

            y Dios salve —según prefieras— al Rey o a Irlanda.

La tierra de los eruditos y los santos:

            eruditos y santos un carajo, la tierra de las emboscadas,

los manifiestos miopes, las quejas interminables,

            el mártir de vocación y el tontaina valiente;

el tendero borracho con el tambor,

            el terrateniente asesinado a tiros en su cama, las voces furiosas

que se cuelan por el tragaluz roto en los arrabales,

            la mujer envuelta en un chal que llora ante el pomposo altar.

¡Kathaleen ni Houlihan! ¿Por qué

            debe una patria, como una barca o una moto, ser siempre femenina,

madre o enamorada? Una mujer de paso,

            a la que solamente vimos pasar.

Pasar como un claro de sol sobre la colina lluviosa

            y sin embargo la amamos toda la vida y odiamos al vecino

y cada uno en su testamento

            obliga a sus herederos a prolongar el odio.

Tambores en el almiar, tambores en la cosecha, negros

            tambores en la noche haciendo temblar las ventanas:

el rey Guillermo regresa a lomos de su caballo blanco

            al Boyne sobre un estandarte.

Miles de estandartes, miles de caballos

            blancos, miles de Guillermos

blandiendo miles de espadas y dispuestos a luchar

            hasta que el mar azul se tiña de naranja.

Así era mi país y yo pensaba que había hecho bien

            en alejarme, educarme y afincarme en Inglaterra,

aunque su nombre sigue sonando todavía como la campana

            de un campanario sumergido.

¿Por qué nos gusta ser irlandeses? En parte porque

            nos otorga cierto dominio del inglés sentimental

como integrantes de un mundo que nunca fue,

            bautizados con el agua de las hadas;

y en parte porque Irlanda es lo bastante pequeña

            como para seguir suscitando cierta familiaridad,

y porque son bravas las olas

            que la separan de una cultura más comercial;

y porque uno siente que aquí al menos es posible

            realizar una labor local que no esté a merced del mundo

y que con suerte en este pequeño escenario un hombre

            podría llegar a ver el fin de una acción concreta.

Naturalmente es engañarse a uno mismo;

            no hay tampoco inmunidad en esta isla;

un carro del que tira el caballo de otra persona

            y transporta mercancías al mercado de algún otro.

Las bombas en el saco de nabos, el francotirador en el tejado,

            Griffith, Connolly, Collins, ¿a dónde nos han llevado?

¡Nosotros solos! ¡Que la torre redonda se mantenga al margen

            en un mundo de explosiones de mortero!

Que los escolares se enreden con sus sumas

            en un idioma medio muerto;

que el censor se afane con los libros; derribad los tugurios georgianos;

            que los juegos se jueguen en gaélico.

Que cultiven remolacha azucarera; que construyan

            una fábrica en cada aldea;

que cataloguen las almas de los asesinados

            en ovejas y cabras, patriotas y traidores.

Y el Norte, donde pasé mi infancia,

            sigue siendo el Norte, barnizado con la mugre de Glasgow,

un millar de hombres a los que nadie dará empleo

            parados en las esquinas, sin parar de toser.

Y los niños de la calle juegan en las aceras

            mojadas: a la rayuela o a las canicas;

y cada familia rica dispone de una red de tenis destensada

            sobre un césped mullido junto a unos arbustos empapados.

Las humeantes chimeneas insinúan

            una prosperidad a la vuelta de la esquina

pero elaboran su lino del Ulster con fibras extranjeras

            y el dinero igual que entra sale para hacer más dinero.

Una ciudad construida sobre el barro;

            una cultura construida sobre el lucro;

la libertad de expresión cortada de raíz,

            la minoría siempre culpable.

¿Por qué iba yo a querer regresar

            a ti, Irlanda, mi Irlanda?

En la página los borrones son tan negros

            que es imposible taparlos con tréboles.

No soporto tus aires grandilocuentes,

            tus sensiblerías, tu risa y tu fanfarronería,

que des siempre por sentado que a todos les importa

            quién es el rey de tu castillo.

Los castillos están pasados de moda,

            la pleamar rodea la arenosa fantasía de los niños;

enarbola el estandarte que quieras, es demasiado tarde

            para que tu alma se salve con unas banderitas.

Odi atque amo:

            ¿grabamos este nombre en los árboles con un puñal oxidado?

Sus montañas siguen siendo azules, sus ríos corren

             borboteando sobre los cantos rodados.

Es a la vez una pelmaza y una arpía;

            mejor cerrad el horizonte,

no le enviéis más fantasías, más añoranzas que estén

            sujetas a funestos aranceles.

Pues el sentido común está de moda

            y ella no proporciona ni sentido común ni dinero a los hijos

que andan encorvados por el mundo con su acento y sus gestos

            y su haz de inútiles recuerdos.

 


 


11 de diciembre de 2024

'La Quimera', de Dino Campana

LA QUIMERA

 

No sé si entre rocas tu pálido

rostro se me apareció, o si sonrisa

de desconocidas lejanías

fuiste, la gacha ebúrnea

frente refulgente oh joven

hermana de la Gioconda:

oh de las primaveras

apagadas, por tu mítica palidez

oh Reina oh Reina adolescente:

pero por tu desconocido poema

de voluptuosidad y de dolor

música niña exangüe,

marcado por una línea de sangre

en el círculo de los labios sinuosos,

Reina de la melodía:

pero por la virgen cabeza

reclinada, yo poeta nocturno

velé las vívidas estrellas en los piélagos del cielo,

yo por tu dulce misterio

yo por tu devenir taciturno.

No sé si la pálida llama

fue de los cabellos el vivo

signo de su palidez,

no sé si fue un dulce vapor,

dulce sobre mi pena,

sonrisa de un rostro nocturno:

miro las blancas rocas las mudas fuentes de los vientos

y la inmovilidad de los firmamentos

y los arroyos crecidos que pasan sollozando

y las sombras de las obras humanas curvadas allí sobre las álgidas lomas

y todavía por tiernos cielos corren lejanas sombras claras

y todavía te llamo todavía te llamo Quimera.

 

(Traducción de Andrés Catalán y María Bastianes)

 

 


 


3 de octubre de 2024

Un fragmento de 'Todo a peor' ('Worstward Ho'), de Samuel Beckett

           

            Más. Digamos más. Se diga más. De algún modo más. Hasta ni modo más. Se diga ni modo más.

 

            Digamos por se diga. Se diga mal. Desde ahora digamos por se diga mal.

 

            Digamos un cuerpo. Donde no. Sin mente. Donde no. Al menos eso. Un lugar. Donde no. Para el cuerpo. Estar allí. Entrar allí. Salir de allí. Volver de allí. No. De salir nada. De volver nada. Solo allí. Quedarse allí. Más allí. Sin moverse.

 

            Todo de antes. Por siempre nada más. Siempre probar. Siempre fracasar. Da igual. Probar otra vez. Fracasar otra vez. Fracasar mejor.

 

            Primero el cuerpo. No. Primero el lugar. No. Primero ambos. Ahora el uno o el otro. Ahora el otro o el uno. Asqueado del uno probar el otro. Asqueado del otro otra vez asqueado del uno. Y más. De algún modo más. Hasta asquearse de ambos. Devolver e irse. Donde ni uno ni otro. Hasta asquearse de allí. Devolver y volver. El cuerpo otra vez. Donde no. El lugar otra vez. Donde no. Probar otra vez. Fracasar otra vez. Mejor otra vez. O mejor peor. Fracasar peor otra vez. Todavía peor otra vez. Hasta asquearse de una buena vez. Devolver de una buena vez. Irse de una buena vez. Donde ni el uno ni el otro de una buena vez. De una buena vez del todo.

 

            En pie. ¿Qué? Sí. Digamos en pie. Tener que levantarse al final y ponerse en pie. Digamos huesos. Sin huesos pero digamos huesos. Digamos suelo. Sin suelo pero digamos suelo. Por así decir dolor. ¿Sin mente y dolor? Digamos que sí para que los huesos duelan hasta no quede más que ponerse en pie. De algún modo levantarse y ponerse en pie. O mejor peor restos. Digamos restos de la mente donde no para que quepa el dolor. Dolor de huesos hasta que no quede más que levantarse y ponerse en pie. De algún modo levantarse. De algún modo ponerse en pie. Los restos de la mente donde no a efectos del dolor. De huesos aquí. Otros ejemplos si hicieran falta. Del dolor. De cómo el alivio. De cómo el cambio.

 

            Todo de antes. Siempre más nada. Pero fracasar así jamás. Fracasar peor. Con esmero jamás fracasar peor.

 

            Penumbra de origen desconocido. Conocer lo mínimo. Nada de conocer nada. Es demasiado pedir. A lo más lo mero mínimo. Lo meromísimamente mínimo.

 

            No queda otra que ponerse en pie. De algún modo levantarse y ponerse en pie. De algún modo levantarse. Eso o quejarse. La queja que tanto tiempo tarda. No. Nada de quejas. Solo dolor. Solo levantarse. Una ocasión para probar. Probar a ver. Probar a decir. Qué yaciente al principio. Luego de algún modo de rodillas. Poco a poco. Luego más desde ahí. Poco a poco. Hasta al final en pie. No ahora. Fracasar mejor peor ahora.

 

            Otro. Digamos otro. La cabeza hundida entre las manos lisiadas. El vértice vertical. Los ojos cerrados. Sede de todo. Germen de todo.

 

            Sin futuro en esto. Desgraciadamente sí.

 

            En pie. Ver en la penumbra vacía cómo al final en pie. En la penumbra de origen desconocido. Antes de los ojos abatidos. Los ojos cerrados. Los ojos fijos. Los ojos cerrados fijos.

 

            Esa sombra. Antes yaciente. Ahora en pie. ¿Un cuerpo eso? Sí. Digamos que eso un cuerpo. De algún modo en pie. En la penumbra vacía.

 

            Un lugar. Donde no. Una ocasión para probar a ver. Probar a decir. Qué pequeño. Qué enorme. Qué limitado si no hay límite. De ahí la penumbra. No ahora. Conocer mejor ahora. Desconocer mejor ahora. Conocer solo la no salida. No conocer cómo conocer solo la no salida. Solo la entrada. Por tanto otro. Otro lugar donde no. En donde una vez ahí no hay vuelta desde ahí. No. Ningún lugar salvo ese. Ninguno salvo ese donde no. Ese desde donde nunca una vez dentro. De algún modo dentro. Sin más allá. Sin más desde ahí allí. Sin más hacía ahí allí. Sin más desde ahí sin más desde ahí allí.

 

            Dónde entonces salvo allí ver...

 

            Veamos por se vea. Se vea mal. Desde ahora veamos por se vea mal.

 

            Dónde entonces salvo allí ver ahora...

 

            Primero de espaldas la sombra en pie. En la penumbra vacía ver primero de espaldas la sombra en pie. Sin moverse.

 

            Dónde entonces salvo allí ver ahora otra. Poco a poco un viejo y un niño. En la penumbra vacía poco a poco un viejo y un niño. Cualquier otra cosa funcionaría igual de mal.

 

            Mano en mano mal que bien con paso igual van. En las manos libres... no. Las manos libres vacías. De espaldas ambos encorvados mal que bien con paso igual van. La mano del niño levantada para alcanzar la mano que sostiene. Sostener la vieja mano que sostiene. Sostener y ser sostenida. Mal que bien van y nunca retroceden. Lentamente y sin jamás una pausa mal que bien van y nunca retroceden. De espaldas. Ambos encorvados. Unidos por manos sostenidas que sostienen. Mal que bien como uno solo van. Una sombra. Otra sombra.

 

            La cabeza hundida entre las manos lisiadas. Los ojos cerrados fijos. En las sombras de la penumbra vacía. Una en pie tranquila. Otra un viejo y un niño. Tranquilas mal que bien se van. Cualquier otra cosa funcionaría igual de mal. Casi cualquier otra cosa. Casi igual de mal.

 

            Se desvanecen lentamente. Ahora una. Ahora ambas. Ahora las dos. Reaparecen. Ahora una. Ahora ambas. Ahora las dos. ¿Lentamente? No. De repente se van. De repente vuelven. Ahora una. Ahora ambas. Ahora las dos.

 

            ¿Inalteradas? ¿De repente vuelven inalteradas? Sí. Digamos que sí. Cada vez inalteradas. De algún modo inalteradas. Hasta que no. Hasta digamos que no. De repente vuelven alteradas. De algún modo alteradas. Cada vez de algún modo alteradas.

 

            La penumbra. El vacío. ¿También se van? ¿También vuelven? No. Digamos que no. Nunca se van. Nunca vuelven. Hasta que sí. Hasta digamos que sí. Se van también. Vuelven también. La penumbra. El vacío. Ahora el uno. Ahora el otro. Ahora ambos. De repente se van. De repente vuelven. ¿Inalterados? ¿De repente vuelven inalterados? Sí. Digamos que sí. Cada vez inalterados. De algún modo inalterados. Hasta que no. Hasta digamos que no. De repente vuelven alterados. De algún modo alterados. Cada vez de algún modo alterados.

 

            Primero de repente se va uno. Primero de repente vuelve. Inalterado. Digamos que ahora inalterado. Por ahora inalterado. De espaldas. La cabeza hundida. El vértice vertical del sombrero. Visto de espaldas solo el ala negra inclinada. Visto de espaldas el abrigo negro a medio muslo. De rodillas. Mejor de rodillas. Mejor peor de rodillas. Digamos ahora de rodillas. Desde ahora de rodillas. Capaz de ponerse solo de rodillas. De repente se va de repente vuelve inalterado de espaldas la cabeza hundida la sombra oscura sobre las rodillas invisibles. Sin moverse.

 

            Luego de repente los dos se van. Luego de repente vuelven. Inalterados. Digamos que ahora inalterados. Por ahora inalterados. De espaldas. Cabezas hundidas. Penumbroso pelo. De penumbroso blanco y un pelo tan rubio que en esa penumbra de penumbroso blanco. Negros abrigos hasta los talones. De penumbroso negro. Los talones de las botas. Ahora las dos derechas. Ahora las dos izquierdas. Como con paso igual mal que bien van. Sin suelo. Como sobre el vacío mal que bien van. Penumbrosas manos. De penumbroso blanco. Dos libres y dos como una sola. Así de repente se van de repente vuelven inalterados como una sola sombra oscura mal que bien van sin retroceder.

 

            La penumbra. A lo largo y ancho la misma. Por arriba y por abajo. Inalterable. Ahora digamos que inalterable. De ahí no conocer. No decir. Digamos solo que una penumbra más penumbrosa que nunca. Por todas partes. Digamos una sima en ese vacío. Un abismo. Entonces en esa sima o ese abismo una penumbra más penumbrosa que nunca. De ahí no conocer. No decir.

 

            El vacío. Inalterable. Ahora digamos que inalterable. Vacío de no ser por el uno. Los dos. Por ahora de no ser por el uno y los dos. Por ahora.

 

            El vacío. ¿Cómo probar a decir? ¿Como probar a fracasar? Nada de probar nada de fracasar. Decir solo...

           

            Primero los huesos. Volver a ellos. Rozando los susodichos restos desde la primera vez que fueron dichos. El suelo. El dolor. Sin huesos. Sin suelo. Sin dolor. Por qué en pie se desconoce. Sea como sea se desconoce. Si alguna vez cayó. No queda otra que en pie si alguna vez cayó. O nunca cayó. Siempre de rodillas. Mejor siempre de rodillas. Mejor peor siempre de rodillas. Digamos desde ahora siempre de rodillas. Por ahora desde ahora siempre de rodillas. Por ahora.

 

            El vacío. Ante los ojos fijos. Fijos donde sea. A lo ancho y largo. Por arriba y por abajo. Ese estrecho campo. Saber no más. Ver no más. Decir no más. Solo eso. Ese poquito de vacío solo.

 

            Otra vez volver a desdecir que el vacío pueda irse. El vacío no puede irse. Salvo que la penumbra se vaya. Entonces todo se va. Todo lo que no se haya ido ya. Hasta que la penumbra vuelve. Entonces todo vuelve. Todo lo que no se haya ido y siga así. El uno puede irse. Los dos pueden irse. La penumbra puede irse. El vacío no puede irse. Salvo que la penumbra se vaya. Entonces todo se va.

 

            Otra vez volver mejor peor a fracasar la cabeza la dicha sede de todo. Germen de todo. ¿Todo? Si de todo de eso también. ¿Dónde si no allí también? Allí en la cabeza hundida la cabeza hundida. Las manos. Los ojos. Sombra con las otras sombras. En la misma penumbra. El mismo vacío estrecho. Ante los ojos fijos. ¿Dónde también si no allí también? No preguntar. No. Preguntar en vano. Mejor peor así.

 

            La cabeza. No preguntar si puede irse. Digamos que no. Sin preguntarse que no. No puede irse. Salvo que la penumbra se vaya. Entonces todo se va. Ay, si la penumbra se fuera. Se fuera de una buena vez. Todo de una buena vez. De una buena vez del todo.

 

            ¿De quién las palabras? Inútil preguntar. O no inútil si digamos se desconoce. No se dice. Sin palabras para aquel de quien las palabras. ¿Aquel? Uno. Sin palabras para uno de quien las palabras. ¿Uno? Eso. Sin palabras para eso de quien las palabras. Mejor peor así.

 

            Al uno no le pasa nada. Es decir —¡es decir!— es decir al de rodillas. Desde ahora uno por el de rodillas. Como desde ahora dos por ambos. Ambos que como uno solo mal que bien van. Como desde ahora tres por la cabeza. La cabeza como al principio se dijo mal dicha. Así desde ahora. Como para ganar tiempo. Tiempo que perder. Ganar tiempo que perder. Como el alma una vez. El mundo una vez.

 

            Al uno no le pasa nada. Tampoco al dos. Tampoco al tres. Y así. A ninguno le pasa nada. Lejos de pasarle nada. Lejísimos de pasarle nada.

 

            Tampoco a las palabras de quien sea. ¡Qué de margen para empeorar! ¡Cómo casi resuenan a veces casi verdaderas! ¡Qué carentes de inanidad! Digamos que la noche es joven desgraciadamente y ánimo. O mejor peor digamos que desgraciadamente hay una vigilia nocturna aún por delante. Un descanso de la última vigilia por delante. Y ánimo.

 

            Primero uno. Primero probar a fracasar mejor uno. A algo ahí no le pasa malamente nada. No es que no esté mal tal como está. La no cara mal. Las no manos mal. Las no... Basta. Al cuerno lo malo. Lo mero malo. Hay margen para peor. A falta de todavía peor. Primero peor. Lo mero peor. A falta de todavía peor. Añadir un... ¿Añadir? Jamás. Doblegarlo más abajo. Que se doblegue más abajo. Mucho más abajo. La cabeza ensombrerada fuera. Más espalda fuera. El abrigo recortado más arriba. Nada de pelvis para abajo. Nada salvo la espalda encorvada. El tronco por detrás sin cúspide ni base. Penumbra oscura. Sobre las rodillas invisibles. En la penumbra vacía. Mejor peor así. A falta de todavía peor.

 

            Luego probar a fracasar mejor dos. Ambos. Si están mal tal como están tal como están. Mal la no...

 

            Primero volver a tres. No probar aún a empeorar. Simplemente estar allí otra vez. Allí en esa cabeza en esa cabeza. Ser eso otra vez. Allí en esa cabeza en esa cabeza. Ser eso otra vez. Esa cabeza en esa cabeza. Los ojos cerrados pegados solo a eso. ¿Solo? No. También. También a eso. El cráneo hundido. Las manos lisiadas. Los ojos cerrados fijos. Los ojos cerrados pegados a los ojos cerrados fijos. Ser esa sombra otra vez. En esa sombra otra vez. Con las otras sombras. Las sombras que cada vez peor. En la penumbra vacía.

 

            Luego...

 

            Primero cómo todo a la vez. En esa mirada fija. El uno peor. Los dos que cada vez peor. Y a falta de qué de empeorar. De probar a empeorar. Eso mismo. La penumbra. El vacío. Todo a la vez en esa mirada fija. Los ojos cerrados pegados a todo.

 

            Luego dos. De mal a peor. Probar a empeorar. Desde lo meramente malo. Añadir... ¿Añadir? Jamás. Las botas. Mejor peor sin botas. Talones descalzos. Ahora los dos derechos. Ahora los dos izquierdos. Izquierda derecha izquierda derecha van. Descalzos van y nunca retroceden. Mejor peor así. Un poquito mejor peor que nada así.

 

            Luego la susodicha sede y germen de todo. ¡Esas manos! ¡Esa cabeza! ¡Esa forma de resonar casi verdaderas! Fuera de aquí. Desde ahora de cara. Sin manos. Sin cara. El cráneo y la mirada fija solo. Escenario y espectador de todo.

 

            Más. Mirar fijo más. Digamos más. Ser más. De algún modo más. De cualquier modo más. Hasta que la penumbra se vaya. Se vaya de una vez. Se vaya todo de una vez. De una mala vez por todas. De una mala mejor peor vez por todas.

[...]

 

 

(Traducción de Andrés Catalán) 




26 de septiembre de 2024

Un fragmento de 'La noche', de G. Manganelli


(Seudonimia)2

 

Hace poco me crucé con un amigo por la calle —un día tontamente ordinario— y, entre monsergas y cuentos chinos (es un amigo que ha perdido los modales a cuenta de los muchos funerales a los que gusta presentarse), me puso al corriente de que yo había publicado un libro. No lo dijo con particular aspereza ni, a mi parecer, con malicia, si bien su modo de expresarse hace que uno sospeche siempre de que se trata de un perverso calumniador. Evidentemente la noticia, o más bien el rumor, de que yo había publicado un libro no podía dejarme indiferente. No quería darle a aquel señor la impresión de estar completamente in albis al respecto, y sin embargo no se me venían a la mientes más que palabras genéricas: «¿Y qué te pareció?»; «¿te gustó?». En realidad no solo no estaba al tanto de haber publicado un libro; más exactamente ignoraba que un libro con mi nombre en la cubierta se hubiera ofrecido a las librerías y estas a su vez lo ofrecieran al público. Podía tratarse de la mediocre invención de un chismoso, pero lo cierto es que no era la primera vez que me veía envuelto en algo así. Otras veces libros con mi nombre y apellido habían sido vistos por personas serias en escaparates verosímiles, y una vez yo mismo había visto un librito coronado con mi nombre, pero me encontraba en la estación, debía coger un tren que resoplaba en el andén, y no me dio tiempo a ver de qué iba aquello. En realidad sé que no se trata de un caso de homonimia —que postergaría el problema, pero no lo resolvería— sino un caso de seudonimia cuadrática que, como todo el mundo sabe, consiste en usar un seudónimo del todo coincidente con el verdadero nombre. En este caso el nombre, a pesar de ser auténtico e incuestionable, aparte de servir de protección, sigue siendo falso y engañoso. El procedimiento era, por supuesto, levemente inmoral, de lo contrario aquel amigo mío ni siquiera habría reparado en ello; pero no quedaba más remedio que reconocer como verdadera la noticia de que un libro mío —o mejor un libro de mi auténtico homoseudónimo ficticio— se había publicado. En general no siento demasiada curiosidad por los libros que llevan ese nombre, tan familiar y rústico, pero esta vez experimenté una suerte de irritado interés, dado que temía que aquella repetición de actos de compulsión libresca pudiera dejarme en mala posición ante la autoridad político-religiosa que desde hace dieciséis años se reúne en un cónclave estético para decidir si la literatura es fatua o directamente delictiva. Así pues, tras despedirme de mi amigo, me acerqué a una librería y comencé a buscar entre las mesas y los estantes.

         Ignoraba si el libro que me concernía trataba de floricultura, de historia romana, de lingüística minoica; al amigo no se lo había preguntado, por natural recato, y tampoco me atrevía acudir al aburrido dependiente y pedirle un libro de tal, un tal que tenía un nombre que no era «como», sino que era «el mío».

         Por casualidad, entre las novedades, reparé en aquel libro. Mostré indiferencia. Hojeé otros libros, examiné cubiertas, repasé índices; sonreí con la sonrisa tonta de quien al abrir una página se encuentra con una frase ingeniosa y feliz. Finalmente sostuve en mis manos «aquel» libro. En la solapa de la cubierta había datos sobre mí —escondido bajo el seudónimo verdadero— que me parecieron indiscretos y comprometedores, por mucho que evitaran alusiones políticas, religiosas, culturales, nacionales, estéticas. Hojeé el libro, un libro breve, probablemente de relatos, y leí atentamente una página. Naturalmente, no recordaba, no reconocía nada. Compré el libro y me lo llevé a casa. Me puse a leerlo; lo encontré aburrido, presuntuoso, y no entendí gran cosa. Los relatos estaban conectados gracias a las figuras repetidas de ciertos personajes, cosa que me pareció una inútil complicación. Estaba claro que el libro contenía un mensaje, y la cosa me irritaba. Tal vez se tratara de un libro ideológicamente comprometido, cosa que encuentro insoportable. Cuidadosamente leí una página tras otra, tomando apuntes para recordar los nombres de aquellos ridículos personajes. Aquello me parecía una tarea escolar, una engorrosa tarea escolar.

         Con todo, no podía negar la extrañeza de aquella situación; había comprado y parcialmente leído un libro que un calumniador honrado, un historicista, un funcionario del registro habría definido como «mío». Pero si lo hubiera escrito yo, si hubiera existido un «yo» capaz de escribir un libro, aquel libro, ¿qué habría podido explicar la absoluta, fastidiosa extrañeza que me separaba de aquella cosa escrita? ¿Por qué no sabía nada, ni recordaba la historia, ni distinguía los significados, o incluso cómo es que me salté sin querer una página y no encontré mayor inconveniente? En realidad nada me resultaba ya extraño en aquel libro que, qué bastardo, se introducía en mi vida. Lo tiré sobre un sillón y me puse a pensar.

         Necesitaba una explicación general, y no era probable que en una cavilación nocturna fuera capaz de encontrarla. Porque, estaba claro, me encontraba frente a uno de los Grandes Problemas de nuestra existencia, o al menos de la mía, uno de esos Problemas que han venido a sustituir las Angustias Religiosas y Filosóficas. La única explicación razonable debería tener en cuenta la extrañeza y la intimidad del seudónimo cuadrático, la novedad de algo con lo que por lo demás se me decía que había convivido. La lengua que hablo es pobre, supongo, para describir una situación de este pelo. Pero, en pocas palabras, a la pata llana, la conclusión a la que llegué fue más o menos la siguiente. Perdónenme, la recuerdo mal. En fin, yo no había escrito nada; pero por «yo» entendía eso dotado de nombre, pero carente de seudónimo. ¿Lo había escrito el seudónimo? Probablemente, pero el seudónimo seudoescribe y es, técnicamente, ilegible por el yo, y más aún por el yo seudónimo cuadrático, el cual, como es evidente, no existe; pero si el lector es inexistente, yo sé qué puede leer; eso que puede escribir el seudónimo de grado cero, cualquier cosa que nadie que no sea el seudónimo cuadrático, el inexistente, sería capaz de leer. De hecho, lo que está escrito es la nada. El libro no significa nada, y en todo caso yo no puedo leerlo si no es renunciando a existir. Quizás no sea más que una burla: como quedará claro, yo ya llevo muerto muchos años, como el amigo que me encontré, y el libro que hojeo es siempre incomprensible, lo leo, lo releo, lo pierdo. Quizás sea necesario morirse más veces.

 

(Traducción de Andrés Catalán)

 

 


 

11 de septiembre de 2024

'Imposible de contar', de Robert Pinsky

 

IMPOSIBLE DE CONTAR

 

Para Robert Hass y en memoria de Elliot Gilbert

 

Lento dulcimer, gavota y arco, en otoño

Bashô y sus amigos salen a mirar la luna;

en verano, arcoiris de gasolina en la cuneta,

 

la secreta cortesía que corre como icor

por la versión antigua de un chiste grosero a gran escala,

imposible de contar por escrito. "Bashô",

 

se llamó a sí mismo, "Platanero": plátano

como la planta que unos alumnos le entregaron,

quizás en agradecimiento a sus consejos

 

al atravesar una larga noche por las reglas y canales

del poema encadenado, colectivo,

compuesto en el corazón de su profesor: vivo, rígido, fluido

 

como pasajes grabados en un circuito microscópico.

Elliot sabía de memoria tantos chistes

que parecían reproducirse como microbios en un cultivo

 

en su cerebro, cada uno dando paso a tantos otros

que era imposible poder contarlos todos:

en la cultura cortesana de los chistes, el mandamás.

 

Imagina una corte de un solo miembro: la reina, una madre joven,

desgraciada, a solas todo el día con su primogénito

y su nuevo bebé en un apartamento miserable

 

de poquísimas habitaciones, de una raza distinta a sus vecinos.

Le dice al niño que va a suicidarse.

Se obsesiona, se enfurece. Con la esperanza de distraerla,

 

el niño juguetea, canta, hace imitaciones

de diferentes personas del edificio, bromea,

siente que si la mantiene con vida hasta que el padre

 

llegue del trabajo, estarán a salvo hasta mañana.

Es la risa contra el dormitorio y las pastillas.

¿Qué es él al esforzarse sino un cortesano?

 

Imposible de contar su total decepción.

En los primeros meses tras haber vuelto al Este

desde California, al dejar un mensaje

 

en el contestador de Bob, cogí la costumbre

de contarle a la cinta un chiste; y en algún momento,

solía fingir que olvidaba el final,

 

o pretendía que algo quizá me interrumpía:

como para que con las ansias de escuchar el final

tuviera que devolverme la llamada. El chiste era de Elliot,

 

las más de las veces. Los médicos cometieron el error

que le mataría algún tiempo después ese mismo año.

Un día cuando llegué a casa encontré un mensaje

 

de Bob en el contestador. Era una historia

sobre dos rabinos, uno alto, el otro bajo,

un día mientras caminan juntos por la calle

 

ven el cadáver de un chino frente a ellos,

y Bob decía: perdón. Había olvidado el resto.

Por supuesto él sabía que su chiste era solo un simulacro,

 

imposible de contar: un desafío sin salida posible.

Pero aquí está, tal y como Elliot me lo contó:

la viuda del muerto se acerca llorando a los rabinos,

 

implorándoles, que si pueden, lo resuciten.

Estupefacto, el rabino alto dice rotundamente que no.

Pero el rabino bajo le dice que lleve el cuerpo

 

dentro del estudio, y ordena cerrar los postigos

para que el cuarto quede a oscuras. Después reza

sobre el cuerpo, entonando una secreta letanía

 

sacada de la Cábala. "Levántate y respira", grita;

pero nada sucede. El cuerpo sigue inerte. Entonces

el pequeño rabino pide cientos de velas

 

y baila alrededor del cuerpo, cantando y rezando

en hebreo, después en yiddish, luego en arameo. Reza

en turco y en egipcio y en el idioma de la antigua Galitzia

 

durante casi tres horas, saltando alrededor del ataúd

a la luz de las velas de modo que sus pequeños zapatos

parecen no tocar el suelo. Con una última plegaria

 

gimoteada en un español anterior a la Inquisición

se detiene, agotado, y observa fijamente la cara del muerto.

Jadeando, alza los dos brazos en un místico gesto

 

y dice, "¡Levántate y respira!" Y como antes

el cuerpo sigue inerte. Imposible de contar

con palabras como las cejas de Elliot se estremecían y bramaban

 

como greñudos mamuts cuando —con el permiso

de la viuda china— el pequeño rabino entona

la loa con que debe realizar la circuncisión

 

y elimina el prepucio del muerto, cantando loas

en finés y swahili, y baña el cadáver

de la cabeza a los pies, y con una oración final

 

en babilónico, resoplando por el agotamiento,

toma la cabeza del muerto y le besa en los labios

y la deja caer de nuevo y apartándose de un salto ordena:

 

"¡Levántate y respira!". El cuerpo, inerte como siempre.

Aquí, como cuando los discípulos de Bashô serpentean

a lo largo del sinuoso espinazo que une el renga

 

a través de las diferentes voces, que añaden cada una

una transformación adicional de acuerdo a las reglas

de la pausa y la repetición, todo según un orden

 

y sin embargo imposible de saber con antelación,

Elliot se prepara para el remate del chiste: el pequeño

rabino, aún jadeando, como un boxeador sobresaltado,

 

mira al muerto, después a todos los que le observan,

con una especie de ademán a lo Mel Brooks: "¡Oh tío!", dice,

"A eso llamo yo estar bien muerto". Oh mortales

 

poderes y príncipes terrenales, y vosotros inmortales

Señores del abismo y la vida eterna,

Jehová, Raa, Bol-Morah, Hécate, Plutón,

 

¿Qué tiene que ver un alma viva y brillante

con vuestras arpas y fuegos y barcas, vuestras baratijas

y pozos de humeante sangre? Canallas provincianos,

 

nuestros idiomas no os tocan, sois como esa madre

a la que su hijo pequeño entretenía para rogarle por su vida.

Posiblemente creció hasta convertirse en el rabino alto,

 

el que se lavó las manos ante todas esas bromas

desde el principio. O quizá se convirtió

en el autor de estas líneas, un renga de un solo hombre,

 

ese a quien le parece que es imposible

contar una historia sin rodeos. Era un procedimiento

de rutina. Cuando terminó los médicos

 

le dijeron a Sandra y a los niños que había sido un éxito,

pero que Elliot no iba a despertarse hasta dentro de una hora,

que deberían ir a comer algo. A los dos les encantaba discutir

 

de una forma que por parte de él se remontaba al yiddish,

por parte de Sandra a cierto dialecto siciliano.

Solía regañarla interminablemente por fumar.

 

Cuando regresó de la cena con sus hijos

los doctores les tuvieron que informar del error.

¡Oh, torbellino de pétalos, hojas caídas! El movimiento

 

del renga encadenado persigue instante tras instante

su sentido, dice Bob en su libro de haikus.

Oh, torbellino de pétalos, todas las cosas vivas son fortuitas,

 

hojas caídas, y efímeras, y sufren.

Pero lo Universal es el objeto de cualquier chiste,

especialmente de ciertos chistes étnicos, que se estrechan

 

a través del embudo espiral de las lenguas y los gestos

hacia su absurda Ítaca. Hay uno

que me contó un periodista. Lo escuchó mientras un héroe

 

del movimiento de liberación sudafricano hablaba

a unos ancianos judíos. El brazo derecho del orador

se lo había volado un paquete bomba de la Derecha.

 

Contaba a los oyentes que tuvieron que votar

por el ANC: un grupo al que los viejos judíos temían

como algo "a favor de los árabes". Pero empezaron a llorar

 

mientras el viejo y tullido luchador les contaba que su país

necesitaba que votaran por lo correcto, su voto

podría producir un país al que sus hijos pudieran volver

 

de Londres y Chicago. Los emocionados ancianos

aplaudieron como locos, y el amigo del orador

susurró al periodista, "Es el chiste

 

del Ejercito Belga en vivo". Ojalá pudiera contárselo

a Elliot. En el Ejercito Belga, la contienda

entre flamencos y valones se pone bastante seria,

 

así que el ejercito, fuera de control, funciona a duras penas.

Finalmente un comandante reúne a sus hombres

en una gran sala, para tratar las cosas directamente.

 

Cuadrándose, permanecen ante él. "Todos los flamencos",

ordena, "a la pared izquierda". La mitad de los hombres

se apiñan a la izquierda. "Ahora todos los valones", ordena,

 

"muévanse a la derecha". El mismo número se acumula

contra la pared derecha. Solamente un hombre queda

en posición de firmes en el medio: "¿Qué es usted, soldado?"

 

Saludando, el hombre dice: "Señor, soy belga".

"¡Vaya! Eso es asombroso, cabo; ¿cómo se llama?"

Saludando otra vez, contesta: "Rabinowitz":

 

un chiste que parece a primera vista una historia

sobre los judíos. Pero al igual que el renga adopta

un significado religioso al incorporar pétalos a la deriva

 

y hojas quebradizas que tocan y mueren y sufren

los vientos cambiantes que acarician el remolino en la cuneta,

así en el chiste, justo por debajo de la música estridente

 

de flamencos, judíos, valones, una lealtad cortés

pasa al dulcimer, gavota y arco,

sobre el platanero la luna en otoño:

 

lealtad a un estado imposible de contar.

 

 

 

(Robert Pinsky, The Figured Wheel, 1996)

(Traducción de Andrés Catalán)