En El Cuaderno nº 57 (junio 2014) y la Nayagua nº 20 (junio 2014), reseñas de las crónicas viajeras de La pasión de escribil y los poemas de Insumisión, respectivamente:
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El Cuaderno 57 (Hacer click para ampliar) |
DEL EXCESO COMO RESISTENCIA
INSUMISIÓN
Eduardo Moga
Madrid-México, Vaso Roto, 2013
Insumisión, decimocuarto libro del barcelonés
Eduardo Moga (1962), es un poemario excesivo. Excesivo en el buen sentido de la
palabra: excedido, fuera de lo ordinario, de lo reglado. Excesivo porque se
sale de los límites de lo normal: Moga huye de lo normal y de la norma; esa es
precisamente la insumisión que propone. No es tanto -y aquí creo que el título
no alcanza a ser todo lo afortunado que parecería- una postura frontal de
sublevación ante la política actual o ante las circunstancias sociales que
sufrimos y que tienen que ver con la rapacería de los gobernantes o la idiocia
de los gobernados (aunque algo de esto hay), cosa que en todo caso correspondería
al Moga ciudadano, no al Moga poeta (aunque algo de esto, de nuevo, también
hay). Lo que propone es, por el contrario, una actitud vital, absoluta. No se
trata de una insumisión de algarada, de reduccionismos populistas, de
resistencia pautada, sino una que se juega (y se la juega) en el terreno de lo
torrencial, de lo desbordado, de lo contradictorio, de lo múltiple, de lo omnímodo.
Los poemas de Moga no desdeñan nada. Ni siquiera la voz poética es única, sino
doble: una hacia dentro y otra hacia fuera; una se arroga un tono indagador,
metapoético, ensimismado, a ratos tan libérrimo que es casi irracional, y otra
por el contrario mira al exterior: hacia esa hostil realidad que la otra voz
tanto se afana en definir, hacia los otros. Con los otros y contra los otros.
El nivel estructural más evidente del libro está, pues,
articulado por esas dos voces o, mejor dicho, por esa bisagra entre exterior e
interior. Si la voz que podríamos llamar interior evoluciona en largos poemas
en verso, la otra, la exterior, se fragmenta en una multitud de voces y
desarrolla poemas en prosa de muy diversa índole sobre temas igualmente
diversos. Ambos tipos de texto, además, van intercalándose alternativamente,
tejiendo un diálogo subrepticio entre el dentro y el afuera, entre el yo y la
otredad, de suerte que no estamos seguros si se trata de varios poemas o de un único
poema fragmentado llamado ‘Insumisión’. Esta inusitada estructura no debería
sorprendernos: Eduardo Moga no es precisamente un autor que repita
formulaciones de un libro al siguiente y, si bien es cierto que tiene cierta
querencia por el poema de largo aliento, en su producción no faltan las
formulas breves y cerradas como las sextinas (Seis sextinas soeces, 2008), las décimas (Décimas de fiebre, 2014) o incluso los haikus (Los haikus del tren, 2007). Pero en este caso, como decíamos, el
autor ha optado por la desmesura y la estructura abierta y por no conformarse
con una sola opción: en Insumisión
convive lo múltiple y lo multiplicador (“me apodero de la delicuescente
multiplicidad / de lo que pasa”, dirá, y también “cuando estoy solo / todo es múltiple”).
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La serie de poemas en prosa es, como decíamos, de una
variedad absoluta. Tanta, que cabría pensar en un primer momento que su único
rasgo en común fuese, precisamente, el dado por la oposición a los poemas que no están en prosa. Crónicas,
narraciones, listados, cartas, anotaciones. En ellos se mezcla lo cercano y lo
lejano, lo propio y lo ajeno, lo presente y lo pretérito. Todo, lo más
inmediato o lo más distante, se evoca como quien convoca a un fantasma, como
quien fija un instante que se sabe pasajero, del que se duda en cierta manera
de su entidad real. Así, encontraremos apuntes sobre la vida lectora del autor
(a propósito del libro Rapsodia de
Pere Gimferrer; en torno a una lectura de Cioran), críticas contra un individuo
determinado (el genial fragmento, quevediano, en torno al insigne bigote de José
María Aznar, sobre el que Moga se explaya con toda su artillería verbal:
"Sutil como un ñu, enarca entonces la glotis, aguza el remoquete y expele
la fruslería colmilluda, asentada en principios civilizatorios que merecen de
todo español bien nacido el calificativo de inmarcesibles"), contra la
totalidad de la sociedad, sin distingos ("Los que creen que el amor es
para siempre: memos. Los que creen en las palabras: los campeones de la
estupidez. [...] Los que predican la unidad de la patria, tanto si ya existe
como si quieren que exista: pendejos"), o contra una idea determinada (en
el que es, sin duda, uno de los mejores poemas del libro y el único que lleva título,
'Elogio del jabalí', en el que da la vuelta a una frase del terrible ex-Papa
Ratzinger: "España es una viña devastada por los jabalíes del
laicismo"). Caben, por otro lado, anotaciones de diario en las que se entrecruza
lo personal con la evocación de personajes (la tumba de Machado, la tumba de César
Vallejo en París, ante la cual Moga recita ante su familia, refugiada bajo un
paraguas, 'Piedra negra sobre piedra blanca'), narraciones íntimas, contadas
con dolorosa sinceridad (la muerte del padre; el beso de la madre y un homenaje
a Proust), enumeraciones (las nuevas realidades con las que se topó la expedición
de Malaspina o una larga lista encadenada de citas de los más diversos
autores), y, finalmente, semblanzas más o menos imaginarias (la de Miguel de
Molinos, un condenado por herejía en 1685; la de un Ezra Pound preso por
colaboracionista junto al que el autor se pregunta "¿De qué cloaca celeste
surgen las palabras? ¿Por qué decimos las palabras que nos destruyen?").
Las más llamativas de estas semblanzas son, no obstante, aquellas en las que
asistimos ya no solo a la evocación de un instante sino a lo que pertenece solo
al territorio de la conjetura. El juego de lenguaje de Moga convoca así
realidades ocultas, imaginadas tan solo: es el caso de la carta que nunca
existió de Ambrose Bierce a su sobrina en torno a los días en que sucedió su
desaparición (caso aún sin resolverse y que llamó la atención del mismísimo H.
P. Lovecraft), los hechos del suicidio de Paul Celan o algunos acontecimientos
del primer destino de Wittgenstein en la guerra, en la corbeta Goplana. ¿Qué une esta larga retahíla de
otredades y cruces biográficos, de fijaciones de instantes y evocación de lejanías?
Por un lado, la presencia de un mundo terrible, de unas circunstancias
torturadas: la guerra, la muerte, la crueldad, el sinsentido, la maldad llana y
simple. Pero por otro, pugnando, resistiéndose a todo lo anterior, también la
fe –a veces lesiva- en la palabra, la capacidad de maravilla, lo sublime, la
dignidad, la rendición ante la belleza, el ajuste de cuentas con lo que no
perdura, la aceptación triunfante de la nada: “vivir –y morir- exigen, si
queremos hacerlo con dignidad, aceptar que nada es cierto, que nada es
permanente, que nada es estable, que nada es, aunque nos abrumen las cosas del
mundo y no seamos capaces de desembarazarnos de tanta realidad, y que en ese no
ser, en su precariedad y su vacío, radica nuestra existencia”.
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Los poemas en verso, por su parte, y como dijéramos al
principio, son el territorio de un yo y un ahora. Desbordados, en ellos el
poeta en soledad reflexiona sobre el hecho poético en todos sus aspectos y en
pleno proceso, partiendo casi siempre de una realidad concreta y tangible,
sensorial, que inevitablemente se disuelve en imposibilidades de representación,
de dicción, de explicitación. El silencio del cuarto donde se escribe, el juego
de luces y sombras de un amanecer, el fogonazo de color de un pájaro, la
blancura de un papel, el cuerpo de la amada, un paisaje, un río, las piernas de
una mujer que pasa. Todos acaban desmenuzándose (“todo es uno, / pero todo es
arena”), inaprensibles, en largos soliloquios en los que el poeta se enfrenta a
la otredad de las cosas, del papel, de su escritura, de los cuerpos ajenos y el
propio. Hay una pugna sostenida con los objetos y con el propio yo, una lucha
masoquista y denodada: “Me acerco /
a lo que huye, como quien acaricia el arma / que va a herirlo”. Los
objetos se revelan metáfora de lo inaprensible, por múltiple, del código
indescifrable del mundo (“cada cosa tiene forma de sí y de algo desconocido. /
Cada cosa es lo que es y, además, otra cosa”) y el poeta se pregunta por el
porqué de su querencia (“¿Por qué insistes? / ¿Por qué perturbas el papel con
esta nueva interrogación, como si preguntar resolviese alguna enemistad? [...]
/ ¿Por qué digo? [...] ¿Por qué el sueño y la página?”) y no halla consuelo
tampoco en el acto mismo de la escritura, que debería ser salvador. En la
soledad del escriba el tiempo no pasa, pero solo para provocar esterilidad: “Cuando
estoy solo, el tiempo no pasa: / se encharca en una solidez difusa, / en la que
no crece la hierba ni desovan los insectos, / en la que los pétalos adquieren
una consistencia mortuoria”. Querer apresar las cosas, pues, solo nos
proporciona embalsamamientos, rosas conservadas en formol: “nada de todo esto /
me conduce a una nada mejor, sino a otro suburbio / de lo que es”. Pero es
consciente, sin embargo, de que hay un refugio posible. Bien es cierto que no
es un refugio fácil, no es un refugio complaciente, pero “ese dédalo de
humillaciones / es también la semilla de la supervivencia”. La acumulación
lleva a la verdad, la del que sabe que lo creado no salva (“no derrotarán al
miedo, / ni me protegerán de la lluvia”), pero nos confirma en una realidad, en
esta nada. En ese exceso, de lenguaje (Moga, se me ocurre, debe ser uno de los
escritores con más léxico disponible que conozco), de atención, de deseo, está
la libertad del que todo se lo cuestiona, todo lo pretende. La fatiga pertinaz
del laberinto, el inconformismo frente a todo (“todo cuanto vulnero me protege”),
la atención entregada al mundo, contra toda esperanza (sin esperanza y sin
miedo, como el lema de Caravaggio), hace que todo, de alguna manera, dure para
siempre: “lo que percibimos tiene una capacidad extraordinaria / para hacernos
creer / que sobrevivirá [...] Y en su resistencia / hallamos la nuestra”.
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Las dos caras de la moneda, pues, lo ajeno y lo propio, lo
distante y lo inmediato, se revelan así como piedras de Sísifo (de un Sísifo
feliz, como el de Camus) que es menester seguir empujando, seguir erosionando
sin fin aparente. Frente a la complejidad de un mundo cruel y frente lo
incognoscible de nuestro propio yo, Moga no presenta rendición: al contrario,
el exceso de esta búsqueda total de verdad, el exceso de quien acaricia el límite,
es la única insumisión posible, aunque no se espere, aunque se sepa que nada
hay a cambio, como esos jabalíes que “no se dejan sobornar, no esperan retribución
por devastar la viña. Lo hacen porque han de hacerlo, porque no saben hacer
otra cosa, porque es propio y encomiable y natural”.
(Andrés Catalán, Nayagua, 20, 2014)