XVI
La pesadilla te deja agotado:
envidiamos
a los hombres de acción
que duermen y velan, asesinan e
intrigan
sin
embargarles la duda, sin sentirse atormentados.
Y yo envidio la intransigencia de
mis propios
compatriotas
que disparan a matar y nunca
ven el rostro de su víctima
convertirse en su propio rostro
ni
advierten que sus motivos sabotean los suyos.
De modo que al leer las memorias de
Maud Gonne,
hija
de madre inglesa y de padre soldado,
compruebo que un único propósito
puede fundamentarse
en
una confusión de opuestos:
el castillo de Dublín, el baile
virreinal,
las
embajadas de Europa,
el odio garabateado en una pared,
prisiones
y revólveres.
Y recuerdo, cuando era pequeño, el extendido
temor
entre los sirvientes
a que Casement desembarcara en el
muelle
con
una espada y una horda de rebeldes;
y cómo esperábamos, en fechas
posteriores,
cuando
el viento soplaba del oeste, que el ruido de los disparos
empezara por las tardes a las ocho
en
el distrito de York Street en Belfast;
y el vudú de los partidarios de
Orange
que
levantaban una malla metálica por el Ulster más oscuro,
trillando las tierras del limbo:
las
hilanderías, la húmeda hierba alta, el enmarañado espino.
Y uno leía negro donde el otro leía
blanco, la esperanza
de
uno representaba la perdición del otro:
Vivan los rebeldes, A la mierda el
Papa,
y
Dios salve —según prefieras— al Rey o a Irlanda.
La tierra de los eruditos y los santos:
eruditos
y santos un carajo, la tierra de las emboscadas,
los manifiestos miopes, las quejas
interminables,
el
mártir de vocación y el tontaina valiente;
el tendero borracho con el tambor,
el
terrateniente asesinado a tiros en su cama, las voces furiosas
que se cuelan por el tragaluz roto en
los arrabales,
la
mujer envuelta en un chal que llora ante el pomposo altar.
¡Kathaleen ni Houlihan! ¿Por qué
debe
una patria, como una barca o una moto, ser siempre femenina,
madre o enamorada? Una mujer de
paso,
a
la que solamente vimos pasar.
Pasar como un claro de sol sobre la
colina lluviosa
y
sin embargo la amamos toda la vida y odiamos al vecino
y cada uno en su testamento
obliga
a sus herederos a prolongar el odio.
Tambores en el almiar, tambores en
la cosecha, negros
tambores
en la noche haciendo temblar las ventanas:
el rey Guillermo regresa a lomos de
su caballo blanco
al
Boyne sobre un estandarte.
Miles de estandartes, miles de
caballos
blancos,
miles de Guillermos
blandiendo miles de espadas y
dispuestos a luchar
hasta
que el mar azul se tiña de naranja.
Así era mi país y yo pensaba que había
hecho bien
en
alejarme, educarme y afincarme en Inglaterra,
aunque su nombre sigue sonando todavía
como la campana
de
un campanario sumergido.
¿Por qué nos gusta ser irlandeses?
En parte porque
nos
otorga cierto dominio del inglés sentimental
como integrantes de un mundo que
nunca fue,
bautizados
con el agua de las hadas;
y en parte porque Irlanda es lo
bastante pequeña
como
para seguir suscitando cierta familiaridad,
y porque son bravas las olas
que
la separan de una cultura más comercial;
y porque uno siente que aquí al
menos es posible
realizar
una labor local que no esté a merced del mundo
y que con suerte en este pequeño
escenario un hombre
podría
llegar a ver el fin de una acción concreta.
Naturalmente es engañarse a uno
mismo;
no
hay tampoco inmunidad en esta isla;
un carro del que tira el caballo de
otra persona
y
transporta mercancías al mercado de algún otro.
Las bombas en el saco de nabos, el
francotirador en el tejado,
Griffith,
Connolly, Collins, ¿a dónde nos han llevado?
¡Nosotros solos!
¡Que la torre redonda se mantenga al margen
en
un mundo de explosiones de mortero!
Que los escolares se enreden con
sus sumas
en
un idioma medio muerto;
que el censor se afane con los
libros; derribad los tugurios georgianos;
que
los juegos se jueguen en gaélico.
Que cultiven remolacha azucarera;
que construyan
una
fábrica en cada aldea;
que cataloguen las almas de los
asesinados
en
ovejas y cabras, patriotas y traidores.
Y el Norte, donde pasé mi infancia,
sigue
siendo el Norte, barnizado con la mugre de Glasgow,
un millar de hombres a los que
nadie dará empleo
parados
en las esquinas, sin parar de toser.
Y los niños de la calle juegan en
las aceras
mojadas:
a la rayuela o a las canicas;
y cada familia rica dispone de una
red de tenis destensada
sobre
un césped mullido junto a unos arbustos empapados.
Las humeantes chimeneas insinúan
una
prosperidad a la vuelta de la esquina
pero elaboran su lino del Ulster
con fibras extranjeras
y
el dinero igual que entra sale para hacer más dinero.
Una ciudad construida sobre el
barro;
una
cultura construida sobre el lucro;
la libertad de expresión cortada de
raíz,
la
minoría siempre culpable.
¿Por qué iba yo a querer regresar
a
ti, Irlanda, mi Irlanda?
En la página los borrones son tan
negros
que
es imposible taparlos con tréboles.
No soporto tus aires
grandilocuentes,
tus
sensiblerías, tu risa y tu fanfarronería,
que des siempre por sentado que a
todos les importa
quién
es el rey de tu castillo.
Los castillos están pasados de
moda,
la
pleamar rodea la arenosa fantasía de los niños;
enarbola el estandarte que quieras,
es demasiado tarde
para
que tu alma se salve con unas banderitas.
Odi atque amo:
¿grabamos
este nombre en los árboles con un puñal oxidado?
Sus montañas siguen siendo azules,
sus ríos corren
borboteando sobre los cantos rodados.
Es a la vez una pelmaza y una
arpía;
mejor
cerrad el horizonte,
no le enviéis más fantasías, más
añoranzas que estén
sujetas
a funestos aranceles.
Pues el sentido común está de moda
y
ella no proporciona ni sentido común ni dinero a los hijos
que andan encorvados por el mundo con
su acento y sus gestos
y
su haz de inútiles recuerdos.