Respecto al sufrimiento, nunca se equivocaron
los Antiguos Maestros: qué bien entendieron
el lugar que ocupa en lo humano; cómo sucede
mientras algún otro come o abre una ventana o sin más deambula;
cómo, cuando los viejos esperan con reverencia o pasión
el nacimiento milagroso, ha de haber siempre
niños sin especial interés en que ocurra, patinando
en un lago helado junto a la linde del bosque:
nunca olvidaron
que incluso el martirio atroz debe tener lugar
en todo caso en un sórdido rincón, donde
los perros siguen con sus vidas de perros y el caballo del torturador
se rasca los cuartos traseros contra un árbol.
En el Ícaro de Brueghel, por ejemplo: como todo se aleja
sin demasiada prisa del desastre; el labrador quizás
oyera el chapoteo, el grito desolado,
pero no era nada que mereciera su atención; el sol brilló
como debía hacerlo en las blancas piernas que desaparecían
en el agua verdosa, y el delicado y lujoso navío que debía haber visto
algo sorprendente, un muchacho que caía del cielo,
tenía un destino que alcanzar y con calma continuó su rumbo.
(Traducción, Andrés Catalán)
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