5 de julio de 2019

Lo que he visto y oído en Roma, de Ingeborg Bachmann (fragmento)


En Roma he visto que aunque el Tíber no es hermoso, transcurre despreocupado de unas orillas que nadie atiende. Nadie usa los cargueros pardos de herrumbre ni tampoco las barcas. El polvo cubre las cañas y la hierba alta, y sobre el pretil solitario duermen inmóviles los obreros al bochorno del mediodía. Hasta ahora ninguno se ha dado la vuelta. Ninguno se ha caído tampoco. Duermen donde los plátanos despliegan para ellos una sombra y se arropan con el cielo hasta las orejas. Sí es hermosa el agua del río, verde limo o pajiza según incida la luz sobre ella. El Tíber hay que caminarlo a lo largo, no mirarlo desde los puentes, concebidos como caminos a la isla. La Tiberina la habitan los noantri: nos-otros. Eso quiere decir que ella, la isla de los enfermos y los muertos desde la antigüedad, quiere que la habitemos nos-otros, los otros, llevarnos consigo, porque también es un barco y avanza muy lentamente por el agua con todo su pasaje que no supone una carga para el río.

En Roma he visto que la basílica de San Pedro parece más pequeña de lo que realmente es y que aun así resulta demasiado grande. Se dice que Dios quiso que su Iglesia se apoyase firmemente en una roca. Hoy en día se alza sobre la tumba de su santo, al que ahora se quiere desenterrar. Así que es el propio santo quien la pone en peligro y la debilita. Pese a todo las celebraciones se suceden con estruendo, con danzas de púrpura bajo los baldaquines, y en las hornacinas el oro reemplaza a la cera. Chiesa grande divozzione poca. Son aún los pobres, precavidos, quienes se aseguran de que la Iglesia no caiga, mientras que su fundador confía en el paso de los ángeles.

En Roma he visto que muchas casas se parecen al Palazzo Cenci, donde vivió la desgraciada Beatrice antes de su ejecución. Los precios son altos y las huellas de la barbarie omnipresentes. En las terrazas las tinajas con adelfas se pudren y alimentan a las flores blancas y rojas; querrían escapar al vuelo, porque no soportan el olor a inmundicia y descomposición que recrea el pasado más que cualquier monumento.

En Roma he visto en el gueto que hasta la noche todo es día. Pero el Día de la Expiación se perdona a todo el mundo un año por adelantado. En una trattoria cerca de la sinagoga la mesa está puesta y los peces rojizos del Mediterráneo se ofrecen aderezados con uvas pasas y piñones. Los viejos recuerdan a los amigos por los que se pagó su peso en oro; tras el pago, los camiones se los llevaron igualmente y nunca regresaron. Pero sus nietos, dos niñas pequeñas con faldas de un rojo encendido y un niñito gordo y rubio, bailan entre las mesas y no les quitan ojo a los músicos. «¡Seguid tocando!», grita el niñito gordo, agitando su gorra. La abuela esboza una sonrisa y el que toca el violín se pone muy pálido y alarga un compás.

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Ingeborg Bachmann, traducción de Andrés Catalán y Lucía Martínez, Clarín, número 141, mayo junio de 2019, pp. 21-24 



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